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CINE Y MEDIOS AUDIOVISUALES

Realizó en México los siguientes audiovisuales didácticos:

  • La civilización maya
  • El proceso histórico de la cultura indígena (de México), Primera y Segunda Parte
  • ¿Qué es la cultura? (reelaborado en Rosario en 1993)
  • El Centro Ceremonial Mazahua

Colaboró, en 1983 y 1984, en los siguientes filmes de Pedro Parodi, producidos por Cine de Latinoamérica:
  • El Tinku
  • Fiesta grande en Uncía
  • Las primeras huellas
  • La tumba de plata (inconclusa).
Colaboró con Maskay Cinematográfica en la realización de Hombres de Barro, largometraje documental de Miguel Mirra, quien dirigió luego Después del último tren, largometraje de ficción basado en su novela Viejo camino del maíz, que contó con la actuación de Federico Luppi, Víctor Laplace, Selva Aleman, María Fiorentino y otros conocidos actores argentinos. Escribió el libro cinematográfico de La gran noche, a partir de su novela homónima, para un proyecto de coproducción internacional con Francia y Burkina Faso.
En l983 fue panelista en dos ciclos organizados por CLACSO en Buenos Aires, sobre el tema El cine antropológico y las ciencias sociales. En base a tal experiencia preparó el libro Cine, antropología y colonialismo, editado en 1985. Éste tuvo una reimpresión en 1997 y una nueva versión ampliada en 2005.
Dictó seminarios sobre cine y antropología en la Escuela de Cine de Avellaneda; en el Movimiento de Documentalistas, Buenos Aires; en el Centro Bartolomé de las Casas, Cuzco; en la Sociedad de Americanistas Suizos, Zurich; en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), La Habana; y en el Laboratorio de la Imagen, México D.F..
En abril de 1985 asistió al MIP-TV de Cannes, Francia.
En febrero de 1988 asistió con el director Miguel Mirra, en representación de Argentina, al Festival Panafricano de Cine de Ouagadougou, Burkina Faso, invitado por sus organizadores. Hombres de barro fue pasado en una muestra paralela que se hizo en homenaje al cine latinoamericano.
En junio de 1992 asistió, invitado como ponente, a un Simposio de Antropología Visual que se realizó en Lima y Cuzco, Perú, en el marco del IVº Festival Internacional de Cine de los Pueblos Indígenas.
En septiembre de 2001 fue miembro del Jurado Oficial del Festival Nacional de Cine y Video Documental, realizado en Buenos Aires bajo la convocatoria del Movimiento de Documentalistas.
En 2004 realizó un video de 90 minutos con material grabado en la India, titulado Buscando a Yasmine.
En 2009 realizó un video de 80 minutos titulado Leonardo Martínez. Las tierras naturales.
En 2011 realizó con Verónica Ardanaz dos videos de una hora cada uno, por encargo de las Naciones Unidas y la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, titulados Sangre boliviana y Son del Perú. Cada uno de ellos dura 55 minutos. El programa, que incluye además un libro, se tituló Aportes andinos a nuestra diversidad cultural. Bolivianos y peruanos en Argentina. La obra se editó a fines de ese año, y fue reeditada en mejores condiciones en 2013.
En 2012 el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) publicó su libro La descolonización de la mirada. Una introducción a la antropología visual, una ampliación y actualización de Cine, antropología y colonialismo, que llega a las 360 páginas. Ese mismo año, el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), de Venezuela, lo editó en Caracas.



LA DESCOLONIZACIÓN DE LA MIRADA

Una introducción a la antropología visual

Adolfo Colombres (Editor)

Índice
Prólogo / 7
Introducción /
La función del documental, por Robert Flaherty /
Dziga Vertov: El “cine ojo” y el “cine-verdad”. Extracto documental /
¿El cine del futuro?, por Jean Rouch /
El neorrealismo y la lucha por la descolonización de los imaginarios, por Susana Velleggia /
1. De la diversidad de los cines a la hegemonía de Hollywood /
2. Los imaginarios de la postguerra y el neorrealismo italiano /
3. El neorrealismo, o la realidad histórica como historia fílmica /
Antropología visual, entrevista a Jean Rouch /
El cine no etnológico o el testimonio social de Jorge Prelorán, por Humberto Ríos /
“Tire Dié”: Los (no) límites entre el documental y la ficción, clase de Fernando Birri /
El cine antropológico y la autogestión indígena, por Isabel Hernández /
Introducción /
Los pueblos indígenas y la sociedad argentina /
Autodeterminación, autonomía y autogestión indígena /
Video y cine antropológico, eficaces instrumentos de la autogestión cultural /
El video y cine antropológico en manos de agentes externos e internos /
El bosquejo de un modelo /
Algunas reflexiones sobre el cine antropológico, por Carmen Guarini /
1. Preliminares /
2. Haciendo historia /
3. La verdad del cine documental /
4. La cámara que contacta
5. Conclusiones
El cine y la investigación en las ciencias sociales, por Arturo Fernández /
I. Introducción /
II. Teorías, métodos y técnicas de investigación en las ciencias sociales /
III. Teoría y método dialécticos: su vigencia y problemática en las ciencias sociales /
IV. El cine y las ciencias sociales /
V. El cine como objeto de estudio sociológico /
VI. El cine como técnica de investigación social /
El cine y los medios audiovisuales como soporte de una nueva oralidad de los pueblos indígenas, por Adolfo Colombres /
Fundamentos éticos y políticos del documental social, por Miguel Mirra y Fernando
Buen Abad /
El ojo que mira lo real, por Adolfo Colombres /


Prólogo

Cuando en 1985 apareció la primera versión de esta obra colectiva, como resultado de dos ciclos sobre el cine y las ciencias sociales realizados por CLACSO, lejos estábamos de sospechar que con el paso del tiempo devendría algo así como un clásico. Claro que no para un vasto público lector, sino para quienes se formaban como documentalistas en distintos ámbitos y deseaban explorar la condición del otro. Hoy su impronta se deja ver no sólo en los filmes de carácter etnográfico, sino también en el auge del documental social, que vino después. En los años 80 aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparles la palabra y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un “purisno” reaccionario. Se podría decir que la Historia nos dio la razón, pues lo que era entonces una senda estrecha y riesgosa, expuesta al fuego cruzado, terminó convirtiéndose en un camino ancho y seguro, admitido por quienes apoyan con honestidad las luchas sociales y étnicas. El libro fue reimpreso en 1991 sin modificación alguna, y como al comenzar este siglo se hallaba prácticamente agotado, el Movimiento de Documentalistas solicitó su reedición, por considerarlo un texto irreemplazable.

Pero habían transcurrido ya más de quince años y exigía la revisión de algunos textos y la incorporación de otros que lo enriquecieran. A estos efectos, se añadió en la primera parte, dedicada a los documentos, un texto del Movimiento de Documentalistas redactado por Miguel Mirra, de Argentina, y Fernando Buen Abad, de México, titulado “Fundamentos éticos y políticos del documental social”. En la segunda parte, dedicada a las entrevistas, se incorporó una clase que Fernando Birri dictara el 15 de marzo de 1994 en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños a apropósito del guión, titulada Tire dié. Los (no) límites entre el documental y la ficción”. Birri se apropia aquí del término “Doc-Fic” acuñado por su amigo y colaborador Orlando Senna, destacando que el Nuevo Cine Latinoamericano no trabajó nunca sobre la base de los géneros tradicionales, divorciando por completo la ficción del documental, sino que estableció entre ellos vasos comunicantes. Si bien lo normal es que el documental preceda o dispare al film de ficción, en nuestro medio puede ocurrir al revés. Para dar un ejemplo de esta inversión recurre a Vidas Secas (1963) de Nelson Pereira Dos Santos, el célebre film de ficción sobre el sertón basado en la novela homónima de Graciliano Ramos. Éste, como se sabe, termina con la emigración de las familias campesinas a Sao Paulo, expulsadas por la sequía, la adversidad del medio y la miseria. Sin ponerse previamente de acuerdo con Pereira Dos Santos, Geraldo Sarno, en su documental Viramundo (1964), emplaza justamente la cámara en la Estación Ferroviaria de Sao Paulo, en el momento en el que los campesinos del Nordeste bajan del tren en busca de trabajo. Avanzando sobre esta línea, señala Birri que la falta de límites entre lo ficcional y lo documental trasciende el campo del cine, por hallarse enraizado en nuestra cultura americana, “contaminación” en la que ve una forma de sincretismo. En la Tercera Parte incorporo un artículo mío sobre el cine y los medios audiovisuales como soporte de una nueva oralidad de los pueblos indígenas.

Con Tire Dié (1958-1960), como se dijo, Birri trabaja el tema del guión. Cuenta aquí las penurias por las que tuvieron que pasar los 120 estudiantes de Santa Fe (aunque al final quedaron 88) que acometieron esta empresa, que fue de aprendizaje, de exploración de un terreno desconocido entonces por ellos y por el cine de América Latina, que se realizó con muy escasos recursos económicos y elementos técnicos, a partir de encuestas previas. Los primeros montajes del film fueron sometidos al juicio de la gente a la que involucraba, para ir modificándolo sobre la marcha. El proceso fue duro, pero positivo desde el punto de vista de las enseñanzas metodológicas que proporcionó, que llevan por las mismas sendas que otros cineastas transitan en este libro, lo que viene a fortalecer sus propuestas. Quienes al principio los recibieron a pedradas terminaron convirtiéndose en incondicionales aliados, que se jugaron por ellos en situaciones difíciles. Una mujer de sufrida figura, que se hallaba lavando ropa cuando miembros del grupo entraron con la cámara durante las encuestas previas, les dijo, con una gran carga de dignidad, una frase que todo documentalista debería anotar en la primera página de su cuaderno: “¿Por qué no nos dejan tranquilos con nuestra miseria?” El planteo ético queda plasmado en esta frase tan breve como contundente, pues el registro de la imagen del otro se torna una agresión intolerable si no se asume el compromiso de no negociarlo con quienes desactivan los mensajes presentándolos como exóticos, y utilizarlo de modo que la situación que padece ese sector social pueda llegar a ser modificada. Experimentaron así la necesidad de establecer con los personajes una relación profundamente humana, de gran respeto, tal como lo haría Jorge Prelorán con los suyos. Si falta esa relación, la riqueza del diálogo, nos dice Birri, no se ve el sentido de hacer documentales. En la aventura que ella apareja pueden pasar las imperfecciones que acechan a quienes no encorsetan la realidad, planificándola hasta los más nimios detalles. “Prefiero un sentido imperfecto a una perfección sin sentido”, sentencia Birri hacia el final, frase que podría resumir su filosofía. En otro texto no incluido en este libro, Birri señala que al mostrar la cara dura de lo real el documental la niega, reniega de ella. Por eso, como acto reparador, debe mostrar también los valores positivos del grupo social, escamoteados por la opresión. El cine que se haga cómplice del subdesarrollo, quedándose en lo “negativo” de la realidad, será subcine. Claro que en el afán de mostrar los valores positivos no se debe estetizar la pobreza en detrimento del nivel crítico del film, pues se corre así el riesgo de convertir al pueblo en parte del paisaje.

El ensayo de Isabel Hernández que abría la Tercera Parte, titulado “El cine antropológico y la autogestión indígena”, fue reelaborado por la autora para esa nueva edición, a fines de actualizarlo tanto en lo doctrinario como en lo que hace al orden de los acontecimientos que tuvieron lugar desde entonces en las luchas indígenas. Introduce aquí el concepto de autonomía de los pueblos originarios, que desarrolla extensamente en su libro Autonomía o ciudadanía incompleta. El pueblo mapuche en Chile y Argentina, publicado por CEPAL en Santiago de Chile y Buenos Aires en 2003, al que pueden remitirse los interesados en ahondar esta cuestión.

El ensayo que se añadía como cierre de esa segunda versión del libro, titulado “El cine y los medios audiovisuales como soporte de una nueva oralidad de los pueblos indígenas”, del que soy autor, fue presentado como ponencia en el IVº Festival de Cine de Los Pueblos Indígenas, realizado en Lima y Cuzco en junio de 1992. No se habla aquí ya de los caminos a seguir por cineastas ajenos a los grupos étnicos, sino de los distintos tipos de registros documentales y obras de ficción que éstos pueden encarar para salvar y potenciar los contenidos de la tradición oral con los nuevos medios. Ello, además de eximirlos del duro tributo que demanda por lo común el pase a la escritura, les permite no sólo llegar a una enorme mayoría aún no alfabetizada, sino también alcanzar el control político de su imagen -cuestión nada menor- y elaborar así su modernidad. Al quedar abolida por la autorreflexión consciente la visión desde afuera, este cine dejará de ser etnográfico y se convertirá en cine a secas. El espectro que se abre a dicho cine, o video, es amplio, y va desde lo que llamo documental de trabajo, realizado para uso interno del grupo, sin ninguna pretensión de circular por los grandes medios (por lo que sería el reverso de las fichas filmadas por los antropólogos), hasta obras de ficción de una gran calidad artística. Como este tema está ya abordado en el vasto prólogo a la primera edición, no me extenderé sobre él. El ensayo se detiene en una serie de problemas que conlleva el paso de la oralidad a los nuevos medios audiovisuales.

A cinco años de la segunda versión, y ante el pedido del ICAIC de editar esta obra en Cuba, decidí preparar esta tercera (y espero que última) versión, revisando una vez más los textos, escribiendo este nuevo prólogo, enriqueciendo mi larga Introducción y añadiendo dos textos nuevos. Uno de Susana Velleggia, titulado “El neorrealismo y la lucha por la descolonización de los imaginarios”, publicado ya en dos partes en los Nºs 179 y 180 de la antigua y célebre revista Cine Cubano, y otro de mi autoría, “El ojo que mira lo real”, una remake ampliada y repensada de un artículo publicado en el Nº 175 de la misma revista, dirigida hoy por mi entrañable amigo Pablo Pacheco López, a quien van todos mis agradecimientos. A modo de síntesis final, en este ensayo intento sistematizar los distintos abordajes a la antropología visual que integran este libro, caracterizando las distintas miradas posibles, ya que la antropología visual, en esencia, es una antropología de la mirada. El foco está puesto principalmente en su descolonización, para ser consecuente con el título de la obra. Pero claro que hay ojos que trascienden la dialéctica de la otredad o se sitúan incluso fuera de ella.
Susana Velleggia, además de ser una destacada socióloga y una experta en comunicación social y gestión cultural, con varios ensayos escritos en este terreno, es directora de cine y televisión, con gran experiencia en el ámbito educativo y la organización de festivales de cine, lo que le permite pensar desde distintos ángulos. Su valioso ensayo sobre el neorrealismo italiano viene a cubrir algunos vacíos y abordajes insuficientes de las ediciones anteriores. Aporta, en primer término, referencias históricas sobre el cine de Hollywood, cómo se fue construyendo a medida que coartaba o ahogaba el desarrollo de otras cinematografías nacionales, no sólo en el llamado Tercer Mundo, sino también en la misma Europa. En segundo lugar –aunque fue esto lo que le encargué en concreto a la autora-, profundiza en el neorrealismo italiano, una corriente fundamental en la historia del cine europeo, que tuvo una marcada influencia en el despunte de los nuevos cines de América Latina y África, y que se enfrentó al poder de Estados Unidos. Lo que hasta entonces se venía llamando realismo era la descripción costumbrista de la realidad, o lo que se entendía por ella, cuando no el esquemático realismo socialista ruso. Este nuevo realismo se aleja del costumbrismo y del concepto estético de verosimilitud, para basarse en el de autenticidad, o sea, en la recreación fílmica de historias reales, con los mismos personajes que vivieron los hechos, y en los mismos lugares. O sea, no en estudios con decorados de cartón ni ámbitos sofisticados. Su propósito era incorporar el cine a la vida de los sectores populares, para mejorar su capacidad perceptiva. Se distancia también del concepto de belleza, a la que entiende como un apoltronamiento adormecedor. En tercer lugar, aporta datos históricos y críticos relevantes para entender a la nouvelle vague francesa y al cine italiano que creció luego sobre la base del neorrealismo, o como una nueva etapa de él. Claro que la mirada de la que habla este ensayo no se relaciona específicamente con el concepto más antropológico de ojo, sobre el que se avanza en esta tercera versión del libro, sino con las cinematografías nacionales que dan cuenta de su propia realidad, con distintos tipos de ojos. Tiene que ver en cierto modo con el llamado neocolonialismo, y apunta igualmente a una descolonización. No se trata aquí de grupos étnicos a los que se considera bárbaros, primitivos o inferiores (aunque el racismo nunca falta en estas aventuras), sino de países enteros que son puestos en una situación subalterna y vistos, no como identidades diferentes que reclaman productos que respondan a su propia visión del mundo, sino tan sólo como mercados que se quiere capturar por razones económicas y también políticas. Es decir, desarrollar su maquinaria industrial a expensas de las de otros, y también imponerles su concepción capitalista de la democracia, el american way of life convertido en una mirada única. Se va así de la diversidad inicial de los cines a la hegemonía de Hollywood, y de ahí a la contraofensiva del neorrealismo italiano –que ve a la realidad histórica como una historia fílmica- y otros cines de autor sobre una industria de muchos recursos económicos pero de baja creatividad, que además impone una visión detestable del mundo. No obstante, se podría considerar al neorrealismo italiano como fundador de lo que podríamos llamar el ojo realista, al redefinir la realidad. O sea, para mirar la realidad habría también un ojo realista.
Excedería ya el propósito de estas páginas, que es más teórico que histórico, analizar los numerosos documentales de carácter antropológico o social realizados en América y el mundo en los últimos tiempos. Hallaremos muchos filmes de gran valor, ya sea por su cuidado formal o por el modo en que sus autores lograron instalarse con la cámara en el mismo corazón de los hechos, pero son pocos ya los avances metodológicos en lo que atañe a la mirada. Los procesos que esta obra describe, siguiendo críticamente la experiencia de grandes cineastas, dan debida cuenta de los diversos aspectos conceptuales, cuya vigencia se ha incluso fortalecido con los años. Claro que el desarrollo de nuevas técnicas, como el video digital, permite manipular las imágenes y crear efectos especiales antes desconocidos, lo que lleva en algunos casos a replantear el problema ético. No obstante, aun en los casos más extremos se pueden dirimir esas nuevas situaciones con el instrumental aquí desplegado.

Del caudal de filmes realizados en este tiempo quisiera referirme, para terminar con una concesión personal no carente de arbitrio, tan sólo a tres. Los dos primeros giran alrededor de la relación compleja entre el documental y la ficción, y pueden tomarse como un homenaje a Birri. El primero es Esito sería. La vida es un Carnaval (2004), de la realizadora boliviana Julia Vargas-Weise. Se trata de una obra de ficción que tiene por marco el Carnaval de Oruro. El desafío de la autora fue incorporar a los actores al desfile de las comparsas, como bailarines genuinos de una de ellas, a fin de poder representar escenas de ficción dentro de un marco documental, algo distinto y hasta opuesto a la ficción documental creada por Flaherty. Los preparativos para esta “intromisión” demandaron cinco semanas de intenso trabajo, y requirieron una logística y dirección muy minuciosas, pues había que rodar 16 escenas en las 24 horas que iban desde la entrada de las comparsas hasta el alba. Si no se lograba insertar dichas escenas en la fiesta popular, el film fracasaba por completo. Los hechos imprevisibles e incontrolables que eran de esperar impidieron que varias escenas se rodaran conforme al guión cuidadosamente elaborado por la autora, pero el film se salvó, y hasta se enriqueció, por la capacidad de improvisar sobre la marcha, montándose sobre situaciones que se dieron espontáneamente, como una compensación del azar. Había una cámara destinada a los actores y otra que se ocupaba de los registros documentales, y también una unidad extra de sonido, operando las tres con cierta independencia. Las historias principales que cuenta el film son de gran humanidad y belleza, alcanzando lo que puede ambicionar la mejor ficción, pero sus historias secundarias están tejidas con la mirada y los recursos del documental, como si no hicieran más que representar la realidad cotidiana de los personajes, lo que en buena medida ocurrió.

El segundo es Aquel querido mes de agosto, del cineasta portugués Miguel Gomes, que ganó el premio a la mejor película en el Bafici 2009 (Buenos Aires), entre otras distinciones internacionales. Comienza siendo un documental sobre la colorida localidad portuguesa de Arganil, en el que se registran sin coherencia alguna procesiones, momentos de una fiesta popular y grupos de música. Tal falta de organicidad, que llega a alcanzar el extremo del tedio frente a tanto tipicismo sin ton ni son, es deliberada, y se presenta luego como desaciertos de un equipo al que se había dejado a la deriva. Cuando llega el productor y toma riendas en el asunto para salvarlo de un estruendoso fracaso, el relato empieza a encauzarse. La cámara no se deja llevar ya por los acontecimientos folklóricos de la fiesta, sino que separa personajes del conjunto y va tejiendo con ellos una trama, hasta que en un determinado momento, sin que se perciba el tránsito, nos encontramos ya ante un verdadero film de ficción. Pero como éste no deja de representar la vida real y su transcurso, sus dos horas y media de duración podrían extenderse por un tiempo indefinido. Gomes se revela tan experto en planos de larga exposición y en el tratamiento de los personajes, que puede homologar los campos del documental y la ficción, hasta el punto de que no vale la pena preguntarse de qué se trata finalmente.
El tercer film que deseo comentar, por la estremecedora situación límite que presenta, es Vacaciones prolongadas (2000), del holandés Johan van der Keuken. Con la certeza de que le quedaba ya poco tiempo de vida por su cáncer de próstata, el autor se lanza, con un afán renovado y final, a capturar mundos desconocidos y recomponer así lo real en el más sincero de los testamentos. Viaja a Katmandú, filma un templo budista en Butan, regresa a Amsterdam para visitar a su médico y parte otra vez, ahora a Malí. Salta luego a un festival en San Francisco, y de ahí a Brasil, donde se sumerge en una favela. Es el film de alguien que se muere, aunque sin concesiones al patetismo y la desesperación. Alguien a quien no se ve, pero cuya voz se escucha en off. Todo parece recordarnos que uno no es más que una cierta mirada sobre el mundo. En sus imágenes no hay juego, sino un fuego que se extingue lentamente. Lo autorreferencial del film parece a la postre no ser más que un mero pretexto para asediar el sentido mediante esas cacerías despiadadas. Las imágenes y su vida corrieron así juntas hasta el final esa loca aventura. “Si ya no puedo crear imágenes, estoy muerto”, había declarado un poco antes, y fue coherente con dicho aserto, hasta el extremo de que el film y su existencia se apagaron a la vez.                                 

ADOLFO COLOMBRES
Buenos Aires, mayo de 2010


EL OJO QUE MIRA LO REAL
Por Adolfo Colombres


En este breve ensayo procuro sistematizar desde el ojo que mira lo real mis anteriores abordajes a la antropología visual, la que es en esencia una antropología de la mirada. No me guía el simple afán cientificista de tipificarla, sino de buscar desde este ángulo nuevos aportes a su descolonización, objetivo sin el cual dicha antropología no alcanzaría a justificarse como parte de las ciencias sociales. Se sabe que la imagen cinematográfica no es un simple reflejo de la realidad externa, sino el resultado de una interacción que ella misma provoca, pues al margen del rigor que se aplique para alcanzar la mayor neutralidad posible, el ojo que mira pasa a formar parte de esa realidad, como un coproductor nunca soslayable del acontecimiento. Por otra parte, el ojo adoptado por la cámara, por mucho que se enmascare su participación en la realidad registrada, y más allá de los artificios del montaje, determinará los canales de circulación posterior del film, o sea del uso que se le dará y su grado de contribución a la causa de los oprimidos. Un ojo inapropiado, que distorsione la realidad por acción del etnocentrismo, los estereotipos, la simplificación de lo profundo e incluso el mero afán de jugar con la imagen del otro como una forma de vender, servirá para estigmatizarlo, incluso en situaciones en que el propósito subyacente fue reivindicarlo.
Pero este tema del ojo trasciende el marco de la antropología visual, expandiéndose a la misma estética del cine, tanto documental como de ficción y las obras que conjugan ambos géneros, de las que hay numerosos ejemplos en América. Mas aun en el terreno exclusivo del arte la cuestión del ojo nunca quedará reducida a lo puramente estético, pues cada modo de mirar apareja, con mayor o menor grado de visibilidad, una ética o falencia ética que resta autonomía a la imagen. Pasemos entonces a caracterizar algunos tipos de miradas, sin el propósito de agotar con esto el espectro de lo posible.
Ojo neutro: Instituido por Dziga Vartov, pionero del nuevo cine soviético. Para él, toda la realidad era extraña y la cámara debía ser un ojo abierto a lo que se enfoca o acontece frente a ella, sin ningún tipo de prejuicio, intermediación ideológica o condicionamiento. Propone así una cámara de objetividad absoluta, capaz de funcionar como un reflejo directo de la realidad, rechazando a tal efecto los recursos dramáticos tomados del teatro, la música y la literatura. No es el ojo de la cámara el que construye el sentido, sino el proceso posterior del montaje, a cuyo desarrollo Vartov aportó considerablemente, estableciendo los principios esenciales del ritmo. Pero trasladar la tarea creativa al montaje es desplazar la mirada hacia éste en una construcción de segundo grado, por lo que tal ojo pretendidamente neutro deja de ser una realidad pura, para convertirse en la elaboración plástica que un sujeto (el artista) realiza a partir de ella, con un lenguaje estético propio al que bautizó como cine-ojo (kinoki). En la selección y ensamblaje de las tomas, así como en el orden y ritmo que imprime a las secuencias en base a su teoría del montaje, entra a jugar la intención ideológica en imágenes captadas por alguien que al tomarlas se habría abstenido de mirar, disparando la cámara en una dirección sin saber lo que iba a registrar, tan sólo con la esperanza de ser sorprendido por fotogramas reveladores o de convertirlos en tales mediante los artificios del montaje. Al estrenar en 1929 su film A propósito de Niza, Jean Vigo, trabajando no lejos de este ojo neutro propuesto por Vartov, habla, para sincerarse, de un “punto de vista documentado”, entendiendo que el registro de la realidad no puede ser nunca ajeno a una labor interpretativa. Así, las imágenes de esa obra cobran sentido no por sí mismas, sino a partir de un montaje que asume una clara posición ideológica, ya que su propósito era realizar una sátira mordaz de la burguesía ociosa que frecuentaba ese selecto balneario francés mediante una continua contraposición con escenas de la vida de los trabajadores y otros marginados que allí vivían.
Ojo expresionista: Hay en él una función que se impone a las otras, eliminándolas o desplazándolas a un segundo plano, con lo que niega la complejidad y polisemia de lo real. Su abordaje es frío y no comprometido con la singularidad humana de la persona, ya que sólo la utiliza para transmitir una idea fuerte. A tal fin no vacila en deformar la imagen para ajustarla a lo que se quiere comunicar, renunciando a la sutileza de apenas sugerir, que suele ser propia del arte. Su método es el grito, como en la famosa obra de Edvard Munch que lleva este nombre, pintada en 1893. Así, no importa en esta tela quién grita, ni por qué. Lo que cuenta es el grito en sí mismo, al margen de todo motivo. En el cine se recurre a menudo a grandes conjuntos humanos, incluso a multitudes, sin detenerse con ternura en una persona para recalcar su particularidad y trabajar desde allí el plano sensible: todas serán meros soportes de algo que las trasciende, ladrillos de una construcción sinfónica con la que se quiere sacudir al receptor, e incluso transmitirle un velado terror. Este ojo desprecia el alma de lo que mira, y corre el riesgo de caer en la crueldad.
Ojo impresionista: No se centra en lo real ni aspira a objetividad alguna, sino en las sensaciones que el encuentro con él le producen y las imágenes que le dispara. Es altamente subjetivo, pues toma a la llamada realidad como un sustrato crudo, o una materia bruta a la que se significará con los recursos del arte, imprimiéndole la particularidad y los caprichos visuales de un individuo por lo general imbuido de un alto grado de idealismo estético.
Ojo fijo: Cámara quieta que se monta en un punto del espacio que se considera privilegiado y se deja allí activada, para que registre todo lo que cae en su campo visual. Se supone que esto elimina la subjetividad, pero ya la elección del punto de mira, con su enfoque, cuadro y ángulo, cuestiona la fidelidad total a lo real que pretende, introduciendo esas cuñas de subjetividad que tanto desprecia. Con tal objetivo, renuncia no sólo a la palabra y toda interpretación, sino también al lenguaje expresivo propio del cine. En definitiva es un ojo miope, porque al rechazar el primer plano y el detalle minimiza o anula toda construcción de significados, piedra fundamental de los procesos simbólicos. Es el adoptado por el llamado cine observacional, desarrollado a partir del direct cinema de Richard Leacock, un antiguo colaborador de Flaherty. Dicho cine observacional filma en tiempo real, sin montaje ni síntesis temporal alguna, adoptando un campo largo o medio para observar el conjunto y no la particularidad, por cifrar en esta última el reino de la subjetividad.
Ojo duro: Distante, sin concesiones ni complicidad con los seres filmados, a los que no se toman como sujetos ni se les asigna participación alguna en la producción de la imagen, pero tampoco los manipula como el ojo expresionista. La dureza es su método estético, por considerarla el mejor camino a la objetividad. No enjuicia, pero al dejar fuera de foco las señas de humanidad abre al receptor un campo valorativo demasiado extenso, donde para unos será una simple manifestación de salvajismo lo que para otros resulta algo legítimo y hasta sublime. Es que los juicios de valor no son sugeridos por la fuerza reveladora de la imagen, sino que se basan más bien en los prejuicios del observador.
Ojo tierno: Se funda en una observación participante y en la construcción compartida del testimonio. Es así dialógico y abierto a la subjetividad, a la que no teme porque su apuesta se aproxima más al arte y el documento vivo que a la frialdad de la ciencia. El ejemplo más temprano de esto es el film Nanuk, el esquimal (1922), de Robert Flaherty. No hay aquí un verdadero objeto de la imagen ni pretensión alguna de neutralidad. La misma mirada es compartida, acordada a partir del afecto recíproco y la confianza en que se sustenta la ternura. El peligro de esta mirada es caer en un romanticismo que se abstrae de las condiciones históricas y los procesos de dominación, como le ocurrió al mismo Flaherty en Moana of the South Seas (1923-1925), cuando declaró que no le interesaba la decadencia de los pueblos de los Mares del Sur como consecuencia de la dominación blanca, sino tan sólo su originalidad y majestuosidad.
Ojo intelectual: Es racional, complejo, profundo y centrado en la interpretación. Los personajes, más que actuar, hablan con un lenguaje lleno de sutilezas y polisemia, sacrificando el cine a la literatura e incluso a la ciencia política. Godard y la Nouvelle vague produjeron varios ejemplos de él, aunque acaso lo que más lo representa es el film Crónica de un verano (1960), de Jean Rouch con el refuerzo teórico de Edgar Morin. Los personajes, reunidos en las oficinas de la célebre revista francesa Cahiers du Cinéma, no hacen más que pronunciar frases inteligentes, olvidando que el cine es imagen en movimiento, acción y pasión, no intelección pura. En Memoria del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, se potencia esta mirada sobre una realidad convulsionada por la revolución cubana, en la que persisten numerosos elementos del subdesarrollo.
Ojo sensual: Se complace en la forma de los seres biológicos y las recorta del contexto para cargarlas de significados, apelando al detalle y el travelling lento en su afán de educar la visión, de enseñar a ver lo maravilloso de la vida, que no debe ser pasado por alto. Este ojo se complementa con los efectos del sonido, y llega a sugerir asimismo los descubrimientos y complacencias del tacto, el gusto y el olfato.
Ojo erótico: Es un ojo sensual que se complace en las formas del deseo más que en el factor humano que subyace bajo la piel, aunque a menudo logra sugerirlo, por más que no sea ése su objetivo.
Ojo sexual: Alejándose de la sensualidad y el erotismo, se complace en la crudeza de las escenas sexuales. Al vaciarse de profundidad y humanidad, se acerca a lo pornográfico, a menos que sea contrarrestado en el film por otras miradas.
Ojo crítico: Su propósito central es la denuncia, por lo que quien mira está pensando en la fuerza de convicción que tendrá la imagen o la adhesión que ella suscitará entre los espectadores. Es un ojo que directamente juzga o incita a producir el juicio condenatorio que persigue. Se manifiesta con mayor pureza en los documentales de denuncia, e incluso también en la ficción, aunque esta última suele ser morigerada por concesiones a otros sentimientos ajenos al afán de justicia en sí.
Ojo ingenuo: Convierte a la simplificación en un método con un trasfondo altamente crítico, a pesar de enmascararse de acrítico. Como recurso literario fue usado por Voltaire en Cándido y El ingenuo, y por Montesquieu en Cartas persas. Jean Rouch lo utiliza en sus filmes Poco a poco y Cartas persas (ambos de 1969) para invertir el objeto de la antropología. En el primero, un peule de Níger que devino capitalista, apartándose de la sociedad pastoril, viaja a París a realizar una investigación antropológica sobre los franceses y sus extravagantes costumbres. En el segundo, un iraní que deja un harén en su país se sorprende, entre otras cosas, de la monogamia de la sociedad francesa. Método eficaz para desmontar el colonialismo, siempre que no se quede en un mero divertimento, como ocurre en este caso.
Ojo esteticista: Se complace en lo puramente formal, sacrificando para ello la profundidad dramática y soslayando el conflicto histórico. El exceso de presencia de la imagen impone tanto al medio ambiente como a la sociedad una estética a menudo ajena, así como significados que pertenecen a otra concepción del mundo. Se llega por esta vía a convertir al otro cultural en parte del paisaje, en un ser pasivo que no lucha por sobrevivir ni rechaza la dominación, sino que la soporta con estoicismo. Será así un simple asidero de lo bello, con un espesor moral que a veces se imposta o se sugiere, pero no se muestra de un modo convincente.
Ojo exotista: Su método es un extrañamiento exagerado, o manipulado para producir un efecto. También teñir la diferencia cultural con los colorantes de la barbarie, que impiden ver el fondo de lo real. No es una mirada antropológica, por deformar la realidad con sus artificios. El film documental Los maestros locos (1955) de Jean Rouch llega a lo revulsivo al registrar el ritual de los Houka, una secta de inmigrantes procedentes de Níger que no expresa formas culturales de su país de origen y menos aún de Ghana, donde se filmó. Se trata en este caso de un sistema simbólico altamente confuso, cuyo núcleo reside en el sacrificio de un perro, que es luego desollado, eviscerado y hervido para comulgar finalmente con su carne como un signo de coraje y fuerza vital. En su entusiasmo por esta rareza de más valor psicológico que etnográfico, Rouch ni siquiera se pregunta por qué ni para quién filma tal atrocidad, pues el delirio privativo de un pequeño grupo corre el riesgo de ser interpretado como algo propio de las culturas africanas. Lo que sí resulta interesante en este film, desde el punto de vista antropológico, son los mecanismos del trance que se observan.
Ojo etnográfico: Definido inicialmente por Marcel Mauss y los jóvenes etnólogos que lo seguían en África, como por Margaret Mead y Gregory Bateson, en experiencias realizadas en los años 30 en Bali y Nueva Guinea. Al afrontar el desafío de la alteridad despoja al ojo de toda intención estética, a fin de darle un rigor científico que resulte útil a la investigación, como una técnica más de ella. Pierde de este modo todo sentido el montaje, así como su noción de ritmo, por la distorsión que implican de la cronología de los hechos y la duración real de las escenas. Claudine de France habría de distinguir posteriormente entre el cine de exploración etnográfica, en el cual el registro de la imagen es parte de la misma investigación y está signado por la incertidumbre de lo que la cámara filmará, y lo que llama cine explicativo, que es la descripción fílmica de los resultados de la investigación, que sería el documental antropológico en sentido estricto y no ya meras fichas filmadas, de carácter personal y no comunicativo, como el anterior. Esto implica, desde ya, una transacción con los recursos estéticos, sobre todo si se aspira a una difusión mediática.
Ojo folklorista: Deshumaniza a las culturas subalternas al detenerse en su colorido, en la habilidad manual y su devoción a los símbolos con que los que las dominan. Se pretende una mirada antropológica pero no lo es, por su impotencia de profundizar en los universos simbólicos y de neutralizar sus mistificaciones etnocéntricas. También por la ideología de clase que suele caracterizarla, en tanto apropiación burguesa de la cultura popular que la despoja de sus vetas contestatarias para hacerla digerible a las buenas conciencias del consumo.
Ojo turístico: Busca el tipicismo, una identidad estereotipada hasta la tarjeta postal, sin detenerse en la intimidad de los paisajes ni en el alma de las personas. Mirada exterior, superficial y acelerada, que en su afán de mostrarlo todo en muy escaso tiempo no muestra nada, y si lo hace es para tipificarlo burdamente. Aplana así la realidad en que se posa hasta convertir a los pobladores de una región en amables muñecos vestidos con prendas llamativas. Invita de este modo al turismo masivo a visitar un “paraíso” no alcanzado por las miserias de la historia, donde podrá participar en formas culturales de vieja y noble tradición, a las que el mercado ha ya corrompido a menudo por completo.
Ojo ausente: Postulado por Richard Leacock para caracterizar su direct cinema. A diferencia del ojo neutro, que afirma su presencia en la escena, este método aboga por la no intervención del realizador en los acontecimientos que registra. De una forma más completa que cualquier otro estilo documental, se preocupa de que la cámara no altere la realidad social que registra. A tal fin, debe estar tan ausente de la acción documentada como “una mosca en la pared”, que ve sin que la vean.
Ojo en trance: Sería el del cine-trance de Jean Rouch. Se deja arrastrar hacia el interior de las situaciones, entregándose con tal pasión a la cacería de imágenes, que descuidar el contexto y se expone incluso a peligros. Confía en la improvisación y en el resultado que obtendrá al suprimir la objetividad y el método. A menudo esto empobrece el nivel crítico al expandir la subjetividad de un modo exagerado. En su excelente film La caza del león con arco (1965), la cámara participa en los rituales cinegéticos cayendo por momentos en un estado de trance, pero los pueblos no participan realmente de la filmación, pues prefieren vivir el ritual con toda su fuerza que limitarse a mirarlo. Renuncian así a entrar en una situación estética y a la conciencia que ella apareja pero aceptar que el cameraman se ocupe del rodaje, porque reconocen la importancia de dejar testimonios de su cultura a las futuras generaciones. En otros términos, antes de sumarse al trance del ojo, situándose fuera de lo real que se mira, prefieren el trance de lo real, ese acontecimiento intenso ya amenazado por la modernidad. Fuera del campo antropológico, este ojo confía en la improvisación de los actores, como en la Comedia del Arte italiana.
Ojo cedido: Sería el propiciado en Argentina por el Movimiento de Documentalistas. Pasa por sacrificar la propia mirada y sustituirla por la mirada del otro, de los excluidos sociales cuya voz no es recogida por los medios. Representa un denodado esfuerzo por no usurpar la palabra ni el protagonismo al oprimido en su lucha y consustanciarse con su mirada, renunciando el cameraman para esto a las imágenes que más lo atraen para enfocar lo que al otro le interesa, recurriendo incluso a la estética del grupo por más que resulte en ciertos casos panfletaria e incluso vecina al kitsch. Las urgencias del drama humano desplazan así a toda complacencia con el paisaje y las palpitaciones laterales de la vida. Este ojo, al autosacrificarse, apunta a una transferencia a los sectores oprimidos de los medios audiovisuales, a fines de que puedan lograr su autopercepción consciente. El cameraman pasa a ser un manifestante con cámara, que no trabaja sobre la lucha de los sectores sociales, sino en la lucha y con sus protagonistas.
Ojo dialógico: No se cede el ojo, sino que se lo pone a dialogar con el otro, en una interacción constante que llevará a construir la realidad de un modo compartido. Aunque no se lo planteara como tal, fue el método adoptado por Flaherty en Nanuk, el esquimal, pues él y Nanuk acordaron lo que iban a filmar y de qué manera, inaugurando así la puesta en escena documental. En su etapa final Rouch desarrolló el concepto de un cine-diálogo permanente, como la perspectiva más interesante del cine antropológico. O sea, no robar ya secretos a los pueblos “primitivos” para alcanzar un conocimiento destinado a los centros del saber, y por lo tanto inútil y hasta peligroso para ellos.
Ojo político: Toma un claro partido pero sin ceder la mirada, lo que lo lleva a menudo a transmitir una visión del otro que difiere de la suya. Así, el indigenismo pictórico andino pintó al indígena con una gran tensión dramática, en la actitud de quien reclama a gritos pan y justicia. Cuando los indígenas empezaron a pintar, prefirieron explorar su rico imaginario y no dar cuenta de sus carencias cotidianas. Este ojo, cuando no se complementa con otros, tiende a sobredimensionar lo político, dramatizando en extremo lo que el oprimido ve de otro manera, apelando incluso al humor como un modo de humanizar su realidad. En su afán de modificar una situación de poder y cambiar un orden social llega a menudo a servirse del objeto de la imagen para fines que éste no se propone, y que han servido incluso para atraer sobre él a las fuerzas represivas. Es que los pueblos de Nuestra América creen más en el recurso filoso de la risa que en los oropeles del sentimiento trágico. Buena parte del cine cubano ha preferido dar cuenta de su realidad mediante este recurso de la risa, centrándose no en las carencias sino en la creatividad que ellas generan con tal de satisfacer una necesidad.
Ojo teórico: Es el que se ajusta estrictamente a un método y procura en todo momento serle fiel. Serían, entre otros, los casos del neo-realismo italiano, del free cinema de Gran Bretaña, del Grupo Dogma de Dinamarca e incluso del cine iraní. Al caracterizar su cinéma-verité, que parte del cine-ojo de Vertov, Jean Rouch señala que en éste la mirada de la cámara es ya una mirada teórica, porque se basa en un método por el cual ella no se esconde, sino que participa plenamente. El film etnográfico deviene así una ficción en la cual los personajes actúan para la cámara, aunque representando su propia realidad y no otra cosa. Un ojo que no teme ya a la subjetividad y que en algunos casos abusa de la interpretación, coartando la libertad del espectador de elaborar la suya. En el montaje posterior el tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado del arte cinematográfico.
Ojo técnico: Sería el caso del cameraman de un cine de autor, que ejecuta una mirada ajena, la del director del film, sin filtrar recursos estéticos propios que la desvíen de su eje, lo que equivale a cancelar casi por completo su propia forma de mirar.
El ojo onírico: Es el que en forma recurrente toma la imagen real como un soporte para trasladarse a otro lugar y otro tiempo, llevado por el recuerdo, o para imaginar escenas placenteras que corrijan o potencien esa situación. No niega el plano de lo real ni le sobreimprime una fuerte subjetividad, aunque lo pone a compartir el escenario con el campo de la memoria y el de las fantasías que dicho plano dispara, como si los tres fueran dimensiones igualmente legítimas. Sería el caso paradigmático de 8 y 1/2 de Fellini.
El ojo asombrado: Es otra forma del extrañamiento, aunque su finalidad no es exagerar lo real y menos aún exotizarlo, sino tan sólo ponerlo en valor, enseñar al hombre a maravillarse de las pequeñas cosas de la vida, que pasan por lo común desapercibidas. Guimaraes Rosa centraba en esto la función fundamental del arte.
Ojo dramático: El que presenta como altamente conflictivos y densos hechos que el grupo social no vivencia como tal, o no a tal extremo. Su método es la exageración y su objetivo conmover con recursos que deforman lo real a fin de elevarlo a la altura de la tragedia. Por dicha razón el free cinema, movimiento cristalizado hacia 1956 y encabezado por Lindsay Anderson, Karel Reisz y Tony Richardson, optó por reducir al mínimo el recurso de la dramatización. Fernando Birri, en su film Los inundados, que figura entre los fundadores del nuevo cine latinoamericano, lleva al extremo el recurso de la desdramatización, para mostrar hasta qué punto pueden diferir las clases sociales en la apreciación de los hechos.
Como complemento del ojo que mira, y ya que el documental antropológico busca dar la palabra a quienes no son escuchados, debemos considerar cómo juega el sonido, o más bien la voz del oprimido, en relación a la imagen. 

Señalamos aquí seis recursos:

1) Voz en off de quien filma, dando una interpretación libre de la imagen, sin basarse en el punto de vista del documentado. Ha sido el recurso más frecuente del cine colonialista.

2) Sonido directo o sincrónico en el que el documentado se expresa sin mediación de un intérprete y en su propio lenguaje, usando expresiones dialectales de la misma lengua. Sería el caso de Terra trema, de Visconti, filmada en 1948, cuando esas jergas no eran admitidas por el cine culto. Se trata de un recurso de solidez ética.

3) Traducción sobrepuesta a las voces de los protagonistas, que se expresan en su propia lengua, como hace Rouch en La caza del león con arco y otros de sus filmes. En gran medida válida, aunque a menudo se interpolan en el discurso traducido consideraciones que son ajenas a él, a fin de legitimarlas mediante este subterfugio.

4) Recreación poética, a modo de traducción libre, que deja la voz original en un play back o la elimina, para que la voz del narrador asuma su lugar, impostando a menudo su tono. Si bien suele ser eficaz como recurso estético, se torna evidente a menudo que se sacrifican los recursos estéticos de la lengua dominada para sustituirla por una poética de formato más occidental.

5) Dejar que los personajes hablen en su propia lengua y traducir con letreros a otras lenguas, como se hace con las películas en lenguas extranjeras. Es el recurso más usado hoy en África y Asia, y la vía más correcta de descolonización de la voz del otro.

6) Grabar la voz del personaje cuando se expresa en la misma lengua que el documentalista, y armar el sonido como un elemento separado de la imagen, como dos planos que se acercan por momentos y en otros se distancian. Es un recurso utilizado, entre otros, por Jorge Prelorán en muchos de sus filmes, y especialmente en Hermógenes Cayo (1969). Tiene la virtud de que no se hace decir al documentado palabras que no pronunció, y para peor con un tono diferente. También de que la grabación de la voz es un proceso más íntimo que el de la imagen, y hasta puede pasar desapercibido por el documentado, quien llega así a menudo a expresar lo más profundo de su ser. La voz toma entonces un gran protagonismo, y la imagen la sigue tratando de enriquecer esa expresión. El sonido sincrónico tornó en muchos casos prescindible este método, pero no le quita su fuerza estética no sólo en el documental, sino también en la ficción, como ocurre en Hiroshima mon amour y Hace un año en Marienbad, de Alain Resnais.




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