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TEXTOS LITERARIOS


Comienzo de la novela LA MAREA DE LA SOMBRA, editada en 2019 por Moglia SRL, Corrientes.

Como bien se sabe, el destino tiene sus propios designios, y conforme a ellos reparte el tiempo que nos toca. Hay así un tiempo para reír y otro para llorar, un tiempo de quietud y otro de partir, de golpear y de revolcarse en el polvo; en suma, un tiempo de vivir y otro de olvidar y de diluirse. Y cuando todo se eclipsa y enmudece, aparece el desierto. No debe extrañarnos entonces contemplar a ese hombre que vino de tan lejos a estampar sus huellas en las dunas que asedian a la evanescente aldea de Janah. Se llama Teodoro Bogado, y aunque todavía es joven, cree haber sido arrojado en esa edad en que las palabras se van quedando tan desnudas y vacías como el esqueleto del camello con el que se toparan un rato antes, ya casi sepultado por la arena. Y sin ellas, razona, todo su pasado, con las intensidades que no se cansa de atribuirle, no sería más que un hacinamiento de imágenes rotas, partidas por el sol y deslavadas por las lluvias. Aun cuando hubiera escrito en su cuaderno de viaje, para acentuar la importancia del presente, que las cosas se mueven de un modo irreversible hacia su final, no podía imaginarse, bajo ningún pretexto, una vida desollada de recuerdos. Sin embargo, no tarda en admitir que a pesar de su  carga de dolor se siente más vivo y libre que nunca, arrojado en aquella aventura que parece armada sobre el legado de Lea, quien, desde la nada que la tragara de golpe, le repite el sabio consejo de que más vale experimentar las cosas hasta donde sea posible que dedicarse por entero a comprenderlas.
Respira hondo, para que la luz ardiente del cielo penetre en sus pulmones y los dilate. Y en este afán de sentir, su mente es invadida por un verano de su infancia, un tiempo y un espacio que, de tan distantes, se asemejan a un sueño arbitrario, no moldeado en la arcilla de los recuerdos verdaderos. Un país de helechos salvajes, de jardines que huelen a magnolias, bajo un cielo que amenaza envolver la tierra con un vaho denso y ocre, que cubre ya el horizonte. Un anciano apoyado en una pared de adobe, junto a una desvencijada puerta de cardón, le advierte con su sabiduría antigua que nadie puede ser mejor que el suelo que lo vio crecer. Más allá de ese muro, el río se remansa en un vado, donde él recoge renacuajos con un balde. El arrullo de un pájaro adormilado sostiene el sopor de la siesta.
Expulsa esta reminiscencia, pues de lo que se trata ahora es de juntar cuerpo y alma en esas dunas, sobre las que baila ya una luz vesperal, resaltando las líneas ondulantes de sus crestas. Imagina que se halla sobre el lomo de un  animal prehistórico que despierta de su letargo y se pone en movimiento, sembrando el terror entre lagartos y serpientes. Pero allí no hay lagartos ni serpientes, o al menos no se cruzó aún con ellos. Como quien sale de un estado hipnótico, se acuerda entonces de Iris, su hija, a la que ha dejado en la aldea en compañía de Mohsen, el obsequioso y refinado dueño del hostal en que se alojan, quien les había propuesto esa excursión, llevándolos en su flamante Land Cruiser. Muestra un afecto especial por Iris, con quien se comporta como un tío solícito, cómplice de sus caprichos. Es que lejos de reprimir las locas ocurrencias de la niña, las acepta sonriente y se suma al juego, aunque tomando las providencias necesarias para que sus diabluras no terminasen en una desgracia. Se trata, desde su perspectiva, de quitarle los miedos a lo desconocido para que pueda crecer, método que hasta ahora dio buenos resultados, como lo revelan las transformaciones que ha tenido en los pocos días que llevan en el desierto. En el mes siguiente ella cumplirá ocho años, aunque parece mayor, a juzgar por su talla, su nivel de comprensión y su sensibilidad. Será sin duda una mujer interesante, al igual que la madre que perdió y aún llora por las noches.
Escucha de pronto su grito y mira hacia abajo, buscándola entre un conjunto de palmeras datileras ahogadas por la arena, cuyas hojas secas se acuestan sobre su lecho amarillo. No tarda en divisarla, mientras trepa una duna muy empinada con pasmosa facilidad, a fin de alcanzar el sitio en que él se encuentra sin tener que dar un largo rodeo. Repara desde arriba en su pelo rubio, desgreñado  a causa de las cabriolas a las que se entrega sin pausa, con una energía inagotable, que excede la escasa carnadura de sus miembros. Se ha convertido en verdad en una bestezuela salvaje y libre, cuya sed de experimentarlo todo supera sin duda a la de Lea, su madre. Y él no le cortará las alas, exagerando los peligros, pues piensa que la buena educación no reside en esto.
Basta tal alusión a Lea para que su ánimo se derrumbe otra vez, suplicante como esas palmeras. Porque Lea no es más que una sombra del silencio, empeñada en retardar su desvanecimiento final. Y él, para huir de esa sombra, o de un mundo brutal contra el que se rebelara, se vino al desierto occidental de Egipto trayendo a Iris. Debió para eso superar la oposición de sus suegros, a quienes les parecía un viaje por demás riesgoso, desaconsejable para una niña de su edad. Aunque les reconocía cierta razón, se salió con la suya. Ahora, ya instalados en esa otra realidad, no considera una locura pasar allí buena parte del verano austral. Por el contrario, tal distanciamiento les permite  a ambos elaborar la ausencia definitiva de un ser al que le fascinaba, como artista plástica que era, pintar justamente las ausencias, para mostrar que lo invisible es superior a toda materialidad que se nos planta delante con arrogancia, como si la realidad residiera en su pobre apariencia y no en lo que se encuentra al otro lado del espejo.
Iris continúa trepando la duna, aunque él teme que en cualquier momento ruede hacia abajo, y se dice que Mohsen no debió permitírselo. Respira aliviado cuando puede asir la mano de su hija y ayudarla a alcanzar la  cima. Caminan entonces juntos sobre ella, dejando las hondas marcas de sus pies. De esa duna pasan a otra aún más elevada y ondulante, cuidándose de no perder las referencias en aquel mar de arena, aunque de extraviarlas, esos mismos rastros les permitirían volver sobre sus pasos, siempre que no los borrase un viento repentino ni los sorprendiese la oscuridad. Poco después se sientan de cara al sol, para contemplar la iridiscencia de su declinación. Una luz ya oblicua y de tintes cobrizos no tarda en imprimir a la escena caracteres dramáticos.
 Distraídos en esta visión, no se percatan de que Mohsen se les acerca hasta que está junto a ellos, con su impecable galabiyya blanca. Viene con la noticia de que los esperan en una de las pocas casas habitadas que restan en esa aldea fantasma, para tomar un té con galletas dulces. Antes de emprender la marcha, les aconseja descender por el camino más directo, sin preocuparse por su pronunciada pendiente, ya que los pies, al hundirse en la arena, impedirían que rodasen, y más si se descalzaban y pisaban de través. Y para demostrarlo, se quita sus bastos zapatos negros y empieza a bajar, sin intentar rodeo alguno. Él lo hace por atrás, con los zapatos puestos, aunque no sin titubeos y procurando no mirar abajo para evitar el vértigo. Al sentirse más seguro, se vuelve para decirle a Iris que lo siguiera a corta distancia y sobre sus rastros, para poder atajarla con su propio cuerpo si se caía. Mas ella, para hacer gala de independencia y probar sus recursos, toma una senda distinta, descendiendo con mayor ligereza que su padre.
Mohsen no tarda en llegar abajo y los observa, expectante. Al promediar el descenso, Teodoro registra con espanto que su hija rueda por la cuesta de la duna. Un hondo estremecimiento recorre su cuerpo, porque cree que se matará. Mohsen trepa velozmente unos metros para recibirla, evitando así que, llevada por su fuerte impulso, rodase por la zona no arenosa y diese contra los maderos de un corral en el que dos burros comen su ración vesperal de barsim, un pasto muy verde que se cultiva como forraje. El impacto lo tumba, pero Iris, lejos de quejarse o angustiarse, lanza un grito eufórico. Todo indica que no ha sido un accidente, sino un acto voluntario, y se lo confirma Mohsen, contándole que la vio acostarse en la duna para rodar, y que lo hizo con precisión, sin el desorden propio de quien pierde el pie. Aunque ella muestra ahora un estado nervioso, y hasta gime mientras se sacude la arena del pelo, duro y sin forma. Cuando intenta reprenderla por haberse arrojado, ella desata el llanto, asegurándole que no lo hizo a propósito. Para calmarla, y tras comprobar que no tiene heridas ni contusiones, extiende sobre sus hombros un brazo conciliador y entran así a la aldea de Janah, siguiendo a Mohsen hacia la casa en que los aguardan.
Son recibidos en una espaciosa habitación sin ventanas y con paredes de adobe enjalbegadas con cal, en la que hay tres camastros. En uno de ellos se halla acostado un anciano de edad avanzada, al que taparon con gruesas frazadas, pues empieza a hacer frío. Sus dedos, delgados y dúctiles, se mueven por las cuentas de un rosario de ébano, como si su cuerpo, que pronto se tragaría la tierra, flotase en un mundo diferente. En otro camastro están sentados su esposa, más joven que él, de ojos negros y brillantes como ágatas y cabellera blanca, y su hijo, un hombre alto, con un rostro de mejillas grandes y planas. La mujer apantalla un brasero de terracota, donde se calienta el agua para el té. Los visitantes se sientan en el tercer camastro, frente a ellos y un afiche encuadrado de un imán al parecer muy venerado en el país, por su bondad y sabiduría. Hay también en la pared un abanico de plumas de pavo real, de buena artesanía aunque ya deslucido por el tiempo. Les sirven un té rojo con unas galletas duras y comienza una conversación de la que Teodoro y su hija nada entienden, aunque se dejan llevar por el sonido de esas voces broncas y por momentos temblorosas, hasta que él, valiéndose del inglés y la mediación de Mohsen, logra saber detalles de la vida de sus anfitriones. La atmósfera le parece de pronto maravillosa, como sin buscarlo hubiera dado con la cara profunda del desierto, representada en este caso por un puñado de personas que resiste en la soledad los nuevos vientos, negándose a abandonar su terruño, cosa que han hecho allí casi todos, a juzgar por la gran cantidad de casas vacías.
En algún momento inadvertido Teodoro se traslada a otra realidad también íntima, aunque más entrañable. Frente al espejo del cuarto de baño, Lea agita sus brazos largos y de muñecas finas, jugando con su pelo como si estuviera ensayando nuevos peinados. Viste un jeans ceñido, de un azul claro, y sus zapatos de plataforma realzan su excitante figura. Se hubiera arrojado sobre ella cual un depredador hambriento si Iris no estuviera tironeándole un brazo, para que continuara leyéndole una edición bellamente ilustrada de Alicia a través del espejo. Fueron entonces a la sala de estar y se sentaron en el sillón tapizado en pana color ciruela en el que solían realizar esos rituales narrativos. Ante la mirada absorta de su hija, quien se identificaba plenamente con Alicia, retomó la historia en el punto en que la dejaran la noche anterior. Se la contaba más a su modo que leyéndola, para dar así al relato un tono coloquial y manipulable. Entonces, dijo, Alicia intentó acariciar al cervatillo que encontrara en ese bosque donde las cosas no tienen nombre, pero este retrocedió unos pasos, desconfiando de sus intenciones, y se quedó mirándola con ojos tiernos. ¿Cómo te llamas?, le preguntó el cervatillo, ya dispuesto a ser su amigo. No me llamo nada por ahora, contestó Alicia, porque al entrar en aquel bosque había perdido el suyo. El cervatillo insistió, pues no le creía eso de que no tuviese un nombre, a pesar de que él mismo había olvidado que era un cervatillo. Se acordó entonces de lo que allí sucedía, y le dijo a Alicia que fueran hasta donde se terminaba el bosque. El cervatillo se dejó abrazar por ella y juntos caminaron hacia allí, pero al entrar en el campo abierto dio de pronto un brinco, escapando de los brazos de Alicia. ¡Soy un cervatillo!, gritó muy contento, pero al ver que Alicia era una criatura humana se le nublaron sus hermosos ojos marrones y salió al instante en estampida, pensando que lo iba a matar, porque eso hacen los humanos con los ciervos. Los ojos de Iris se llenaron también de lágrimas, y lo abrazó como si él fuera ese cervatillo perdido para siempre. Ella iba a cumplir entonces siete años, y ninguno de los dos sabía que Lea, con toda su juventud y su ternura, caminaba hacia su final, porque el destino había dispuesto no dejarla envejecer. Eran todavía una familia feliz, y no un montón de ruinas esparcidas. 
Vuelve a esa realidad, apercibiéndose por haber huido de ella unos instantes. Iris parece aburrirse, pero permanece callada. A pesar de no entender lo que sus anfitriones dicen, salvo las pocas palabras que Mohsen le traduce cada tanto, Teodoro empieza a sentir que algo poderoso los hermana, más allá de las fronteras culturales. Algo así como una ética sin fisuras, o la decisión de morir en su mundo y con él, sin travestirse ni abandonar ese pequeño oasis. Una humanidad que su país había perdido en los últimos años, como lo ponía de manifiesto su historia reciente y lo que le sucediera a Lea. ¿Quién podía entender tal atrocidad? Pero ahí, en aquella aldea extraviada, se sentía pleno, embargado por una extraña dicha, como si él y su hija estuviesen respirando los perfumes del paraíso. Porque no hay que creer que el paraíso es de un puro e intenso verdor, donde el agua abunda. Hay más bien que buscarlo en el ocre de las palmeras calcinadas por el sol, en la claridad amarillenta de esas arenas infinitas. El calor del brasero aminora, y comienza allí a apretar el frío. Al incorporarse, el hombre acaricia con ternura las manos descarnadas de su padre, cuyos dedos dejaron ya de correr las cuentas del rosario.
Piensa al marcharse, mientras observa el titilar de las estrellas, que esas tres personas no tienen nombre para él, ni lo tendrían jamás, y que sus caras, de rasgos tan fuertes, no tardarían en desvanecerse en las brumas del tiempo. ¿Cómo retenerlas? El débil fulgor de la luna creciente apenas sugiere las formas  de las casas y unos pocos árboles, cuyas frondas se balancean lentamente, respondiendo con docilidad a las oscilaciones del aire seco y vibrante del desierto. Escucha, a lo lejos, algo que parece el gemido de un chacal, pero ¿habría allí chacales? Porque en esa tierra del silencio no había nada, ni perros trasijados que se inquietaran ante aquel misterioso llamado, respondiendo con sus ladridos.
Iris se colgó entonces de su brazo, como un ángel tierno y vencido.

De la novela La eternidad

Textos de su Primera Parte, titulada “El fulgor de los mares de coral”.

Otro día de fuego se apagó en un resplandor rosado, y la oscuridad fue descendiendo como un manto de cenizas volcánicas. Pájaros silenciosos se desplazaban entre las tupidas frondas, ganando sus nidos. Maya se erguía desnuda en la penumbra de su cabaña, orando en su lengua materna ante al pequeño altar de sus ancestros, en cuyo centro estaba el tiki tutelar de su familia, una estatuilla de madera de cabeza voluminosa y ojos enormes y expresivos, al que ella atribuía un gran poder. Se lo había legado su padre, antes morir de una extraña fiebre. Parecía interrogarlos sobre su destino. El aroma penetrante de tres varas de sándalo que ardían en otros tantos pebeteros impregnaba el ambiente.
Qué te dicen los espíritus, quiso saber él, con un reprochable toque de ironía que por suerte ella no advirtió, pues su pregunta era sincera y no fruto de un escepticismo del que ya se había despojado al llegar a esa isla.
Que pronto te irás, que volverás a tu país, donde tu gente te espera, y que Maya se quedará sola, muy sola con su alma y su hija Sita, y no faltará quien me desprecie por haber amado a un extranjero. Sé que cuando te vayas no te atreverás a llevarme con los tuyos, y yo tampoco podría dejar esta isla para siempre.
Yo no tengo país, respondió él. Estoy construyendo aquí mi nuevo mundo. A mi gente ni siquiera le escribí una carta desde que llegué. Vendí ya a buen precio siete pinturas en una galería de Papeete, y me piden más. Con eso, y el dinero que traje, tendremos lo necesario. Seremos felices los tres.
Caprichosamente iluminados por un candil, los livianos senos de Maya parecían flotar en la atmósfera de un templo. Cuando se sentó a su lado, él extendió con suavidad una mano sobre ellos, para sentir el latido agitado de su corazón de pájaro. Pensó entonces que bien podía haber sido toda su vida una preparación para ese momento tan especial, y que en tal caso bien valdría la pena detener allí el tiempo, dilatarlo hasta el infinito, encapsulado en la fragancia de su pelo. Pasó luego la lengua por sus párpados, por sus mejillas, y sintió, como otras veces, el sabor a sal marina que no la abandonaba. La penetró después con una lentitud y ternura inusuales en él, como si recién descubriera el acto amoroso en toda su dimensión, y la oyó gemir, aunque el placer venía mezclado con un llanto contenido que no tardó en estallar, como si todo se desmoronara.
Entonces ella saltó del camastro, se puso su camisa, que le llegaba hasta las rodillas, y corrió por las tinieblas hacia la playa. Él se calzó de prisa el pantalón de baño y la siguió, sin lograr alcanzarla. La pálida luz de una luna cuarto creciente le permitió ver cómo la sombra de su cuerpo desaparecía en el océano. 
Se arrojó también a las olas, pues no era la primera vez que ambos nadaban de noche, aunque sin alejarse mucho de la orilla, por el peligro que representaban los tiburones, imposibles de detectar en la oscuridad. No tardó en dar con ella, que braceaba frenéticamente, acercándose ya a la línea de rompiente. La asió entonces de un brazo y la arrastró hacia la playa, no sin intentos de resistencia de su parte, porque su desazón continuaba y seguramente no quería que él se percatase. Al salir del agua la tumbó sobre la arena mojada y veló a su lado, serenándola con sus caricias y un silencio comprensivo.
Te vas a ir, insistió. Te vas a ir sin llevarnos, a Sita y a mí. Hay un espíritu que me protege, y que cuando algo grave está por suceder se me presenta en el patio bajo la forma de una gallina overa. Y esta siesta vino, he visto esa gallina, y el dolor me entró de golpe, me ennegreció el corazón.  
No quiso responderle, prefiriendo dejar que el silencio los curara, porque a él también el sufrimiento de Maya le nublaba los ojos.
De golpe, sin mayores anuncios, llegó el viento, sacudiendo a los cocoteros. Estaban ya en la estación de las lluvias, y esas tormentas repentinas y copiosas, con fuertes ráfagas, eran frecuentes. Se incorporaron y corrieron hacia la cabaña, aunque el aguacero cayó sobre ellos antes de que se pusieran a reparo.
Al llegar, un relámpago iluminó a Sita bajo el techo de palma de la galería, a quien la embestida del viento sobre su frágil vivienda la había despertado. Se hallaba aterrorizada, y balbuceaba entre gemidos frases inconclusas. Maya la abrazó, fundiendo su desamparo al de su hija. También él se sintió estremecido, pues esa lluvia renovaba el asedio de sus pobres fantasmas, siempre empeñados en contagiarle su dolor por tantas vivencias que, lejos de diluirse con el tiempo, se tornaban más candentes y viscerales. Hasta se arrogaban la confianza, durante sus frecuentes insomnios, de respirar en su misma almohada y arrebujarse en las sábanas que lo cubrían, para pedirle con susurros que los resguardara de la harina del olvido, que por favor no los abandonara en la inmensidad de la Tierra.


La vida que llevaba con Flore, aunque no carente de sensualidad y emociones, se le prefiguraba a menudo como una dulce trampa, por lo que sentía ya una imperiosa necesidad de alterar esa rutina y refugiarse otra vez en la soledad, de cuyos abismos estimaba estar a salvo. Alimentaba la idea de establecerse unos tres meses en Papeete, a fin de realizar una exposición de sus pinturas y proyectarse así en el circuito del arte de esa ciudad y la Polinesia francesa, tal como se lo solicitaba la galería que se ocupaba de sus obras. Pero lo que más dominaba su mente en lo inmediato, como un desafío existencial, era el plan de pasar una temporada en un atolón que se encontraba a tres días de navegación, si los vientos y las corrientes resultaban propicios. Sería también una forma de volver a alta mar a bordo del Terral, aunque no haría esto ya como un nuevo tributo a su vieja pasión por la aventura. Se inclinaba últimamente a considerar que, al fin de cuentas, ella era otra máscara de la vanidad, ya sea ante el entorno social o consigo mismo. Sintió que llegaba la hora de extremar su asedio a la belleza de las cosas, hasta alcanzar su esencia y registrar su imagen verdadera con toda la crudeza que fuese menester. Apelaría incluso a su cámara, por eso de que todo desaparece, salvo lo que fue fotografiado. Tal búsqueda tenía que ver con lo sagrado, pero no con forma alguna de mística, y menos aún de religión. Este viaje no sería una fuga hacia arriba, sino otro descenso a la condición humana.
La oportunidad se le presentó al conocer a Akitini, un marquesino que deseaba viajar a ese atolón para probar suerte junto a un primo que se ganaba allí la vida con el nácar y la pesca de conchas perlíferas. Como sabía de navegación a vela, lo secundaría en la maniobra del barco, pues temía no poder gobernarlo en solitario en caso de un temporal. A Flore le disgustó que se marchara de ese modo, y la noche anterior lo cubrió con sus lágrimas, por más que él le jurase que su ausencia no se prolongaría demasiado. No obstante, intuía que aquel viaje bien podría marcar el comienzo del fin de su relación con ella, pero quería dejar que la misma vida decidiera, sin intervención de su voluntad.
La travesía fue agradable. Vientos ligeros empujaron suavemente al Terral hacia su destino, navegando en popa redonda, bajo un sol implacable que caía en un vacío sin sombras, lleno de colores y quietud. Arribaron al atolón en altas horas de la madrugada, por lo que tuvieron que recoger las velas y echar el ancla para esperar el día. Horas después, una leve claridad se levantó en el oriente, la que fue virando hacia un violeta, para estallar de pronto en ascuas de fuego, a las que siguieron resplandores dorados y escarlatas. Aves de gran envergadura cruzaban el cielo a vuelo lento, dándoles la bienvenida con gritos destemplados. Tomó entonces conciencia del turbulento batir de la rompiente, como un preludio de la primera visión intensa de esa isla, que fue la blanca arena coralífera de la playa. La sucedió, al disiparse la niebla matinal, la larga fila de palmeras, cuyos grises penachos se inclinaban en la dirección de los alisios, por más que en ese momento soplara apenas una leve brisa. Pudieron luego observar, ya bajo un sol radiante, los árboles que crecían alrededor de la laguna, así como las ruinas de una pequeña factoría abandonada, junto a la cual persistía un muelle que aún podía usarse para recalar. Algo más allá, se esparcían algunas chozas habitadas y las tumbas de un improvisado cementerio. Se podía ahora apreciar la dimensión del arrecife anular que demarcaba y protegía al atolón de los embates del océano.
El ingreso a la laguna era angosto, pero allí casi no había rompiente, por la ausencia de arrecifes. Las olas penetraban con ímpetu en ese espejo de un esmeralda brillante y claro, diluyéndose en suaves ondas. Akitini le indicó cuál, conforme a las indicaciones de su primo, era el lado más profundo de la boca, y el Terral enfiló hacia allí con escaso velamen y en ceñida, arrastrado por la corriente, hasta aparejarse al muelle con la ayuda del motor.
A partir de ese momento fue como si se abstrajera de la realidad circundante, del orden causal y las ceremonias de la vida, para iniciar un pausado descenso a lo elemental. Dormía en el barco, observando desde la cubierta o por el ojo de buey el recorrido de las estrellas y conversando con sus fantasmas, mientras escuchaba el rumor de las palmeras y las frondas de los mangos mecidos por la brisa como una música encantada, al que se sumaba el lejano estruendo de las olas gigantescas que se lanzaban con renovada furia sobre los arrecifes del atolón en la pleamar, conmoviendo sus cimientos. Durante el día se bañaba en las aguas mansas y transparentes de la laguna, en las que jugueteaban miríadas de peces multicolores. Le gustaba nadar hasta el agotamiento, así como sumergirse con un mínimo equipo de buceo para mirar las pálidas flores de coral que esmaltaban el fondo.
También se sumergía allí, con tan solo un ajado pantalón de baño, un hombre huesudo y pálido, cuya extrema flacura fundaba la sospecha de que se hallaba consumido por la tisis o una extraña enfermedad tropical. Buscaba perlas, las que ya no abundaban, aunque podía hacerse de algunas de poco valor, que intercambiaba por bastimentos con un barco almacén que venía dos veces por mes. Había cruzado unas palabras con él, pero sin trabar mayor amistad, pues en esta aventura interior se había propuesto eludir en lo posible las relaciones sociales. A causa de ello, los escasos habitantes del atolón, incluyendo a Akitini y su primo, lo tenían por excéntrico, sin entender a qué había ido allí. ¿Podía decirles acaso que intentaba salirse del tiempo, y de ser posible abolirlo, para tejer así el capullo de su humilde eternidad sin dioses, donde encerraría las imágenes más turbadoras, capaces de sintetizar toda su vida, imprimiéndoles el esplendor de lo sagrado?
El pescador de perlas tenía una hija, una muchacha bella y huraña, la que a menudo lo acompañaba en su trabajo, aunque más que a bucear en busca de conchas perlíferas se dedicaba a pescar con anzuelos y un arpón los peces y moluscos que conformaban la base de su alimentación. También recorría la isla juntando mangos, cocos y otros frutos sin dueños que allí se daban. Se había cruzado ya con ella en esas sendas, percibiendo en su mirada la actitud atenta del animal joven que se siente observado por un posible predador y se apresta a huir ante la menor amenaza, aunque él se limitaba a saludarla con una inclinación de cabeza y una sonrisa que no tenía más fin que inspirarle confianza. Poco después empezó a verla casi a diario en la costa de sotavento, en la que por ser más despoblada adoptó la actitud de mantenerse siempre lejos de ella, como si perteneciera a una realidad para él inabordable. Aunque distaba de ser un viejo, sentía que su edad se tornaba indefinida, como si los años hubiesen resbalado con pasmosa rapidez sobre su piel ya insensible a los soles del trópico. Esa pobre muchacha, que poco debía saber del vasto mundo, no representaba para él más que la imagen pasajera de una belleza a la que debía fijar de alguna manera antes de que se esfumase, como todo. Y cuando ella tuvo la certeza de que ningún mal cabía esperar de él en aquel paraje solitario, sus desplazamientos fueron más relajados y espontáneos, como si se hallara totalmente sola en esa playa ancha y de una blancura cegadora, aunque a veces con sus gestos parecía invitarlo a acercarse.
Había allí un manglar al que la muchacha iba con su arpón, y del que solía regresar con su morral cargado de cangrejos y pequeños peces. Él la observaba inmóvil desde la costa mientras se desplazaba con el agua hasta la cintura, e incluso hasta los pechos. Su espesa cabellera azabache caía sobre su espalda con un peso muerto, o flotaba dispersa sobre las olas. Durante la bajamar acudía a esa playa a juntar almejas y otros moluscos dejados en ella, o que se aferraban a los peñascos y sedimentos calcáreos. En este último caso, los desprendía con un grueso alambre o un cuchillo y echaba en su morral. A ella parecía interesarle cada vez más este juego de la distancia, que nada tenía que ver con una atracción sexual, pues no se sostenía en el deseo y estaba ya explícito que ninguno debía aproximarse al otro. A menudo él se cobijaba en la sombra de un árbol corpulento que se alzaba junto a un matorral de espinos colmados de flores amarillas, y desde allí, un tanto oculto por la maleza, seguía sus movimientos armoniosos con el teleobjetivo de la cámara, tan solo para encuadrar su imagen en el visor y percibir mejor los detalles, pues no fueron muchas finalmente las fotos que le tomó. Procuraba sobre todo registrar la destreza con que disparaba el arpón y las presas que conseguía con él.
Una de esas veces, justo en el momento en el que había logrado cazar un pez grande, de los cúmulos que habían cubierto el cielo cayó un repentino chubasco, que ocultó el mar con un espeso manto de brumas y embraveció a las olas, acelerando la pleamar. Cuando la figura de la muchacha desapareció en ese torbellino, lo asaltó el temor de que se estuviera ahogando. Su preocupación no tardó en convertirse en una angustia irrefrenable, como si se tratase de su propia hija. Eso duró largos minutos, en los que se afanó en vano en ver a través de la niebla ese paisaje borrascoso, hasta que la lluvia cesó de pronto y se fue restaurando la claridad del día. Se tranquilizó al descubrir que ella había logrado salir a la playa. Estaba erguida sobre la arena como una joven diosa, inconmovible en su terrible pureza, sosteniendo el pez azul claro con la mano derecha y el arpón con la izquierda. Se quedó allí quieta y con una mirada inquisitiva dirigida a él, cual una escultura efímera, mientras a sus espaldas un maravilloso arco iris cruzaba el cielo, señal de que se hallaba cerca de su eternidad. Y debía ser así, pues cuando la muchacha emprendió el regreso a su cabaña con su trofeo, él se acercó a la orilla del mar y permaneció en ella hasta que el sol se precipitó sobre el horizonte como un fuego exhausto, y todo se cargó con esos enigmas que anuncian la hora de los espíritus. Tres alcatraces planearon a ras del agua, hasta naufragar en las sombras escarlatas del horizonte.


De la novela El exilio de Scherezade

                                UNA ALDEA BLANCA EN LA ARENA


El jeque Omar se ata a la frente con cuerdas de oro un velo de rayas multicolores y anuncia que se va al Desierto, que el tiempo de los juegos demenciales ha terminado, que despojará a la realidad de todas las vendas que les ponen los sueños y las fantasías. Proclama también que de tanto nadar en los estanques de la falsa libertad, no comprometida con nada, ha dejado de ser libre, y que ni el mismo Paraíso tiene valor para el hombre que ha perdido esta condición. ¿Y cuál es mi libertad?, si cabe preguntar esto. ¿Existe para mí la senda del Desierto?
Pero puedes irte con la conciencia tranquila; ya no intentaré retenerte. No soy una mangosta hipnotizada por una cobra, ni la cobra que hipnotiza. Que la bondad de Allah caiga sobre vos, por abandonarnos a tu hija y a mí. Él te conducirá por uno de sus caminos, que son infinitos y prodigiosos. Siempre se ha ocupado más de los que se van, buscando cambiar su suerte y librarse de sus cargas, que de los que permanecen en su sitio para sostener la parte del mundo que les ha tocado. Los dioses son así, ordenan a su grey construir fastuosos templos capaces de desafiar a los siglos, pero en lo íntimo prefieren los sobresaltos efímeros de la aventura, y prodigan más su misericordia entre los nómades que no construyen templos para su gloria que entre sus obedientes y sedentarios rebaños.
Me ves como estancada, enredada en los hilos de mis historias, pero no soy la misma de antes. Todo lo que fui contando a lo largo de los años me cambió más de lo que puede cambiarte a vos esa realidad que tanto exaltas, sin ver que las religiones no se tejen con remiendos, sino con las imágenes más deslumbrantes. No camino entonces por la locura, sino por lo sagrado, llevando a Fátima de la mano como a mí me llevó Amira, y un poco también mi madre, que ya es ceniza y no conoció ningún paraíso. Ella vivió simplemente, sin sentir, como vos, que había nacido con un Destino. Yo tampoco tengo un Destino –así, con mayúscula-, y ni siquiera un modesto destino. Seré ceniza, como todos. Una ceniza que por ahora vive de lo maravilloso, inventándolo cada día con los sentidos. Es bastante simple, pero creo que no lo entiendes, tal vez por eso mismo, por ser simple. ¿Te acuerdas de lo que decía Abu-Novas? Lo sencillo no precisa contener sabiduría, porque es producto de ella. Te has pasado al bando de los que aman las líneas rectas, pero la vida no es así, está llena de curvas y arabescos, de retrocesos y caídas que en verdad no son tales, sino el anuncio de algo nuevo.
Hagamos entonces de cuenta que ya no estás aquí, que el jeque Omar partió al Desierto en un mehari tuerto, seguido por mendigos andrajosos y mutilados de guerra, por burros esqueléticos y llenos de mataduras, por loros parlanchines y perros sarnosos, por enjambres de zánganos que no conocerán nunca una reina, por gallos que se quedaron roncos de tanto anunciar un alba que no llegaba y ratones apestados de bubónica. Y para que no tomes esto como el mal augurio de una bruja, te contaré una de esas historias sensuales de las que tanto disfrutábamos juntos cuando aún brillaba nuestra estrella.
El jeque Omar va por las dunas con su mehari y un sable corvo de Samarcanda que corta las cabezas como sandías. Su séquito espectral quedó atrás: sus huesos, descarnados por las hienas y chacales, proclaman, como una última vanidad, que ahí concluyeron sus ardientes y esperanzados días. Pero a nuestro hombre tal mortandad no le arranca una sola lágrima. Va en busca de aventuras gozosas, y semejante corte que lo seguía contra su voluntad no podía augurarle nada bueno. Se preocupa más bien en no perecer de sed, aunque le resta todavía una buena provisión de agua, justamente por no haberla querido compartir con sus menesterosos acompañantes.
Desde una duna divisó entonces una pequeña aldea blanca brillando en la arena, protegida por un largo muro de barro seco enjalbegado también de blanco. Se trataba de un oasis, a juzgar por el frondoso palmeral que lo protegía del sol. Se dirigió hacia allí sin dudarlo.
Creyéndolo un príncipe encantado que llegaba desfalleciente, un grupo de mujeres tímidas como gacelas y vestidas de negro, sin dejar al descubierto más que manos ajadas por el trabajo, se acercó con bandejas en las que el afortunado Omar pudo distinguir, tras las brumas de su delirio, quesos de cabra, aceitunas negras, cuajada con arroz, puré de garbanzos, guisado de berenjena con sabor a canela y nuez moscada, higos y dátiles maduros, dulces afrodisíacos, masas con sabor a rosas, pasteles de leche, miel y almendras.
El jeque Omar se entregó a la placidez del recibimiento, y luego de comer opíparamente quitó la silla a su mehari, le dio una ración de granos y forraje, acomodó sus pertenencias y se tumbó en la sombra a dormir una larga siesta, pues precisaba reponer energías.
Cuando despertó, una enorme luna llena derramaba sobre el desierto raudales de luz azul. Las paredes de las chozas parecían aún más blancas. Sintió con intensidad la magia del ambiente, sus embriagantes perfumes. Encendió su lámpara de bronce, y recién entonces se percató de la muchacha que velaba en la proximidad, arrodillada como una devota sobre una fina alfombra de pelo de cabra almizclada. Acercó la lámpara para observarla mejor. Ella se incorporó lentamente y se quitó el velo de seda para que pudiera apreciar su belleza. Tras dibujar una insinuante sonrisa, y abriendo sus enormes ojos de pupilas brillantes y largas pestañas, peló un higo de gran tamaño y se lo puso en la boca con  amorosa ternura, gesto que bastó para inflamar de súbito los siempre predispuestos atributos de nuestro hombre. La joven le mostró, orgullosa, un anillo muy antiguo con una gran perla de Arabia, diciéndole que se trataba de un poderoso talismán confeccionado por los magos de Bagdad, y lo estaba ya usando para conseguir su amor y retenerlo siempre a su lado.
Nuestro hombre soltó una carcajada, pues nunca había creído en los conjuros con que las mujeres pretenden estirar lo que la naturaleza hizo breve.
¿Ya has conocido varón, o reservaste para mí toda tu miel?, quiso saber con la necedad propia de su sexo.
Aún soy virgen, ningún jinete me cabalgó, aunque hace unos meses estuve a punto de perder esta preciada condición en las garras de un monje nazareno que pasó por aquí, predicando su mentirosa religión. Ocurrió que mientras me hablaba con dulce labia de cosas para él muy sagradas, su zib se alzó de repente como una trompa de elefante, acampanando sus hábitos. Semejante badajo denunciaba de un modo muy elocuente sus verdaderas apetencias, más terrenales que celestiales. Catando la pujanza de su grosera mercancía, sus latidos y forcejeos para librarse de los barrotes del debido recato, brinqué como un antílope y corrí a demandar auxilio. Entonces vinieron mis hermanos y lo molieron a palos, sin lograr con eso que el zib del infiel se encogiera. Y pensar que estos monjes se reúnen después en sus iglesias a cantar como asnos en el altar de su descreimiento, según sus raras costumbres.
El jeque Omar rió, de franco buen humor, y dijo:
Maldita sea la lógica de los santos.
Su lógica, pensó, era más clara, pues vano sería querer ganar a esa bella muchacha de cabellera teñida de alheña y envuelta en un exquisito efluvio de aceites aromáticos para la causa celestial. Su zib, sin tapujos ni resistencias espirituales, pues no iba con él la teología, igualó pronto en magnitud y pujanza al del impío monje nazareno que estuviera a punto de tragarse la ostra de su virginidad.
La muchacha, dispuesta esta vez a ceder la ciudadela al poder extranjero, se descubrió los pechos, redondos y salientes, que brillaron a la luz de la luna y de la lámpara como dos diminutas colinas en un paisaje de sombras.
Entonces nuestro hombre sintió que la mirada aguda de la muchacha, de águila joven, cazaba una imagen en el fondo de su alma. De pronto retrocedió, desilusionada y cubriéndose los turgentes pechos.
¿No dejarás a este peregrino, hermosa joven, explorar tu jardín de rosas en todas las direcciones? En pocos minutos romperé tu puerta del paraíso con mi poderosa herramienta de trabajo, y verás entonces fluir la miel de tus fuentes más secretas. Bien dicen los libros que la mujer es una fruta que sólo exhala su fragancia cuando la frotan.
La muchacha le destinó una caricia de suavidad perversa, que tensó aún más su velamen, y dijo:
No, amor mío. Daría la vida por tenerte siempre como esposo, pero en el fondo de tu alma vi a una joven madre que lloraba tu ausencia al pie de una montaña, reclamándote en vano. La llevas como un tatuaje, y nunca podrás ser de otra mujer. O sea, hablando en términos menos poéticos, el mercader y su mercancía ya tienen su propietaria.
Dicho esto, y sin molestarse en recoger su alfombra, la muchacha desapareció de un ágil salto, hundiéndose en la oscuridad.
Tras debatirse un momento en la duda, nuestro hombre emprendió la persecución, como si su vida, sin penetrar en ese delicado templete, perdiese todo sentido.
La luna sangraba. Las palmeras se mecían levemente en la brisa, procurando sacudirse el polvo que las agobiaba. Del corazón de la noche se levantaban voces, ladridos de perros y chillidos agónicos. Corrió entre camellos que rumiaban ante un montón de hierba cortada y jóvenes esbeltas que bailaban al ritmo de tamboriles y panderos, envueltas en el humo rosicler de las fogatas, sin más obsesión que la de esa muchacha de ojos oceánicos.
Buscándola, se encontró de pronto fuera de la aldea, hundido en una tristeza abismal, como expulsado de todo. El largo muro blanco se parecía a una sentencia de muerte. Desesperado, corrió por la sedosa superficie de una duna hasta quedarse sin aliento, y se derrumbó de bruces sobre la arena, escuchando a lo lejos los roncos graznidos de los cuervos, que no hacían más que ahondar ese espeso silencio.
Scherezade advirtió entonces que se aproximaba el nuevo día y calló discretamente.

De la novela El callejón del silencio

 

El moblaje de los años



Se había acabado el tiempo en que el amor nos molía, estragándonos tanto el cuerpo como el alma, pero Nara seguía allí, como un árbol joven que resiste las tempestades. O era yo quien volvía al viejo escenario de la pasión, el tercer piso de un departamento de la calle Ambrosetti, sin poder desertar aún de los espacios que tanto compartimos, como si la novela que me proponía escribir precisara alimentarse de esas tibias cenizas. A estas alturas, el deseo es un perro lanudo, sucio y viejo, pienso mientras recorto sobre la alfombra color ciruela los pies sensuales de Nara, a los que la primavera liberó de la prisión de las botas. Tendones relajados, dedos largos y rectos, uñas sin pintar. Al ensanchar mi campo visual aparecen otros pies, y no sólo femeninos. Están los pies bastos, filosóficos y enfundados en peripatéticos zapatones de Luciano, y otros más junto a ellos, porque se trata de la tercera sesión formal de la cofradía que yo mismo fundara ese año, para rendir culto no a un santo sospechoso, sino –tal como lo percibía ya- en un necio afán de atragantarme de palabras.
Subo a la escena por las piernas de Luciano, pues ya es hora de empezar la misa y no puedo andar refregando mis sentidos contra el suelo como una babosa, por más que ignore cómo mantendré juntos el alma y el cuerpo en los meses venideros. Sobre la camisa blanca de Luciano, una llamativa corbata de seda italiana. Sin posarse en su cara, mis ojos buscan la puerta corrediza que da al balcón poblado de macetas con helechos y jazmines, a los que protege de los vientos la fronda del añoso jacarandá de la calle. El canto de un zorzal estalla en sus entrañas como una música impertinente, que viola la celosa geometría en la que florecerá, se supone, nuestro lenguaje maquillado. Pero un cielo crepuscular de color cemento desautoriza al pájaro, el que se hunde en la nada como ofendido por las manifestaciones de la barbarie intelectual. Fátima está ahí, encogida en un rincón, pero mi corazón no la busca, aún se halla lejos de palpitar por sus enigmas. Mis ojos caen como halcones en los de Nara, de color castaño. Se enrosca un mechón de su pelo con la punta de los dedos y tensa las piernas. Es ella la inventora del juego que pondremos esta vez en escena, y que consiste no en navegar por esa escritura que imita el habla de un modo casi hiperrealista, inaugurada por Puig, sino en remedar la precisión de la escritura en el lenguaje oral. Como un tahúr que abre el juego, digo:
 Hagan de cuenta que incursionamos por esas sombras impregnadas de humedad y moho donde suele refugiarse el pasado. Se trata de cazar imágenes, siluetas desnudas a las que no les daremos la oportunidad de vestirse y posar elegantemente para sus propios funerales. Recuerden que se grabará lo que digan, y Nara lo volcará luego al papel con algunos retoques, para ver qué resulta de estas confesiones o evocaciones encadenadas. El objetivo, tal como se les anticipó, es contribuir a la permanencia del mundo, devolver a las formas la memoria de sí mismas, como un balance necesario en el fin del milenio.
Piensen en el pobre moblaje del tiempo, desdibujado por el olvido, al que sólo la sensibilidad puede retardar su descenso hacia la nada, agrega Nara asumiendo su papel de sacerdotisa, que para eso es poeta y coordina talleres literarios de la mañana a la noche.
            Ya entendimos, interviene Mónica, moviendo la mano en un ademán de fastidio. Mónica es pintora, rubia, de ojos verdes. Usa vestidos largos, por lo general de la India, y rústicas sandalias de cuero. Cuando la conocí estaba separándome de Carmen, mi aguerrida esposa, y a pesar de la atracción mutua que sentimos rehusó involucrarse en esa contienda armada. Es ella quien trajo a Fátima a la reunión, y según me confesaría después, lo hizo para que la conociera. Se habían sentado juntas, como dos hermanas inseparables y cómplices.
            El arte al servicio de las cosas muertas, ironiza Flavio. Flavio trabaja en un suplemento literario posmoderno, como un periodista de altura que cultiva la impiedad de la ironía. Detesta todo territorio, sospecha de los artificios de la memoria y seguramente viene a ejercitar su cinismo. Lleva en la mano un ejemplar ajado de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq. Es alto, de complexión fuerte y su mordacidad le da el aspecto de un deportista exitoso. Las mujeres aman a los tipos así.
            No sólo de las cosas, rectifica Nara. También climas, paisajes, todas esas postales en sepia que nos imprimió en la mente el siglo que se va. Y más que lo muerto, lo que cada uno de nosotros perdió para siempre, aunque esté muy vivo para otros, en otra parte. El paraíso es más lo perdido que lo muerto.
            Basta entonces de cháchara de gansos, dispara Úrsula, enfundada en el coqueto aire de diva que le permuten su buena estatura, sus ojos azul cobalto y curvas rampantes. Úrsula ama su cuerpo, se rinde a la errática dictadura de la moda y todo en ella es una exaltación de las formas, como en el arte. Buen ámbito para explorar la sensualidad femenina y sus sinuosos despliegues y repliegues con las armas de la razón dialéctica. Nara la defiende, argumentando que su vida no ha sido fácil, que tuvo una infancia desdichada. Luciano observa con resignación sus piernas largas, descubiertas, incitantes. Hasta Platón la hubiera llevado a la caverna de sus metáforas para desnudarla con la ayuda de la mayéutica. Hasta Platón, pero no yo: para faltar con ella al sexto mandamiento tendría que pasar antes sobre el flaco cadáver de Nara. Flavio la mira de soslayo, un tanto despectivo, desde su pedante atalaya.  
Es de noche y el viento barre las calles desiertas y estremecedoras de una ciudad, dice Marina, iniciando la ronda con recargado dramatismo. Sus despiadadas ráfagas hacen crujir las ramas desnudas de los árboles y golpean furiosamente los grandes carteles publicitarios, como si quisieran arrancar de cuajo estos monumentos al consumo. Entre los papeles, hojas muertas, bolsas de plástico y toda suerte de desperdicios que arrastra, hay cartas que dan cuenta de viejos sentimientos ya olvidados y mensajes pretenciosos que forman parte de la escoria del tiempo. Sólo una niña, en la que apenas me reconozco, camina por ese paisaje final, temblando de miedo y de frío. 
            Me faltó presentar a Marina, por esos caprichos de la mirada, que no se posa en todo lo que tiene delante. Es actriz y dirige talleres de teatro. Se trata de una mujer dulce, sin maldades ni envidias en el alma, pero con predilección por los lenguajes densos y torturados, con los que parece explorar la contracara de su personalidad. Y no carece de belleza, en su formato modesto. Se recoge el pelo y lo fija con una gran traba de carey, como si éste le molestara o no supiera qué hacer con sus manos, que no están modeladas para apretar las furias del día, sino las ternuras de la noche.
            Recuerdo golondrinas en vuelos rasantes sobre la superficie de un río de las sierras, atrapando insectos, dice Nara con un tono que estremece mis fibras sensibles. Recuerdo luciérnagas en un cielo estrellado. Recuerdo, en ese mismo lugar, la salmodia de una lluvia mansa, que corre por tejados antiguos y se descuelga en torrente por canaletas de hojalata. Hay una pequeña estación de ferrocarril, una figura encapotada que se desvanece entre los rieles. Estalla un trueno, un rayo traza su línea de fuego en la oscuridad diurna y el cielo se derrumba por completo, en una avalancha plomiza. Lloro, apretando contra mi pecho un cervatillo de peluche. Acaso llamo a mi madre, para que me rescate del caos. Pero la luz siempre regresa, restaura los colores y las formas. De pronto, la niebla que se arrastra por las callejuelas me deja ver el campanario de la iglesia, que se alza como un objeto maravilloso raído por el tiempo. Las hojas nuevas de los árboles resplandecen como iluminadas por dentro. Sube un olor a menta y madreselvas.
            Y como es su turno, Flavio carraspea para aclararse la garganta y dice:    
Bajo los cielos demenciales que envuelven a quienes dejaron atrás la niñez se me ofreció la inocencia y la mancillé. ¿Acaso el fin de toda inocencia no es ser mancillada? En el pecho de esa muchacha tan joven y fugaz ardía un radiante silencio. Le arranqué la ropa y le hice el amor con furia en el altar de un médano, como si quisiera partirla en dos. El mar era un abismo brillante y vacío, de ondulada luminosidad y trágicamente brutal. Comprendí entonces que cualquier mar es el Mar, y que son los desafueros de la locura los que mueven de verdad el mundo.
Le paso la posta a Úrsula, quien, juntando las manos en un gesto de sinceridad, dice:
Varias veces me pregunté de dónde me viene el interés por la ropa, que terminó llevándome al diseño de indumentaria, oficio que muchos consideran algo frívolo. Crecí en Flores en la calle Terrada, entre muebles antiguos y pesadas cortinas de pana que no dejaban pasar la luz. Vivía con mamá en la casa de mi abuela, porque mi padre nos había abandonado y mandaba poco dinero. El olor a habitaciones cerradas y carne marchita persistía por más que abriéramos las ventanas. Recuerdo un gran aparador de caoba lleno de copas de cristal, que se fueron luego rompiendo en las celebraciones familiares, sin posibilidad alguna de reposición. Como mi abuela tampoco podía renovar su vestuario, porque su magra pensión no se lo permitía, arreglaba continuamente su ropa de cuando era joven, al menos para que no pareciera robada de un museo. Prendas de telas nobles que ya olían a naftalina, moho y polvo, y que al final se impregnaron con el orín del gato que mi abuela trajo a casa antes de morir, al que le gustaba retozar en su cubrecama desteñido. Colecciones de zapatos, de sombreros con plumas cuidadosamente guardados en cajas, como si esperasen que los avatares de la moda los pusieran de nuevo en circulación. Añorando tiempos mejores, cada vez que salía de visita mi abuela se colocaba su gargantilla de perlas y cubría de anillos sus dedos manchados. Tanto pasado me impedía respirar, haciéndome desear lo nuevo, lo que no tuviera historia, los fugaces destellos de las modas, que odian permanecer. Hoy sigo mirando con mejores ojos los nuevos tiempos que las inservibles edades muertas, poniendo en ellos toda mi libido. Me regocija por eso el privilegio que tendré, y tendremos todos nosotros, de dar vuelta la hoja del milenio, de este segundo milenio de la Encarnación del Señor, que agoniza.
            Es el turno de Luciano.
            En la pradera de mis recuerdos, dice, hay mujeres trajinadas por los años, que vegetan a la espera de su triste final, pero también otras radiantes, de pechos enhiestos, como guerreras que aguardan al enemigo. Mujeres que mancillan nuestros sueños con sus desprecios, frías e inalcanzables. Mujeres dulces e indolentes en la hora de la siesta, su piel desnuda teñida por franjas de luz anaranjada que cruzan las persianas. En el jardín vecino, pitas de flores muy altas, como delirantes sexos despertados por los efluvios que impregnan el aire de la noche, perforado por los grillos del verano. Con ojos de besugo aristotélico, miro respirar a esas diosas en absoluto silencio y con la unción de un devoto de la Virgen de los Desamparados. Soy como una máquina célibe, cuyo atractivo consiste en carecer de función, o en poseer funciones absurdas, de otra época. Máquinas que parecen un elogio del derroche, un culto a lo inútil. Arquitecturas consagradas al despilfarro. ¿No quedará reducido a eso un amante de la filosofía en el tercer milenio? Y puesto a recordar, veo lechuzas que llaman a los muertos desde la tapia de un cementerio olvidado, donde por esos azares del destino yace mi padre entre flores secas, preguntándose cuándo vendrá alguien a visitarlo. Veo también un pueblo por el que ya no pasa el tren, del que todos quieren irse. Un aljibe rodeado de maleza donde los sapos croan victoriosos, y su música destemplada retumba como un rezo en la bóveda de una catacumba.
            Me toca ahora a mí. Respiro profundamente, y tras un breve silencio, digo:
            Más que rastrear en mi pasado, prefiero juntar las hilachas de la infancia de mi padre, que él ya no evoca en su cansancio existencial. Valles chamuscados por los soles del verano, donde vientos de arena sacuden los jumes del salitral y los sauces del río. Mujeres oscuras y silenciosas, que de vez en cuando ríen con el tono cristalino de la inocencia. Soledad de los montes de algarrobos, transitados por burros que llevan costales de sus frutos balanceados sobre los ijares. Zarzos donde se secan quesos de cabra. Cocinas tiznadas de hollín, de cuyas paredes cuelgan ollas, sartenes y atizadores, donde el tiempo se acurruca como un conejo con frío y el humo de la leña envuelve a figuras irreales e inmóviles, que ni siquiera tosen. Las casas de los que se fueron, con puertas de cuero seco amarradas con lazos al marco burdo, donde las avispas hacen sus panales. De la montaña, por la tarde, bajan los cantos abruptos, o tan sólo el eco melancólico de un tamboril. Al caer la noche, los perros aúllan, amedrentados por las sombras que no se quedan quietas.
            Los ojos inquisidores se clavan a continuación en Mónica.
Es tu turno Sita, hija de la Tierra consagrada a Rama, avatar de Vishnu, la conmino, señalándola como a una pecadora.
            Dicen que el agua pasada no mueve molino, pero dicen mal. ¿Qué seremos todos nosotros al entrar en el nuevo milenio, sino un montón de pasado con huesos y una piel que aún se puede acariciar? Me gusta pintar patios antiguos sumidos en el olvido, con plantas que crecen en las grietas de muros desconchados por la humedad y los años. Una muñeca rota sobre el mosaico. Un caballito de balancín. Una espada de madera. Una mecedora de esterilla rasgada, donde parecen aún sentarse fantasmas melancólicos, ectoplasmas incompletos que jamás podrán recuperar su ser. Un gato receloso, acechando acaso a un ratón que aparecerá un minuto después. No se ven duendes en ellos, pero sin duda están ahí, escondidos, por temor a las miradas indiscretas de los nuevos sacerdotes. Ignorado por el sol, el patio irradia su propia luz, de un modo caprichoso y espectral. Luz interior que nos hace sentir la ausencia de los que ya no están. Niños que jugaron en él y ahora son hombres y mujeres que se marcharon lejos, ancianos que se desvanecieron sin alterar la paz de la tarde. La belleza, allí, no reside en la nostalgia, sino en lo irrecuperable. Mis patios nada tienen de temibles, pero no invitan a pasearse por ellos: eso sería como profanar lo sagrado, abolir el vacío que es la clave de su misterio. ¿No será la memoria el reflujo de la luz? Me pregunto ahora cómo arrastrar esta agobiante y desmañada eternidad a las alfombras sintéticas del tercer milenio. Me parece que yo me quedaré aquí, en este recodo del tiempo. Y Fátima también quiere quedarse conmigo, porque en estos espacios reservados no hay puertas que permitan salir honestamente, con la frente alta. ¿No será la esperanza una forma de traición? El sentido de eso que llamamos arte no es otro que el de demorar el fin de las cosas.
            Pongo entonces en Fátima todos mis sentidos, y registro recién que lleva un humilde sombrero marrón. Su cara ovalada y dulce acentúa su presencia irreal, como si fuese una muñeca levantada furtivamente de los patios oníricos de Mónica. Sus ojos de un color indefinido, donde brillan esas lágrimas que son hijas claras de la verdad, parecen suplicar algo. Se muerde el labio inferior, trémula.     
            Bueno, paloma, si quieres entrar en la Cofradía debes hablar ante el tribunal de los halcones, dice Flavio, con un atisbo de crueldad.
            Fátima nos mira a todos con la mansedumbre de quien ha aceptado marchar al sacrificio, y dice, tan sólo:
            La vida es más importante que el arte y las palabras.
            Abre entonces un ajado álbum que aprieta contra el pecho como una reliquia, y muestra a todos la foto de una niña parada ante un cerco de ligustros, de ojos grandes y vivaces, con trenzas que le caen sobre el pecho.
            ¿Sos vos?, pregunta Nara.
            Ella niega con la cabeza, y a punto ya de soltar el llanto, revela:
            No, es mi hija, cuando tenía siete años. Se llamaba Yasmine. Un mes después se ahogó en un río.
            Se cubre la cara para apañar el dolor del recuerdo. Es ya de noche y el viento del sur brama contra las estructuras de cemento, sometiendo a las plantas del balcón a un baile convulso y ridículo, que el jacarandá de la calle imita con la moderación de los ancianos venerables.
Desde ese mismo momento la novela empezó a calentarme la imaginación como una mujer exótica y desnuda tumbada en una playa tropical, con el mandato de que esta vez debía escribirla con el cuerpo entero.


De la novela La vida no basta

Para conjurar el sopor de la siesta y el insistente zumbido de los recuerdos, pronunció la palabra mariposa y de un álamo brotó un surco de luz azulada que se derramó sobre la desnudez de un cerro próximo: la vida provee siempre lo necesario. Dijo después escarabajo pelotero, y vio un diminuto rinoceronte negro que se debatía entre los excrementos frescos de un asno que pastaba unos metros más allá, entre las totoras y cortaderas de una vertiente. Le destinó una mirada atenta, mayor de la que se merece un insecto de tan feas costumbres alimenticias, pues su oficio, si alguno tenía, era registrar las cosas y los seres en los que nadie se detiene. Horas antes, por ejemplo, se había maravillado ante una vaca mansa que lamía el rocío de la mañana, y también ante un enjambre de hormigas voladoras sometido a los caprichos de una brisa que olía a resina. Levantó luego la vista para observar al burro. Le pareció tan tierno y estropeado por excesivas faenas, que no resistió la tentación de fotografiarlo con su Leica de 35 mm, de tipo profesional, destacando el agobio de sus años y sus mataduras. El animal rebuznó, contento de que honrara así su triste estampa.
Cabe preguntarse ahora quién es esta mujer errante, de formas austeras aunque nada desdeñables. Por lo pronto, un fragmento de humanidad algo inasible, a causa de las continuas mutaciones que afectan tanto a su alma como a su figura. Conminado a describirla, como se habitúa en todo comienzo, podría decir que es ligeramente morena, de piel tersa y rostro afilado. Sus ojos parecen de un verde claro, aunque tal vez se trate tan sólo de un engañoso reflejo. Sus labios sostienen una expresión lánguida y por momentos amarga, propia de quien vive para adentro, enredado en sus propios enigmas, por más que ella no fuese de las que se empeñan en irradiar su yo. Viste una larga falda violeta y una blusa blanca ceñida, que deja ver un pequeño tatuaje en su hombro izquierdo. Una ráfaga de aire revuelve de pronto su pelo endurecido por la tierra, lo que le da un aspecto de gitana, aunque no pertenece por cierto a dicha tribu. Lleva lentes ahumados sobre su cabeza, a modo de vincha, y un largo aro de filigrana de plata con una turquesa cuelga del lóbulo de su oreja derecha.
Aunque a riesgo de pecar de indiscreto, se puede agregar que en este momento atraviesa su conciencia un tropel de imágenes, tanto antiguas como recientes, sin que atine a darles el debido orden temporal ni a establecer siquiera quién las percibió o soñó, si ella misma o uno de los personajes que le tocó encarnar, ficciones que devinieron más reales que la misma realidad. Su nombre es Fátima, pero también suele llamarse Vera, cuando bajo esta piel vive otras peripecias. Resulta de especial importancia destacar que tiene una hija, a la que bautizó en la iglesia maronita como Yasmine, en homenaje a su madre. Se separó de ella hace cuarenta y seis días y la extraña enormemente, taladrada por el remordimiento de haberla abandonado. También abandonó a su marido, aunque esto sin culpa alguna, por sucesos que luego se conocerán. Las mujeres, decía él una tarde lluviosa y lejana, mientras cabalgaban por la falda de una montaña, suelen despreciar a los esclavos de su belleza, y hasta pueden verlos agonizar sin tenderles una mano. Pero yo no tengo alma de esclavo ni la tendré nunca, por mucho que me guste respirar tu perfume y me diviertan tus fantasías. Su única respuesta fue emprender un súbito galope, como si este caprichoso gesto de libertad bastase para doblegar su orgullo.
Aunque no siempre sus fugas se revestían con un tono desafiante. En más de una ocasión se vio reducida a un puñado de ropa harapienta contra la pared, a una hembra humillada, sucia de un esperma anónimo, a la que le llegaban como en sordina los cantos reiterativos del Carnaval indígena, entre el eco pausado de las cajas y los bombos. O a una sombra extraviada en un callejón por el que se arrastraba la niebla invernal, y donde un gato gris perseguía a una rata. Minutos después supo, por los estremecedores chillidos del roedor, que le había dado caza. Cuando se restauró el silencio, lo vio emerger de la bruma con ese repulsivo cadáver en la boca, haciendo gala de sus habilidades cinegéticas, y lo dejó a sus pies como una ofrenda. 
Aunque más que los basurales de la noche la atraían los jardines, tanto públicos como privados, y a fuerza de frecuentarlos terminó lacerada por las espinas del deseo. Para evitar sus punciones, apeló al subterfugio de desdoblarse en personajes capaces tanto de neutralizarlo con su mística como de satisfacerlo de un modo salvaje.
Omitimos decir que esta mujer de la que hablamos caminaba por la cuneta de una ruta pavimentada que se extendía en línea recta hacia el sur. Su paso era erguido y de una elegancia natural, por más que acusase los efectos de la fatiga. Los vehículos rugían a su espalda con frecuencia, sin que les prestara atención, absorta en los sinuosos recorridos de su mente, en memorias acaso falsas pero no carentes por eso de realidad, a las que era preciso fijar de una vez con palabras para que no se dispersaran, o para poder recuperarlas cuando fuera preciso. Pululaban además por su cuerpo algunos muertos rebeldes, obstinados en comportarse como personas vivas. Fantasmas que le arrancaban lágrimas, pues se iban quedando sin nadie en una época en que los payasos y los mercaderes tomaban el lugar de los héroes morales.
Cien metros adelante iba una familia campesina, a la que el día anterior viera cosechar habas, en una huerta que recuerda especialmente por su verdor. Se componía de un matrimonio de mediana edad, dos niñas y un niño. El hombre llevaba una pala, la mujer una azada y sus hijos grandes canastos. Bajo ese sol estival que castigaba sin tregua, eran la imagen de una raza sufriente, o algo así como viajeros del tiempo, sin duda más consistentes que ella, desde que nada patentiza tanto la existencia como la copiosa transpiración de un cuerpo inclinado sobre un surco. Cediendo a un impulso, desenfundó otra vez la cámara y los enfocó con el teleobjetivo. Pero esa foto, se amonestó, no era ética, pues convertía a un grupo humano en vagas siluetas sin rostro integradas al paisaje. Desistió de tomarla, dejando la cámara colgada de su cuello.
Escuchó entonces nuevamente el rugido de un motor, pero esta vez un afortunado presentimiento le hizo girar la cabeza, y vio una camioneta que venía a alta velocidad mordiendo la banquina. Como accionada por un resorte, saltó a un costado antes de que ella se saliese de la ruta y avanzara en dirección a esa familia campesina, la que por no advertir el peligro fue embestida de pleno. El vehículo volcó algunos metros más allá, tras dejar cuatro cuerpos tendidos en el suelo. Sólo el hombre permanecía de pie, milagrosamente salvado del desastre, y aún atónito blandía la pala, imprecando al destino por su increíble desdicha, el haber perdido en escasos segundos a sus seres más queridos.
La mujer –por la radio sabría después que se llamaba Inocencia Romero– yacía de costado junto a su azada, con sus cabellos espesos y rizados en perfecto orden y las piernas algo encogidas, como si dormitara, haciendo un alto en la jornada. Su hijo estaba de cara al cielo y con los brazos abiertos, cual testimonio de una crucifixión absurda. Reparó en su pantalón corto y sucio, en sus alpargatas raídas. Los alimentos de su cesta, entre los que se destacaba un pan casero de gran tamaño, se habían dispersado por los alrededores. Ante su sorpresa, la niña mayor, casi una adolescente a la que ya le despuntaban los pechos, alcanzó a incorporarse,  con el pelo desgreñado y la mirada vacía de quien se está yendo del mundo de los vivos. Sus dientes blanquísimos brillaron un breve momento, antes de desplomarse otra vez. Su expresión final era humilde, apacible, de aceptación de aquel decreto del azar.
Totalmente turbada por el impacto emocional que le provocaba semejante escenario y el cuerpo cubierto por un sudor gélido, cayó de rodillas junto a la niña menor, de unos nueve años, delgada, larguirucha y con cara de pájaro. Parecía observarla con sus ojos abiertos y esa estremecedora limpidez de los débiles, sin que le preocupara el hilo de sangre que brotaba de la comisura de sus labios. Mientras ella balbuceaba una oración imprecisa, reprochándose por carecer de esa fe cristalina de los pobres, escuchó el estridente alarido que lanzó el hombre, en su impotencia de admitir que estaba ante cuatro cadáveres.
 Se acercó entonces, ileso del vuelco y en una crisis nerviosa, el conductor de la camioneta, explicando que había tenido un desvanecimiento a causa de su hipoglucemia. Era alto, enjuto y ya entrado en años, como lo revelaba su pelo completamente blanco. Si bien venía con la actitud de quien asume sin reservas la responsabilidad de su acto, al catar la ira que enrojecía los ojos del hombre y la gran tensión de sus músculos, echó a correr entre clamores de perdón. Aún paralizado por el cuadro desolador que se abría a sus sentidos, el campesino no intentó seguirlo.
Nuestra Fátima guardó la cámara en su mochila, pues su sola exhibición le parecía una falta de respeto, y lloró amargamente por esos nuevos fantasmas que vendrían a sumarse a sus sueños más tristes, como sombras desnudas que vagan por el silencio rumoroso del mundo. Porque ¿quién más podía hacerse cargo de ellas? Los poderosos, de más está decirlo, no se ocupan de estas pequeñas flores del campo.
Un perro flaco y sarnoso, de color ceniza, apareció de repente, sin que supiera de dónde, y acercó su hocico a la cara de la mujer muerta, sobre la que ya revoloteaba una mosca azul. Las palabras se deshicieron entonces como libélulas a las que se les incendian las alas al volar sobre un bosque en llamas. Toda palabra, le había dicho Marcos, su marido, tiene una carga de vanidad, y ni siquiera las más sabias y necesarias se salvan de ella, porque la tierra siempre vuelve a la tierra.

De la novela Portal del paraíso

DE CÓMO EL ABUELO DAMIÁN PERDIÓ SU OREJA IZQUIERDA
Y ENCONTRÓ LA ETERNIDAD

Con sus mejillas flacas y hundidas, sus labios secos y los ojos empozados volvía a ser una pobre imagen del tiempo. La eternidad quedaba atrás como un vago recuerdo, como un sueño extrañamente vivificado ahora por la fragancia de las pasionarias. Se acarició su barba blanca, arrugó el entrecejo en un gesto inquisidor o acaso de irónica suficiencia, y se hamacó en la mecedora de bejuco, desvencijado icono del Señor de la Memoria. Desde la galería registraba los caprichos vesperales de la luz sobre los naranjos de la quinta. El desasosiego de los pájaros no contaba de por sí, como las demás sensaciones; sólo servían al parecer para excitar a sus demonios y sumirlo en dolorosos balances que le dejaban siempre un amargo sabor a despedida. Los dos perros policías a sus pies, fieles y pacientes, simulando dormir para no entorpecer su meditación. Matías velaba sin duda junto a la puerta pintada al albayalde, esperando el momento de entrarlo al comedor, pues hasta para recorrer esos pocos metros precisaba de él. Delfidia apareció entre los paltos con un ronzal en la mano; debía ir en busca de su mula rucia. La vio perderse entre los árboles, con su espalda corva y su paso disparejo. Se preguntó por qué aquella mujer se preocupaba tanto de él, asumiendo su desgracia casi como propia. Había sido la primera en tomar en serio las tempranas manifestaciones de esa enfermedad que lo paralizaba progresivamente, recetándole bálsamo de copaiba, zumo de albahaca disuelto en vino y hasta baños calientes en cocimientos de corteza de algarrobo y hojas de durazno. En un comienzo se había sometido a tales curaciones como un niño obediente a los sabios dictados de los mayores, y quizás le trajeron algún alivio, pero llegó así a sentirse ridículo, humillado, y abandonó de pronto el juego. Ella lo tomó como una desconfianza a sus artes, y herida en el amor propio se cuidó en el futuro de todo consejo o indicación, aunque sufría comprobando el avance implacable del mal, a juzgar por los gestos que traicionaban su impostada indiferencia. La brisa de la tarde lo trajo de regreso a su miseria, a la vergüenza que lo hacía huir de los espejos. En verdad, empezó a esquivarlos desde que le arrancaron la oreja, como si no quisiera convencerse de su mutilación. Se dejó crecer entonces la barba para no tener que rasurarse con la navaja, ceremonia que lo obligaba a enfrentar su deplorable imagen. Apenas había pasado los sesenta y sentía ya la vida como un peso inmenso. Algo muy sucio iba desquiciando sus mitos, esa eternidad que una vez conquistó sobre el cañaveral. Los gastos médicos lo habían forzado a realizar nuevas ventas de tierras, las que habían reducido a menos de cien hectáreas su decadente reino. Quizás ahora, con la ayuda de sus hijos, no fuese menester liquidar el resto. Desde que un cáncer al pecho se llevara a Águeda, su mujer, se había recluido en Santa Lucía, entre los altos y macizos muebles, aceptando vivir del pretérito. De esto hacía ya diez años. Y por qué, se preguntaba, si no la había querido tanto, hasta el punto de que nunca le importó engañarla con cualquier mujer que se le cruzase en el camino. Pero la cuestión era que estaba enterrado allí, en la falda del cerro, entre las obsesivas floraciones del trópico, con sus perros y la sombra silenciosa de la india Delfidia, que se ocupaba de la limpieza y la comida, sin que fuera preciso impartirle órdenes. También Matías, que debía descuidar la finca para socorrerlo en su invalidez. Por momentos se sentía un repugnante despojo, un carcamán entretenido en el crujido real o imaginario de la carcoma de los maderámenes, o con los ratones que se paseaban por los pisos en putrefacción de la casa, omitiendo su presencia como si fuera un inanimado trasto. Se veía arrumbado en un rincón húmedo, a veces con un piyama orinado, el periódico en sus manos trémulas y los anteojos de escaso aumento oprimiéndole el puente de la nariz, tratando de interesarse en la marcha del mundo. Se veía en los inviernos postrado por la gripe en su cama de altas columnas torneadas, entre las flemas y la tos que le destrozaba los pulmones, y el olor de las exhalaciones de heliotropo, de las franelas empapadas en hediondos ungüentos. Sus otrora frecuentes ramalazos de mal carácter se habían espaciado hasta desaparecer. Era ya la mansedumbre del fin, como una rutina ineluctable y precisa. La mazamorra o cuajada a las once de la mañana, la tarde reinventada desde la mecedora, el caldo de menudencias de la noche, y luego sueños que raramente rememoraba al despertar, y las espaciadas visitas de sus hijos. Acaso su mayor placer fuese contemplar a sus nietos mientras corrían por la quinta en sus primeros descubrimientos. Debía limitarse a eso, o a iniciar conversaciones elementales que aburrían a Dolores y apenas encontraban un mínimo eco en Esteban. No demoraban en irse de su lado, incómodos ante su impotencia. Quizás estuviese pagando así sus pecados, lo que había hecho sufrir a Águeda con la dureza de su trato, con su constante infidelidad y todo un montaje dirigido a establecer distancias, para que no se inmiscuyera en sus asuntos ni espiara sus secretos y palpitaciones. Más supo de ellos Delfidia, a quien no ocultaba sus pasiones y aventuras, como si su inmerecida fama de curandera la habilitara para recibir confesiones de tal naturaleza. Pero aunque nada le contara, bastaba tener ojos para ver. Así, ella y Matías fueron testigos discretos de todo cuanto ocurrió aquel cálido otoño en que envió a Águeda y sus hijos a la ciudad para alojar en la casa a una aguerrida viuda de vestidos descotados y chales de cachemira sobre los hombros desnudos que había conocido en Córdoba, y que decidió traer siquiera por un mes, sin importarle un ápice la condena social, y acaso tampoco el llanto de Águeda, que resignadamente esperó que él pusiera fin a tal escándalo, sin repudiarlo como le aconsejaba su madre. Pero esa mujer de excitantes carnes fue enamorándose de él, y se mostraba renuente a hablar de su regreso. Pronto empezó a mandar a Matías y Delfidia, a mudar las cosas de lugar y a quitar las que llevaban la marca de Águeda, reemplazándolas con otras que lo indujo a comprar. Mas no le molestó entonces tal allanamiento de un espacio que suponía sagrado, por lo que habría luego de conjeturar que debió llegar a amarla. Carecía de sentido moral, sobre todo en lo referente al sexo, y la compasión fue el único sentimiento que alcanzó a inspirarle Águeda, siempre presente en las desesperadas esquelas que le enviaba por correo. En verdad, nunca le había irritado que lo llamaran libertino. Y hasta lo halagaba este epíteto cuando provenía de los mojigatos y los hipócritas. Mas un buen día se despertó convencido de que se engañaba a conciencia, y de que era hora de poner término a esa pasión rutilante, lo que hizo no sin lágrimas de su parte, y tras reiteradas reyertas y escenas. Pero hubo también épocas felices en su matrimonio, o que se parecieron al menos a la felicidad. Especialmente el primer año, cuando se sentaba a la oración ante el piano a ejecutar canciones de antes, extrañado de su relativo dominio de un arte adquirido por azar, de tanto presenciar las lecciones que recibía su hermana Clara. Ella al final no aprendió, pues nunca puso una1 real dedicación, pero él salió de repente tocando. Había dejado de practicar en la adolescencia para evitarse la sorna de sus amigos, que hallaban en esto un pasatiempo mujeril. Y fue en esas tardes ociosas cuando volvió sobre el teclado, en fallidas improvisaciones que se proponían enriquecer un clima erótico, de vaga melancolía. Se veía tocando en posición rígida, los ojos vagamente acuosos, el chaleco beige flamante y el reloj de oro con sus iniciales que abría a menudo, expresando así su inquietud. Era también la época en que se interesó por los pájaros, atrapándolos en pequeñas trampas que diseminaba en el monte y mandándolos luego a embalsamar. De este modo llenó una pieza con su triste colección de vida falsificada. Pero fue paulatinamente sintiendo la morbosidad del quehacer, desde que no había por atrás una verdadera razón científica. Lo terminó de comprender una siesta en que ejecutaba con delicadeza, para no dañar su plumaje, a una hermosa reina mora capturada en el cerro. Esa avecilla inmóvil en su mano, aún tibia y con una aguja clavada en el corazón, marcó el final. Fue la única que retuvo, embalsamada, hasta que la humedad y las polillas dieron cuenta de ella. Donó el resto de la colección a la escuela de Acheral, en un acto revestido de solemnidad. Recuerda un escenario orlado de cadenas de papel de estraza y los desarrapados alumnos en formación, algunos descalzos pese al frío de esa mañana de agosto, cantando el Himno Nacional. Su breve y contradictorio discurso sobre el amor que se debe a la naturaleza, y luego el regreso en break por el paisaje soleado, los peladores volteando el cañaveral, sufridos cuerpos en el verde, y el amarillo de la malhoja seca, y las palomas silvestres que siempre soltaban adelante su alborotado vuelo. Aquellos viajes ceremoniosos a Acheral con toda la familia habían sido muy frecuentes en los primeros años de su matrimonio. Raúl y Eusebio parecían aprovechar tales circunstancias para redoblar sus peleas, sin que fueran obstáculos las amenazas y castigos. Luego compraron la casa de la calle Alsina y empezó a estar solo la mayor parte del año en Santa Lucía, y a perseguir como enloquecido fauno a las campesinas. Pero ni siquiera los frutos del libertinaje pudieron redimirlo del aburrimiento que lo ganaba a pasos agigantados; por lo contrario, contribuyeron a profundizarlo. Se veía girando en iguales itinerarios, círculos densos como telarañas de un sótano que lo arrastraban de algún modo hacia la muerte, al demostrarle la futilidad de su existencia, el escaso fundamento de la megalomanía en que sustentaba su arbitrario patriarcado. Cada uno de esos peladores que venía de lejos durante la zafra traía seguramente más cosas adentro. Buscó vanamente consuelo en la lectura. Le costaba concentrarse en ella, y aun más introducirse en personajes que hallaba irreales, propios de un mundo cuyas claves se le escapaban. Sentía a veces como si estas figuras imaginarias se burlaran de su ingenuidad, de su visión tan simple y esquemática, propia de quien no ha experimentado lo suficiente. Tal falta de argumento seguía hundiéndolo en un vacío, en un pozo oscuro herido por candilejas infernales del que temía no poder salir nunca. Justo entonces, para su gloria, apareció el salteador por aquellos lares. Según unos, llegaba del sur de Santiago del Estero, debiendo dos muertes en Ojo de Agua. Según otros, se trataba de un simple abigeo bajado de los valles, que de tanto en tanto, para incrementar sus ingresos, cometía fechorías mayores. O quizás el abigeo y el salteador fuesen dos personas distintas, sólo unidas en el mito que lo reinstalaría en la vida definitivamente. Lo cierto era que en el término de tres meses un fornido enmascarado había asaltado siete carruajes en el camino a Acheral, llevándose todo lo que pudo cargar, y arrancando tres dedos de un machetazo a un comerciante que entraba a Santa Lucía cuando quiso esgrimir su revólver; tuvieron que amputarle la mano para salvarlo de la gangrena. Las desapariciones de vacas ocurrieron por la misma época, y de ahí la suposición de que podía ser una misma persona. El comisario había salido varias veces de rastreo con sus dos agentes pasados en años, que ningún deseo albergaban de toparse con ese malhechor, al que los rumores atribuían ya una ferocidad extrema. Seguía desapareciendo ganado, a razón de cuatro cabezas por semana, y hubo dos asaltos más, esta vez con el saldo de un muerto, seguramente por resistirse. Era un hombre que venía al pueblo a vender quesillos. Se lo halló bocabajo en el polvo del camino, con un tiro en la cabeza. Los refuerzos pedidos por el comisario —un pequeño pelotón de la Montada— se limitaron a incursionar una semana por los cerros en busca de su guarida, y como no dieron con pistas ciertas decidieron regresar. Cuando a él le robaron la quinta vaca fue donde el comisario a pedirle autorización para portar armas y darle muerte si lo encontraba, obteniendo sin demora la investidura legal. Afiló entonces un mohoso sable militar de los ejércitos de Lamadrid que exhibían en una panoplia en el comedor, ante las suplicantes protestas de su mujer, quien no consentía que se metiera gratuitamente en tal peligrosa empresa, que hasta el comisario temía. Mas él, para mayor paz, los envió a todos a la ciudad. Con el revólver a un lado y el sable envainado al otro recorrió todos los días el camino a Acheral, ya sea de noche o a la hora de la siesta, las de menor tránsito. Nada sucedió, pero esa afanosa búsqueda comenzó a rodar de boca en boca como un gesto heroico, llegando seguramente a oídos del salteador, pues éste se ensañó de pronto con su ganado, robándole cuatro vacas más en quince días y matándole al final dos a machetazos, ya con la deliberada intención de causarle un daño por el daño mismo, o en advertencia. Él calculaba que debía tener su guarida en las enmarañadas y solitarias riberas del río Caspinchango, pues siempre apuntaban hacia allí las huellas. Cada vez podía contar menos con el comisario, al parecer harto de esa historia. Procedió entonces a movilizar a los vecinos para que le informaran de inmediato sobre cualquier forastero sospechoso que fuese visto en los alrededores. Y habría de pasar algún tiempo más hasta ese bochornoso mediodía de enero en que llevado por un extraño presentimiento recorría con su revólver y su sable el cañaveral, cuando vio salir del monte un jinete de sombrero alón con barbiquejo y pañuelo negro al cuello, que avanzó hacia él a trote parejo. Treinta metros antes detuvo su ímpetu para seguir a tranco lento, calibrado. Recabó entonces en las sufridas caricantinas que le protegían las piernas, en sus botas hinchadas por la humedad. El hombre lo escrutaba reciamente, sin perderse un gesto suyo, y no tuvo otra alternativa que devolverle la mirada. Pensó interpelarlo por atropellar de ese modo una plantación ajena, pero la cara morena del jinete, en la que brillaba una pequeña cicatriz, trasuntaba un propósito definido que no dejaba sitio a reprimendas. Se apeó sin decir una palabra, con su machete al cinto, y también un revólver, según alcanzó a distinguir. "Yo soy el que tanto andaba buscando, patrón", farfulló. Y antes de que atinara a reaccionar lo encañonó con el revólver. Una risa sardónica quebró la ambigüedad de su rostro en una expresión brutal. Se sintió perdido, a punto de caer de rodillas para implorar por su vida, pero el hombre continuaba riendo, como si no tuviera apuro alguno. Al serenarse le mandó con tono firme que arrojara el revólver al suelo. Obedeció con lentitud, procurando no incurrir en movimientos equívocos. El hombre levantó el revólver, lo observó con detenimiento y fue a guardarlo en sus alforjas. El caballo relinchó, al parecer inquieto, pero no trató de huir. Lo vio guardar también su revólver y blandir el machete para enfrentarlo otra vez. "Pele el sable, que como machos nomás vamos a arreglar el entredicho." Aún vacilante, y sin vislumbrar más salida, desenvainó aquel hierro un tanto anacrónico que cargaba con arrogancia marcial. Pensó que debía reponerse rápido del hechizo y comenzó a alimentar furias impostadas, pues sin una emoción visceral resultaba difícil sortear aquel trance. Nunca había sido hombre de sable, mientras que el salteador traía fama de ser ágil con el machete. Empezaron a rotar, los músculos tensos. Vio en la distancia el molino de viento, como un gigante achacoso. Ambos crispaban los rasgos, convencidos de la sacralidad de ese rito masculino. Transpiraba a raudales bajo aquel sol de iguanas, deseando ya un odre de agua para calmar la sed, mientras lo ganaba la certeza de que allí encontraría su verdadera cara, o una muerte que cubriera su vacío con un suave manto de gloria. ¿Cuánto tiempo giraron en el cañaveral renaciente? Recuerda el pesado vuelo de una bandada de torcazas y la hiriente reverberación de los aceros que precedió a la arremetida del abigeo, harto al parecer de ese baile. Esquivó dos machetazos con un simple retroceso, y en réplica cortó el aire con el sable, no lejos de su piel. Pero el hombre no estableció pausa alguna para su segundo ataqué, más sorpresivo que el anterior. Vio venir como un relámpago el machete sobre su cabeza, y fue un milagro que alcanzara a eludir el golpe mortal, pero el tajo se llevó su oreja izquierda. Lanzó un rugido de dolor y rabia y contraatacó como un león famélico, hiriéndolo en un hombro y haciéndolo tropezar en un surco. No le dio, en su obcecación, la oportunidad de incorporarse. Alzó el sable con ambas manos y le descargó un terrible golpe en el cráneo, al que vio partirse como una calabaza y esparcir masa encefálica y sangre por la tierra. Soltó el arma, fuera de sí, recogió su oreja, y sin detenerse casi a mirar ese cadáver de ropa descolorida echó a correr por el verano abrasador, mientras el tiempo diluía sus dimensiones en un mágico fulgor de eternidad, acaso el sol blanco de los delirios. El resto carecía de importancia. Después había podido envejecer en paz con la conciencia, entre los sucios laureles de su gloria y las paredes que los años maculaban irremisiblemente o tapizaban de hiedras y musgos, hurgando en cajones y roperos con olor a naftalina y vetiver. Sudores de caballos y ojos de luna y almendra en paisajes confundidos, un chal de cachemira atado al fuste de una columna, o flotando en la última luz del día. Los coyuyos silenciaron sus cantos sexuales, y cuando ya entraba la noche con la brujería de sus grillos, Matías abrió la puerta y se le acercó como una sombra sumisa.

 


De la novela Sacrificio


Hay otros via crucis, te cuento. Suelen comenzar en la madrugada, con unos diez asesinos que bajan de automóviles preferentemente blancos y fuerzan puertas. De nada sirven los gritos, la resistencia, los ingenuos llamados a la policía. Sacan un hombre en piyama, alguien a quien muchos miran pero nadie ve, y que ya se proyecta como un despojo y una sombra. Lo arrojan primero a una celda común, donde gana confianza y se queja con vehemencia ante sus compañeros de infortunio de ese increíble atropello a los derechos esenciales de la persona, sin saber que su departamento ha sido ya saqueado para ir borrando su memoria, pues no habrá regreso y están de más las referencias. Lo pasan luego a otra celda en la que apenas tendrá espacio para acostarse a disfrutar con los ojos vendados los últimos sueños y esperanzas. El tiempo es allí una recta negra, sin amaneceres ni crepúsculos. Se va sintiendo así cada vez más insignificante, más indiferente a las humillaciones, a las sutilezas de la tortura psicológica, y olvida su equipaje de principios a medida que se revuelca en sus propios humores y retrocede en la escala zoológica. Lo asalta entonces la certeza de que ha de morir, como un sudor helado. Y cuando son ya inútiles las requisas anales, los bailes desnudos en los pasillos gélidos, las piruetas de saltimbanqui realizadas bajo el ojo ciego de los caños de las ametralladoras, lo llevan sin un mísero taparrabo siquiera a un cuarto subterráneo, impregnado de un olor a orín, humedad y mierda, y lo atan a una mesa de metal que unos llaman “parrilla” y otros, más exquisitos, “quirófano”. Y vienen entonces descargas eléctricas en las partes pudendas e impudendas, golpes, luces excesivas, lluvias reanimadoras, frío, sed, hambre, remotos alaridos y estruendos de metales. Preguntas que debe responder de cualquier manera mientras sigue desprendiéndose de su cuerpo hasta poder mirarlo desde arriba y burlarse ya de sus miserias, desentenderse de su triste suerte de ser finito y mortal que se extingue, y no desear, no odiar, no pensar. Alguna mentirosa eternidad empieza entonces a reclamarlo; pájaro desvencijado, convertido en cosa, en hedionda nada. Ni se percata que de pronto alguien habla de traslado, que lo llevan por un pasillo interminable, que las grandes puertas de hierro quedan atrás y hay un patio y gorriones vespertinos que cantan un aria de despedida, y una silla de ruedas abandonada por una víctima que le precedió en ese calvario, y que está ahí, esperando a su dueño bajo la llovizna invernal, expuesta a las oxidaciones. En una pista imprecisa, en la niebla de la noche final, un avión aguarda, y hay un abordaje de fantasmas desarrapados, treinta cuerpos que algunos minutos después caerán dopados en el vacío, para desaparecer en el fondo legamoso de un  río, arrastrados por bloques de cemento.
      ¿De qué me estás platicando?", quiso saber Bárbara, un tanto perpleja.
Ya te dije, de otros sacrificios. Pero allí no hay dioses, el sol no brilla demasiado, y la suciedad de la muerte aleja el tono solemne de la épica, todo intento de retórica. Fíjate, a veces los restos de las víctimas aparecen colgados como reses de los ganchos de los camiones frigoríficos, o en medio de los basurales, comidos por los perros.
¿Y qué onda con  eso? ¿No puedes olvidar ya?
No, no olvidaré las santarritas y rosas enanas de una pérgola, y el Aconquija detrás de los cañaverales, y el bordoneo de los insectos en la fiebre del mediodía, así como tampoco olvidaré el azul desteñido de tus ojos en una tierra extranjera, en mercados indios con olor a guanábana madura, a guayaba y mamey. El tiempo destruye todo presente y la memoria lo reorganiza luego a su antojo, hasta el punto de que no se puede decir ya que fue una realidad y no un invento infernal, un engendro oscuro y recóndito de los instintos. Además, tú no eres la que preguntas, pregunto yo desde la noche antigua de San Martín de las Pirámides, solo en un cuarto alquilado, mientras oigo caer una lluvia restauradora y comprendo que son justamente estos excesos del deseo y de la muerte los que nos acercan de golpe a la verdad. Hace muchos siglos los chinos buscaron la piedra de la inmortalidad, que debía ser de oro, pero no la encontraron, y creo que eso nos obliga a mostrarnos precisos, y hasta avaros, en la administración de nuestra materia vital, rechazando ya las mentiras del incienso. Se sabe que los valientes y el buen vino duran poco. Antes alentaba al sacrificio la diabólica tentación de invadir la esfera de lo sagrado, el consuelo de contribuir al mantenimiento de la vida. Esta alucinante edad de los metales, de las trepidaciones y la cerveza en lata acabó con las fantasías emplumadas, pero aún los profetas claman en sus desiertos rojos con voces de cacatúa, proponiendo nuevas formas de holocausto en nombre de un humanismo que ellos mismos contradicen con sus jerarquías, absolutismos y concesiones, y a la postre vemos que no están sirviendo a la humanidad sino a determinados intereses. Los hombres eligen una cosa y son conducidos a otra, digeridos por impredecibles maquinarias. Así, muchos quieren inmolarse en ritos que ellos mismos se ocuparon de fraguar en sus más nimios detalles, con el único anhelo de reconocerse en su muerte, pero son destrozados de una manera distinta por los cuervos del poder, hechizados y manipulados por sacerdotes obesos que han convertido al sacrificio libremente consentido en privilegio exclusivo de sus dioses, y ni siquiera se entregan ya al encanto de los cascabeles, espejuelos, collares de dientes y abalorios y cabelleras engrasadas. El gesto eterno de toda religión reiterado en una época de falsas religiones, en la que la razón, armada de sofismas, argucias y otras trampas lógicas ha depredado los territorios mágicos y seca las fuentes de la imaginación. Volvemos, querida, al tiempo de los grandes reptiles, pero no sé qué tiene que ver contigo tanta digresión intelectual. Tú eres más simple. Para ti sólo cuenta el amor, la fiesta de los sentidos, y la representación del sacrifico no es más que un juego estético y erótico al que te llevan tus remotos ancestros. Y está bien así. Dicen que canta mejor el ave que no ve, y por eso al assun preto le perforan los ojos en el Nordeste del Brasil. Podría agregar que por lo común las víctimas de estos rituales no se percatan de todos los determinismos interiores y exteriores que las conducen a la hoguera de la consumación. El heroísmo y otras virtudes socialmente exaltadas sirven para prepararlas, para irlas sometiendo a los dictados de los que distribuyen al azar los roles de la tragedia, como si no trajeran ya designios expresos, elaborados en el insomnio de los años, o éstos fueran, al igual que en la lejana edad de oro de las culturas, la permanencia del mundo, el reflorecimiento a partir de las cenizas. Sí, querida, te invito al gran baile en el cielo, al misterioso país de los eclipses, donde los animales se devoran a los astros. Por ahí debe estar aún tu Tlalocan, con ríos que nacen frescos y flores muy hermosas y aromáticas, árboles de zapote, de hule y cacao poblados de quetzales y papagayos, rocas relucientes de oro, plata y jade, de turquesas y piedras verdes, y por cierto montañas de mazorcas de maíz tierno, frijoles, chiles y calabazas. Poco antes de llegar nos amaremos por última vez entre los nopales del desierto, librados a las visiones del peyote, como te gusta. Te pondré después bledos en la boca, una vara en la mano, y untaré tu frente de texutli, pintura azul que unida a los atributos de tu sexo deslumbrará a los pequeños tlaloques. No temas. Allí todo es dulzura, canto, danzas y diversiones, entre colibríes y nubes de ingrávidas mariposas. Pero entonces, en las mismas puertas de tu paraíso, te diré adiós, y volveré triste, creo que bastante triste, a nuestro ruinoso valle, donde nada se repetirá ya, pues no me entregaré de nuevo a la obsesión de estos sueños circulares.

De la novela Las montañas azules

         ROMANCE  DEL COMPILADOR Y EL BANDIDO


La bruma fría del crepúsculo envolvía el fondo del valle en el que venía entrando, montado en un jumento de pelo oscuro. La luz, acaso por la fatiga, le sabía pesada, tan abrumadora como el huracán sonoro de las cigarras. El animal no pisaba ya los ardientes arenales del desierto ni los bancos de canto rodado, sino la hierba lujuriosa del verano. Esto lo reanimó, pero no hasta el punto de romper la telaraña de sus pensamientos y ocuparse de las formas de ese paisaje en fuga. A causa de tal distracción, cuando vio al bandido lo tenía ya frente a él.
Con aire perplejo, don Crisóstomo escudriñó al hombre alto, magro, maduro, que le apuntaba con una vieja carabina, como las usadas por los arrieros para cazar guanacos. El ala levantada del sombrero le dejaba libre la frente morena y surcada por una arruga transversal. Tenía cejas hirsutas y una barba rala y canosa que acentuaba su aspecto sucio. Con todo, no encontró amenazadora tal estampa, como si le asistiera la certeza de que no podía esperar de él mayor daño.
El hombre se le acercó renqueando y sin recelo. Con la otra mano sostenía las riendas de un alazán manso, con silla y aperos desteñidos por el uso y la intemperie. Sus alforjas despedían un fuerte olor a cuero mojado.
«Supongo que se trata de un asalto», dijo don Crisóstomo sin perder la compostura. Y añadió: «De todas maneras, tenga usted muy buenas tardes.»
Tales palabras no lograron modificar la expresión sombría del bandido. Sin embargo, bajó la carabina y dijo:
«Algún dinero cargará el señor como para facilitármelo, pues estoy pasando hartas penurias.»
«Sí, le daré con gusto el que traigo, que no es mucho», se allanó don Crisóstomo, obsequioso. «Poco se precisa cuando uno anda trepando cerros.» 
«Usted, porque es pudiente y vive en poblado. Yo no tengo más que las montañas, los ríos y los caminos. Todo lo que me pertenece está en las alforjas de mi caballo. Hasta de abrigo ando falto, por lo que le voy a pedir, con todo respeto, ese poncho que lleva atado a la montura. Seguro que usted podrá encargar otro a una telera. Yo no tengo rancho donde calentarme, ni menos que menos mujer. Eso ya pasó, hace mucho, antes de que me desgraciara, matando a un forastero bravucón en defensa de un amigo muy querido.»
Don Crisóstomo, tras pedir licencia, extrajo del bolsillo de su pantalón un monedero en el que guardaba algunos billetes y se lo extendió como si se lo diera con el corazón, no con la mano. Correspondiendo a su gesto, el bandido no lo abrió para contar cuánto había.
«¿Me echará la policía por atrás?», quiso saber.
«Quédese tranquilo, mi amigo, que no haré tal cosa. Esa plata le será más útil que a mí...Apostaría a que fue arriero.»
«Sí, señor», contestó el bandido. «Pasé mucho ganado a Chile, cruzando la Cordillera entre riscos cubiertos de nieve. También llevé mulares a Potosí. En un tiempo merqué con aparejos, cueros, aguardiente, orejones y pasas, pero no me fue bien; para eso hay que tener uñas de turco, no de criollo. Volví a los arreos y fui patrón de arrias. Vida infeliz, señor. Uno arde en las parameras bajo el sol del verano, y por la noche, con la luz de la luna, se vienen los fantasmas a visitarnos junto al fogón. Yo que tanto anduve, le digo que la libertad es un dolor.»
«Yo también erré mucho, aunque por otras razones, y le aseguro que la sabiduría no frecuenta tanto la casa de los letrados, pues huye de la comodidad. Más se la encuentra, y con menos escorias, en las sendas apartadas, porque andar a la intemperie harto enseña y afila el alma.»
«¿Y a qué se dedica el señor, si no es atrevido preguntarle?»
«A usted que es tan sufrido le dará risa, dirá que no son cosas de hombre: Junto esos versos que la gente está queriendo olvidar. Me titulé de maestro, pero poco enseñé en las aulas. Más es lo que aprendí yendo de rancho en rancho.»
El bandido se quitó el sombrero en un gesto de sincero homenaje.
«Siendo así, señor, tendré que devolverle el dinero, por escaso que sea. Yo respeto a los que pelean contra la ignorancia, aunque nunca aprendí a leer ni me tocó en suerte llevar un hijo a la escuela, pues Dios no me dio hijos, y tampoco el Diablo; me iré sin dejar semilla y no habrá memoria de mí.»
«No se preocupe, mi amigo. Mire las flores del campo; ellas no tienen memoria de nada, y por eso son hermosas y las nombran siempre los cantos.»
«Yo no cultivé tales cantos; mi vida fue dura. Una lástima tal vez, porque se me hace que el sabio no se aburre. Qué no daría por conocer aunque sea tantito del mundo.»
«No se mortifique tanto por eso. Por si le sirve de consuelo, sepa que hay momentos en que todos nos cansamos de vivir, de llevar el cuerpo por la tierra, y hasta el cielo pesa como si fuera de piedra.»
«Si me vio cojear es porque tengo una herida en la pierna izquierda que se me ha echado a perder. Me lavé con agua de tusca y me puse una cataplasma, pero no resultó. ¿No tiene por casualidad algún ungüento de botica? Estoy muy escaso de todo.»
«Suelo cargar un botiquín, pero esta vez no lo traje. Aunque si la cosa es grave, en llegando a Belén puedo comprarle remedios y luego alcanzárselos.»
«No, tan grave no es. De eso no me he de morir, y si muero, nada perderá el mundo.»
El silencio introdujo una cuña entre ambos.
«Bueno, amigo», dijo don Crisóstomo. «Al dinero se lo dejo de buena gana, pues ya veo lo mucho que lo precisa. Le pido ahora licencia para seguir la marcha; no quiero que me pille la noche en la senda.»
«Le recuerdo el poncho, nomás.»
Desató esa vieja prenda de alpaca de la silla y se la entregó. Un sol oblicuo teñía las altas cumbres de un color cobrizo, en un estertor final que anegó de tristeza su corazón. El bandido lo miraba conmovido, como si temiera quedarse otra vez solo luego de encontrar un alma capaz de entender sus pesares.
«El camino adelante y la sombra adentro; tal es mi destino», dijo el hombre con voz solemne, y se cubrió los ojos con la palma de las manos, porque algunas lágrimas peregrinas traicionaban su habitual entereza, y bien se sabe que los hombres duros no lloran ni aceptan consuelo.

De la novela La estirpe de Kedoc

          LA MUCHACHA QUE SE ENVENENÓ POR AMOR


            A pesar de su juventud y de no llevar mucho tiempo en Salto Palmar, Jazmín había tenido ya tres amantes ciertos y comprobados en aquel lugar, y otros tantos se jactaban de haber copulado con ella a la vera del río sin mayores prolegómenos. Los más compasivos la tomaban por loca, pues la suya debía ser una locura de amor: sus ojos grandes, de brillo excesivo, parecían reflejarla. Extrañaba también la circunstancia de que siempre se la viese sola, atravesando la aldea con su cauteloso paso de gacela, la cabeza algo echada hacia atrás, con un pelo abundante y enredado que le caía hasta la cintura. Y esa costumbre suya de mirar siempre hacia arriba, como si más le interesaran los altos ramajes que los hombres, o dialogase con algún dios amigo. La magra carne que recubría sus huesos le daba el aspecto de un ave torpe y sin gracia, cuyo mayor atractivo parecía cifrarse en sus cuencas sombrías, en sus espesos silencios y su aire alucinado. ¡Qué carga de tristeza llevaba encima esa cazadora de estrellas! Se sospechaba que el Diablo se había metido en su cuerpo, lo que era una lástima siendo tan bonita. Pero en una ocasión, al verla echar espuma por la boca durante un ataque, dijeron que era bruja, y hasta la causante de la última peste, que tanto los diezmara. Aunque nadie había podido probar esto, no le dirigieron más la palabra, por temor a que los arrastrase a los hondos infiernos. Incluso sus familiares, que la habían traído por piedad tras la muerte de sus padres, renegaron de ella, pidiéndole que se marchase de la casa. Dormía ahora en una choza abandonada, donde se preparaba sus magras comidas. Kedoc, que casi todo lo ignoraba aún del otro sexo y estaba ya en edad de saber, decidió abordarla. ¿Por qué no? Con alguna debía ser, y aquel pajarraco esbelto, de altas patas flacas, se le presentaba como un campo propicio, pues parecía hecha para eso, para sacar las ganas a muchachos como él. ¿Para qué más podía servir? ¿Acaso para casarse, tener hijos y llevar una vida normal? Kedoc conjuró sus pocos escrúpulos de adolescente y atacó a su presa con éxito, aunque no le resultó tan fácil como imaginaba. Tuvo que hablar, parlotear más de la cuenta y hasta regalarle la jaula con el mirlo para inclinar la balanza en su favor. Lo que nunca esperó es que esa pobre muchacha se prendase de él, que no lo tomara como un placer pasajero. Vacío de sentimientos como un espantapájaros, se asustó de ser amado. Mucho gozaba en sus largos juegos eróticos, pero temía arder en una pasión que lo terminase convirtiendo en un mendigo de su miel. Tanto le aconsejó la gente de la aldea que se alejara de ella para evitar una desgracia, que al fin resolvió poner distancia. En un principio actuó en forma casi inadvertida, y aunque después su intención fue ya evidente, ella se negaba en su esperanza a ver, se aferraba a él como si hubiera nacido para tabla de salvación de una descarriada de su porte. Para sacarse de encima a esa avezucha desesperada tuvo por último que insultarla, golpearla. Mucho lloró la infortunada, derramó ríos de lágrimas. Se paró desnuda en el centro de la aldea, se pintó en todo el cuerpo lunares de ceniza y gritó que no deseaba vivir más, que no soportaba su pena. Todos querían divertirse con ella, pero nadie se atrevía a amarla, empezando por Kedoc. Pues muérete, pensó éste, coincidiendo con las buenas conciencias. Si en verdad quieres que me mate, ven una vez más conmigo, rogó ella con los ojos colorados de una posesa. A Kedoc el juego le pareció estimulante. Está bien, aceptó, tan sólo una vez más. Fueron al río, al rincón fresco de sus primeros encuentros, con olor a salvia y menta. Antes de quitarse sus pobres harapos ella le confesó que a nadie había querido así en su vida, y lo mucho que le hubiera gustado ser su mujer, en este mundo o en cualquier otro. Pides demasiado, ¿acaso no te miraste en un espejo? Pareces un chajá. También los chajáes se enamoran, dijo ella; andan siempre juntos, jurándose bobadas. Con todo Jazmín, más que una flor aromática capaz de perfumar los pies que la pisaban, era una fruta a punto, por lo que la mordió con voracidad, se dio plenamente el gusto, prometiéndose que sería en efecto la última vez, pues tal escándalo no podía continuar. Al ver a Jazmín consumirse en su delirio se preguntó cómo podían esos huesos contener tanto fuego. Su despedida se pareció a una fuga. No gastó en la infeliz un amago de ternura (algo de lo que por otra parte carecía) y se ocupó de apagarle hasta el último destello de esperanza. De no hallarla tan vehemente y peligrosa podría haber sentido por ella un poco de pena, o al menos intentarlo. Oyó sus gemidos de animal en agonía como los oyeron todos, estremeciéndose hasta la médula. Qué cosa esa muchacha, ¿habría una forma de sacar al Demonio de sus entrañas? Las curanderas habían fracasado, carecían de recetas eficaces contra semejante mal. ¿Probar con un cura? Mucho costaría que alguno viniera a aquel paraje, luego de la mala fama que les echara el Misionero de Sombrero Negro. La muchacha debía morir para que volviera la paz, para que la tarde no fuese de nuevo enervada por sus gritos desgarradores. Algún dios justiciero, de esos que defienden la tranquilidad de su rebaño, escuchó este clamor colectivo y lo hizo realidad, aunque no de buena gana. Sí, Jazmín: debes morir. Alza los ojos al cielo por última vez, que de aquí a unas horas no tendrás más que tierra. Tierra en las cuencas y los oídos, tierra en tu sexo insaciable y en tu corazón de fuego. Nada más que tierra serás, a menos que alguien te rescate un día para alguna eternidad diferente. Está bien, pareces decir, pero me miras con esos ojos implorantes del cordero que ve alzarse el cuchillo. No te asustes, chiquilla, que no será por arma tu muerte, sino por absorción de sacha sandía, siguiendo una vieja tradición. Lo harás sin prisa, lentamente, saboreando tu final. Nadie vendrá a consolarte, y menos a impedírtelo. Así lo dispongo yo, numen protector de tu pueblo, pues no puedes arrastrarte de este modo por el mundo, corrompiendo tu imagen. Las flores que resplandecen en la memoria son las que mueren antes de marchitarse, las que se hunden en la nada con sus pétalos intactos. Hija mía, bebe, bebe, pero no tan rápido. Y quítate otra vez esas prendas harapientas, indignas de tu imagen, de aquí en más sagrada, y píntate de nuevo los lunares de ceniza. ¡Qué entereza estás demostrando para ser una simple muchacha abandonada por todos! Tu Kedoc te mira con la pasividad de las reses. ¿Valía en verdad la pena que te consumieras por él? No entendió nada el maldito, al igual que los otros. Te paseas ahora desnuda por la aldea gimiendo como una ebria, sin poder cargar ya la jaula con el mirlo. De pronto trastabillas, arañas con fervor las últimas luces del día, para rendirte luego a las espesas sombras que te asedian y finalmente te tragan. ¿Y qué hace Kedoc? Sigue mirando como un estúpido, envanecido por el hecho de que alguien llegase a causa de él a tal extremo de locura, a ese sacrificio ritual. Todos comulgaron con su muerte, hieráticos, paralizados por el temor, hasta el punto de que nadie se aproximó a su cuerpo ya inmóvil, tendido en el centro de la aldea como en un altar. Nadie, salvo las pacientes y laboriosas hormigas, que acudieron en ordenadas columnas a imponerle un tributo. El día siguiente amaneció nublado, y horas después se abatió una torrencial lluvia de verano. El agua corrió hasta anegarlo todo, transformando la tierra en un gran lodazal. Cuando se restauró la luz plena, la muchacha parecía un montón de hojarasca en el barro. Los niños, obedeciendo los dictados de sus mayores, se le acercaron, aunque no demasiado, y le arrojaron piedras, trozos de ladrillos, palos, cuanta basura encontraron, reforzando así su sudario. Y cuando se retiraron, entre temerosos e impresionados, se concentraron en gran número las moscas, zumbando como quien bisbisea una jaculatoria. Luego los perros, que no saben de religión, vinieron a homenajearla. Recelosos en un principio, no tardaron, ante la inmovilidad de ese cuerpo, en darle algunos mordiscos, para salir corriendo con un trozo de carne en las mandíbulas, como perseguidos por el Diablo. Ninguno se atrevió a volver, a pesar de que la comida nada tenía de deleznable. Fue entonces el turno de los cuervos, cavilosos sacerdotes a los que mucho costó decidirse, pues no acostumbraban celebrar sus misas en el corazón de la aldea. Pero como nadie interrumpió sus vuelos circulares, pronto se encontraron junto a ese bocado de los dioses, y sin abundar en gestos de compunción hundieron sus picos en la codiciada gema de sus ojos, así como en la lengua que asomaba por la boca abierta, ahuyentando a los moscardones que allí se instalaran. Y la gente ¿qué? Pues miraba, seguía tal ceremonia con devoción, cada vez más cerca de lo sagrado. Kedoc se puso algo tristón. Pobre pajarraco, pensaba. Al fin de cuentas, en esa carne se había iniciado, conociendo el goce pleno. Debía hacer algo para acabar con tal historia, pero ¿qué? ¿Enterrarla? No, porque recibiría una protesta unánime. Claro que tampoco podía continuar ante la vista de todos aquella sucia comilona. No se aguantaba el olor, pues era un día tórrido y el cuerpo, o lo que restaba de él, se descomponía con celeridad. Armándose de valor, se cubrió la cara con un trapo mojado y se le acercó, ante la estupefacción general. La asió entonces de un pie y la arrastró en dirección al monte, hasta perderse en él. La dejó bajo un algarrobo y regresó. Misión cumplida, se dijo sin un sesgo de amargura. Los cuervos y demás ministros de la purificación podrían cumplir allí su tarea relajadamente, sin sobresaltos. Cuando sus huesos quedaran limpios traería alguno a su casa, más como un trofeo que como un recuerdo melancólico.

 


De la novela Tierra incógnita

 

 

                         LA GITANA Y EL NAVEGANTE



Decía haber nacido en Roskilde y trabajar de periodista en Copenhagen. Tal oficio, unido a sus frecuentes viajes, la convertía en una persona con mundo. Tenía una hija de siete años. Se había separado de su marido seis meses atrás, y parecía andar buscando ahora alguna suerte de olvido, no nuevos compromisos afectivos. Su compañía le resultaba por eso agradable y cómoda. Podía pasar la noche con ella, por placer y también como una forma de mostrar a la muchacha que lo suyo no había sido una historia de amor: la edad y sus destinos inconciliables habían jugado desde un comienzo como obstáculos insalvables. Para decirlo de algún modo, ella era una joven gitana de la tierra y él un viejo gitano del mar, y sólo podían entenderse hasta cierto punto.   Lo  correcto  era  dejar las  cosas  así,  y ella  debía entenderlo. Más allá de los momentos tan ricos como ambiguos que vivieran, tal relación se había armado sobre la nobleza y el desinterés, y cualquier acto que alterara su base la empobrecería. Por ello lo mejor que podía hacer ahora era dedicarse sin culpas a ese ángel que algún dios benevolente le enviaba desde un país frío a socorrerlo en una hora difícil, a rescatarlo de la gravitación de un mito devastador que amenazaba los cimientos de su existencia. Isak le pidió que la llevara a navegar a lo largo de la costa, sólo una pequeña vuelta, y aceptó por complacerla.  Regresaron cuando se ponía el sol y fondeó el barco en el mismo sitio. La muchacha reapareció media hora más tarde, y advirtió su turbación antes de que se marchara a la cabaña, pero no podía ir por atrás con explicaciones a las que ella misma debía arribar por su cuenta. No dejaría que las palabras siguieran empañando el brillo del silencio, la fuerza de los gestos. Los hombres habían sacrificado siempre lo mejor de sí para preservar una cierta belleza a la vida, para no degradar sus imágenes, y a él le tocaba ahora perpetrar una vez más este sacrificio para no quedarse sin centro, aferrado a una absurda esperanza. Tiempo atrás había escrito que la esperanza era un deber del sentimiento, pero luego había llegado a pensar justamente lo contrario, al representársela más bien como la fuga de otro sentimiento, de la vastedad del presente y sus significados reales.  Por eso, recién al abolir su futuro personal había podido alcanzar la cima de la intensidad y develar el misterio de las cosas. Supo entonces que toda conciencia profunda es conciencia de un dolor, y que sin ella no se podía abordar el mundo, al que dedicaría en adelante una mirada más sensible que especulativa, como si lo único que contara fuese testimoniar sus transparencias, sin evadirse por la vía de la esperanza. Por esta misma razón no se había esforzado en impedir que la muchacha se fuera del club en que bailaban, rumbo a la playa, el espacio en que consumaba sus ritos terrenales. El ron se le subía a la cabeza y no era su propósito emborracharse, perder el control de sus actos, entregándose a tal tipo de redención. Deseando despabilarse, le propuso un rato después a Isak ir a caminar por la costa hasta que se desatara la lluvia, la que se presentaba ya como inevitable. Pagó la cuenta y echaron a andar hacia la oscuridad del mar, que se le prefiguraba cargada de tensiones, de una terrible violencia contenida. Y no pensó que la muchacha podía estar esperándolo. La borró de su mente porque había una mujer real junto a él, no configurada con la pura materia de los sueños, que le abrazaba la cintura con firmeza posesiva, dispuesta a desgranar con avaricia la única noche que tendrían. No obstante, en su fuego pasional no había nada impúdico, desde que venía envuelto en una extraña y estremecedora ternura que lo reconcilió plenamente con su destino. Ya en la playa, bajo la oscilación del viento, que sometía a convulsos y desparejos bailes a los cocoteros, ella se quitó los zapatos para andar más cómoda. Las densas nubes habían terminado de cubrir la luna, hasta el punto de que no se podía adivinar siquiera su posición. Y allí estaban también los "pájaros negros" de los que hablara la muchacha en aquella noche de los comienzos, aves que no eran ciertamente pájaros, y con seguridad tampoco de color negro. Fue la mujer la primera en besarlo, y así le cortó los atajos de la memoria. Se le colgó del cuello con desesperación, como si se hundiera en un pozo y no tuviese otro asidero. Y él no se quedó en una actitud pasiva; le desabotonó la camisa hasta que sus pequeños senos sin sostenes quedaron al descubierto y la tumbó sobre la arena húmeda, en medio de los gritos desaforados de esas aves siniestras e insaciables. Pero ya el viento había definido su rumbo, redoblando su fuerza, como un anuncio de la inminencia de la lluvia. A él no le hubiera importado mojarse, como otro modo de calmar sus delirios, pero ella lo invitó a su cabaña y se dejó llevar como un ciego por su lazarillo. No podía ni debía hacer otra cosa, pero la muchacha parecía sonreír detrás de ese paisaje borrascoso, como una figura intocable, inconmovible en su terrible pureza. Mas eso no era un llamado, sino la forma de una herida que le costaría cerrar mientras deambulase por la abigarrada molicie de aquellos trópicos, caldeados oasis de moscas que flotaban con sus pústulas en una luz embriagada de eternidad. Pero ahora no había siquiera una luna que dibujase culebras plateadas sobre el agua, o tatuase con su sal las chozas de pambil y bajareque del pueblo. Al llegar a la cabaña comprendió que quien se hundía en un pozo era él, y que iba hacia esa mujer más guiado por una fatalidad que por el principio del placer, como un prisionero arrastrado con cadenas hacia una costa ardiente y desconocida. Y sin embargo eran muchas las furias contenidas, que precisaban soltarse como la lluvia que empezó a abatirse sobre el techo, produciendo un ruido monótono que servía de fondo a los bramidos de la rompiente, la cólera del viento, las quejas de las palmeras, y también -o sobre todo- a los gemidos de esa mujer que se le hacía vasta como el mundo bajo su cuerpo. Pudo instalarse entonces en una felicidad precaria aunque plena, como si toda su vida hubiera sido una preparación para ese acto tan elemental. Aquello era algo sano y diferente al amor, un gozo alejado de la miel de la desdicha y los puñales de la belleza. Pero un rato después, al extinguirse el fuego, no quedó más que un pobre paisaje humano hecho de ternura y cenizas, de vivencias que erraban como cachorros enfermos, sin que nadie se hiciera cargo de ellas. Dejó de llover y el viento fue calmándose, reduciéndose a ráfagas débiles que susurraban sensualmente en los follajes vecinos. Y llegó así el momento en que sintió que el sueño se había terminado y debía marcharse. Se sentó entonces en el borde de la cama y le comunicó su propósito. Ella protestó, tratando de retenerlo hasta el alba, y cuando supo que no lo lograría le dio a entender que lo que le interesaba era pasar el resto de la noche con la muchacha.  No había en sus palabras rencor ni ánimo de manipularlo, sino una tristeza que lo llevó a revisar su decisión. No cambió de parecer, pero a modo de consuelo le dijo que volvería en la madrugada a despedirse. Le hubiera gustado poder contarle la real historia de esa muchacha, de la gitana y el navegante, pero ni él terminaba de entenderla, y le parecía muy compleja como para volcarla a otra lengua. Ella lo abrazó fuertemente y con ese resignado calor que suelen poner en las despedidas los seres habituados a perder, y lo dejó ir sin más palabras. Sintió como si todo quedara atrás, como si allí concluyesen para  siempre sus días terrenales, pero sabía que  no era verdad, que aún estaba la muchacha de por medio. De todas maneras, dejaría para la mañana siguiente cualquier conversación que  pudiese restar. Ella había guardado ya en la mochila el dinero para la mujer de Shimiat, más otro que le había dado para los gastos de viaje, para que abandonara esa provincia y se instalase en la capital. Bien podía entonces largarse en cualquier momento, sin más despedidas. "Eso se acabó", se dijo con énfasis, buscando convencerse de que era algo totalmente cierto y no la máscara de un gran temor. Divisó de lejos la cabaña, y le pareció raro que a pesar de lo avanzado de la hora ella no hubiese apagado la luz; debía estar esperándolo. Pensó que mejor dormiría en el barco, idea que se le fue afirmando a medida que se acercaba. Se plantó a unos treinta pasos de la cabaña, ya decidido a seguir viaje. Pero antes de hacerlo escuchó la primera de las cuatro detonaciones que se sucedieron, y en medio de ellas el grito de advertencia de la muchacha. En su sorpresa, a nada atinó, ni siquiera a explicarse lo que ocurría. Le pareció que tres de esos disparos habían sido de su revólver. El cuarto sonó con un ruido diferente, sordo y fatal. Recién entonces lo asoció a una probable represalia de López; las redes de la organización podían haber detectado su presencia en ese sitio y dado aviso. Y aun sabiendo que poco podía hacer contra un hombre armado, avanzó resueltamente hacia la cabaña. Pero no había cubierto ni la mitad de la distancia cuando la puerta se abrió y vio a la muchacha con la cara lívida y las manos largas sobre el pecho, como si un dolor inmenso la arrastrara sin remedio a la muerte. Balbuceó entonces, en un supremo esfuerzo, que los había matado a los dos, y se aferró a la baranda de la escalera para no rodar por ella. Apoyó la espalda contra el dintel de la puerta y se fue sentando sobre los talones, mientras que por sus ojos grandes, negros, se fugaba la vida. Las palabras y gestos finales de la muchacha eran de triunfo, traducían esa felicidad de los que se entregan al sacrificio para asegurar la permanencia del mundo y alcanzar la vida eterna. Pero ella no creía más que en la tierra, y en esa jugada lo perdía todo, tan sólo para que él pudiera seguir gozando de su paz egoísta. La estrechó contra su pecho, manchándose con su sangre, hasta comprender que ya nada sentía y era por lo tanto inútil. Entró entonces a la cabaña y vio a los dos hombres a los que se había referido, uno de los cuales era ese tal Archibaldo. No se detuvo a comprobar si estaban muertos. Recogió el revólver y sus escasas pertenencias, se colgó a la espalda la mochila de la muchacha y luego la cargó a ella en brazos para alejarse de allí, calculando que alguien llegaría atraído por los disparos, por más que las tres únicas cabañas próximas estuviesen desocupadas y desde lejos las detonaciones podían ser confundidas con otros ruidos. Corrió casi por la oscuridad de la playa hasta un bosque de palmeras que había más allá, en la mitad del camino al barco, donde se dejó caer, exhausto, crispado, aún sin aceptar que aquello fuese real, que esa pobre muchacha se hubiese hecho matar por él, enfrentándose a dos hombres de tal calaña con el revólver que él le enseñara a manejar como un mero entretenimiento, sin sospechar que a ello debería luego su supervivencia. Sí, de no ser por esto él ya estaría muerto, pero ella viviría, porque López no podía haber dado la orden de matarla, y esos hombres no debieron albergar tal intención.  Le cerró los ojos, pues no soportaba su mirada de adiós. Aunque su cuerpo se enfriaba, le  tomó el  pulso, alentando una vaga esperanza. Le hubiera gustado abrirse al llanto, dar curso a su desconsuelo ante lo que se le prefiguraba como la más grande y triste ironía de su existencia, pero debía apurar la marcha.

De la novela El desierto permanece


BAJO LOS PESADOS TORBELLINOS DE POLVO



Sangal removió el fuego, que había perdido fuerza, y destellos anaranjados remarcaron su figura, así como el mango metálico de su alfanje. Estaba en cuclillas, con un palo en la diestra y un aire concentrado, como si se debatiera en una cuestión capital. Puso bajo la olla tres trozos de leña, para que la comida se cocinara más rápido. En ese primer día de viaje las tensiones y sospechas habían disminuido, pero Sangal aún no dejaba de resultarle un ser impenetrable, de otro mundo. Sentía que se había puesto en sus manos, convirtiéndolo en el instrumento de su destino. No podía descartar la idea de que era la tentación de matarlo, aprovechando la impunidad que brindaba el desierto, lo que lo tenía tan pensativo. Bien sabía que él era un hombre sin amigos en ese país, por el que nadie preguntaría. Claro que le parecía una injusticia hacia Sangal alimentar semejante fantasía, pero no lograba reprimirla, y todo gesto que consideraba poco amistoso venía a reforzarla.
De pronto, con palabras que sonaron verdaderas, Sangal le dijo:
"En Korole hablaré con mi chica. Hablaré de casamiento. Y cantaré el eleyaho, la canción de la fiesta del Sorio, en el mismo naabo, pues para eso soy guerrero y adulto. Si ella me acepta, nos casaremos en abril, cuando vengan los grandes monzones del sudoeste y comiencen las lluvias. Abril es el mes del Almad'o, la gran fiesta de las cabras y las ovejas, y también el Año Nuevo para nosotros. Si arreglo esto, ¿me dará los cinco mil chelines que mencionó antes?"
"Sí, te los daré. Y podría hacerte también otro regalo."
"¿Qué cosa?"
"Algo que te resulte útil. Pero déjame pensarlo. Además, quiero ver lo que sucede cuando lleguemos a Korole."
"Sangal no tiene muchas palabras", respondió él, un tanto ofendido, como si hubiera puesto en tela de juicio su afirmación.
"Valoro tu palabra, pero sé que recién estás madurando la decisión, y conviene aguardar unos días, por si la duda vuelve. Espero que no, que tu naciente certeza te dure hasta el fin. Que Wakh, tu dios, te la preserve, por tu propio bien."
Sangal le pidió otra vez los prismáticos para seguir observando el cielo, lo que hizo hasta que la comida estuvo lista.
Mientras comían continuaron la conversación, y su tono fue tan entrañable que sintió a Sangal como el único amigo que le restaba, cuya felicidad o desdicha le incumbía, y del que no cabía esperar mal alguno. Esto le infundió una gran paz y lo hizo pensar que tal vez, desde el fondo del desierto, pudiera alzarse una verdad diferente, una visión del mundo capaz de revocar su condena y abrirle caminos insospechados.
Pero entonces, de repente, comenzó el último círculo del infierno, donde viviría ya todo como una amenaza.
Se hallaba recostado sobre una estera cuando sintió una dolorosa picadura en el antebrazo derecho, y al alumbrar con la linterna vio que se trataba de un escorpión de gran tamaño y color amarillo rojizo. Se incorporó de un salto y lo aplastó con el pie, pero  tenía su veneno adentro y carecía de suero para contrarrestarlo. Un fuerte dolor, que era también un ardor, le inutilizaba ya la mano y le subía hacia el hombro, donde no tardaría, pensó, en afectar sus centros vitales. Claro que en la mayoría de los casos tales picaduras no eran fatales, pero ese escorpión no había sido de los comunes. Su evidente alteración nerviosa lo avergonzó, pues días atrás había escrito en su cuaderno que el miedo entra en el corazón de quien no conoce su destino, y siempre había pensado que al llegar su fin lo afrontaría con la serenidad de los sabios y los héroes.  
Sangal lo miraba con ojos fríos, de pupilas inmóviles, como si todo le resultase indiferente. Sin perder la serenidad, reavivó el fuego y fue en busca de una bolsa colmada de plantas medicinales y hediondos ungüentos. Le frotó el brazo con uno de éstos y puso a hervir hojas de distintas plantas en una pequeña cacerola. Para tranquilizarlo, le dijo que eso atenuaría el efecto del veneno. Más tarde retiró la cacerola del fuego y dejó entibiar el brebaje antes de dárselo para que lo tomara, lo que hizo junto con un antihistamínico.
 Se había tumbado en la estera, de cara al cielo. El malestar se le extendía ya por el cuello y el pecho, no sólo bajo la forma de un dolor intenso, sino también de un calor que lo hacía transpirar copiosamente, anunciando un estado febril. Su pulso se alteraba, en lo que parecía ser el inicio de una taquicardia, y sentía asimismo que le faltaba el aire, pero no podía ya hacer otra cosa que confiar en los remedios de Sangal. Un tiempo después su conciencia empezó a nublarse o adormecerse, internándolo en un túnel del que bien podía no salir, pero era como si eso careciese de importancia. Sangal lo llevó hacia su tienda, que ambos habían armado antes de encender fuego, y lo colocó sobre la bolsa de dormir. Se quedó un momento junto a él, y después se fue a acostar a la intemperie.
Los escalofríos le indicaron que llegaba la fiebre. Sus pensamientos perdían liviandad, para adquirir un tono de pesadilla. La figura de Julia cruzó entonces los oscuros meandros de su mente. Lo miró de un modo desenvuelto, incluso recriminatorio, que trasuntaba una profunda amargura, dándole así a entender que había destruido algo valioso por pura necedad.
"Ya ves, te estás muriendo y nadie llora por vos", le decía.
"No vine al África a buscar quién me llore. Además, no me estoy muriendo; no será un escorpión lo que acabe conmigo. Tampoco te llamé, ni te necesito ya. Si éste es el fin, puedo morirme solo. Uno siempre muere solo."
Comprendió que no era un sueño, sino que simplemente pensaba en Julia. En un momento así no podía dejar de hacerlo, por todo lo que significaba para él. En verdad, no había sido su intención separarse de ella. Aquello fue una consecuencia  no deseada de su derrota.
El viento sollozaba con mayor fuerza, en ráfagas regulares que sacudían la tienda y arrastraban pesados torbellinos de polvo. Creyó escuchar el rugido de un león, y entrevió entonces la forma de un gran macho de melena negra que atravesaba la sabana bajo la luna menguante, dejando en la hierba mojada por el rocío una estela plateada. Esto debía ya ser parte de un sueño, del mismo sueño que lo trasladó al centro de otra noche, donde Stanley Preston fumaba una pipa y se refería a los elefantes que matarían a modo de despedida, pues la vieja África colonial estaba extinguiéndose y no quería ser su última sombra. Le daba entonces un fusil de grueso calibre, diciéndole:
"Aquí tienes, muchacho. Serás tú quien mate el primer elefante. Al menos una vez en la vida hay que bañarse en sangre ajena."
Él protestaba contra semejante imposición, pero un enorme elefante de poderosas defensas cargaba ya contra ellos, arrollando arbustos espinosos. Se llevó entonces el fusil al hombro, estremecido hasta el tuétano, y disparó. Algo así como un globo de sangre estalló en el aire, de una sangre caliente que corría a raudales por su piel, mezclándose con su abundante transpiración. Preston reía sardónicamente mientras se acomodaba en el foso que cavaran en la colina y le pedía, con un tono de súplica, que lo cubriera con piedras. Lo hizo, pero el esfuerzo lo dejó exhausto. Bajaba entonces trastabillando hacia un barroso curso de agua que parecía ser el río Milgis, donde intentaba en vano lavarse la sangre.
"La sangre de los seres que uno mata no se borra nunca", dijo una voz cascada y cínica, que no era ya de Preston ni de Sangal, a la que remató una carcajada convulsa.
"Yo no maté a nadie; ni siquiera a un animal", alegaba él contra aquella ordalía.
Después vino el silencio. Un silencio terrible. Nada se movía. Era como si el mundo se hubiese vaciado por completo.
"Me estoy muriendo", se dijo, presa de la náusea y las convulsiones de la fiebre. "Es bueno que termine así."
Pero entonces, milagrosamente, se fue haciendo la luz, como en el principio de los tiempos, y un pájaro cantó desgajando las tinieblas.
Amanecía. El destartalado vehículo se fatigaba en las cuestas enripiadas, deslizándose entre algarrobos rastreros y árboles muertos que para ella no tenían nombre, pero que semejaban esqueletos blanqueados, de estremecedora pureza. Sus ojos de ceniza vieron después trotar avestruces contra el grana del cielo. Vieron ibis de pico largo. Vieron el esplendor rosa de los flamencos en la sal cristalizada de una laguna, donde habían construido sus nidos cónicos, y les llegó así el momento de despertar del todo, lejos ya de las garras de la sombra. 




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