TEXTOS TEÓRICOS
INDICE
* Fundamentos de la Declaración de la Independencia Cultural de Nuestra América
* Defensa
de la palabra
* La
diversidad cultural en las encrucijadas actuales del latinoamericanismo
* Las
raíces del futuro. Descolonización y diversidad cultural
* Folklore,
cultura popular y modernidad
* Hacia una
teoría intercultural de la literatura
* Antropología
visual: Del cine-ojo al documental social
INDEPENDENCIA CULTURAL
DEL CONGRESO DE LOS PUEBLOS LIBRES AL DE TUCUMÁN
En abril de 1815, Artigas convocó al Congreso de Oriente o de los Pueblos Libres en Arroyo de La China (hoy Concepción del Uruguay, a la sazón capital de Entre Ríos). Éste contó con la presencia de diputados de las provincias de Corrientes, Entre Ríos, Misiones, Córdoba, Santa Fe y la Banda Oriental , las que el 29 de junio de ese año se declararon, cada una de ellas por su lado, independientes de Buenos Aires y de todo poder extranjero, a la vez que invitaban a las demás provincias que integraban las Provincias Unidas del Río de la Plata a sumarse al sistema federal allí establecido. La idea era que estas provincias independientes y autónomas conformaran, en lo que fuera el Virreinato, una Confederación de los Pueblos Libres, delegando parte de su soberanía, lo que consumaría el sueño de la Patria Grande. En el proyecto de Artigas, la capital de dicha Confederación no debía ser Buenos Aires, sino una ciudad mediterránea, con el argumento de que sólo las colonias tienen su capital en los puertos.
El Congreso de Tucumán abandona el concepto de Provincias Unidas del Río de la Plata , utilizado en el Congreso de Oriente, pero se abre asimismo a la Patria Grande. El territorio al que se refiere el Acta de la Independencia se denomina “Provincias Unidas en Sud América”, una entidad que no existía entonces ni existió después como persona jurídica de derecho público. La Historia soslaya las razones de este llamativo cambio de nombre, aunque resulta evidente que dicho congreso no miraba hacia el puerto de Buenos Aires, donde se consolidaba el poder económico y político inglés y de otras potencias extranjeras, para abrazar la civilización andina, una tradición cultural de seis mil años que impregnaba, además del Alto Perú, allí representado por cinco congresales, al Noroeste argentino y la mayor parte de Cuyo. En este impulso se llegó incluso a proponer la coronación de un Inca en una monarquía constitucional, señalándose como posible candidato a Juan Bautista Tupac Amaru, hermano de José Gabriel Condorcanqui. Este proyecto, que tanto se criticó a Belgrano, había sido ya pensado por Francisco de Miranda, y contaba con la aprobación de San Martín, Güemes y los diputados del Alto Perú, entre otros de nuestros próceres, como un modo de que los pueblos originarios sintieran suya esa independencia. También para evitar la anarquía ya avizorada, que durante más de seis décadas habría de sangrar al país. La mayor oposición surgió de Tomás Manuel de Anchorena y los otros diputados por Buenos Aires,
No asistieron al Congreso de Tucumán diputados de las provincias firmantes al Congreso de Oriente, considerando acaso que ellos ya habían declarado su independencia, y sí Buenos Aires (ausente en Arroyo de La China , y que en esta ocasión envió a siete diputados), por el sur, y el Alto Perú por el norte, el que se consideraba entonces una parte legítima de la gran nación en ciernes. Sólo la provincia de Córdoba participó en ambos congresos.
Resulta importante destacar en esta efeméride que ninguno de los dos congresos declaró la independencia de Argentina, vocablo entonces poco usado en el terreno político, que se originaba en el poema de Martín del Barco Centenera, editado en Lisboa en 1602, y servía en todo caso para designar a la región de Buenos Aires. O sea, la Independencia Argentina , hablando con propiedad, no tuvo lugar en ese tiempo. Lo que sí quedó explícito en el Congreso de Tucumán es la voluntad de independizarse de España, y también, aunque con menor énfasis, de abrirse sin mezquinas reservas al proceso civilizatorio andino, y por su intermedio a la Patria Grande.
BERNARDO DE MONTEAGUDO Y JUAN BAUTISTA ALBERDI
Y es mirando hacia esa Patria Grande que proponemos declarar, en esta misma ciudad de Tucumán, la Independencia Cultural de Nuestra América, entendida como el nacimiento de una nueva civilización. Lo que nos lleva a elegir este lugar para un acto de proyección latinoamericana, es el firme propósito de honrar la memoria de dos personalidades ilustres que dio esta tierra a la región: Bernardo de Monteagudo y el joven Alberdi.
Nacido en 1789 en un hogar humilde, Bernardo de Monteagudo es acaso el menos reconocido y venerado de nuestros próceres, a pesar de la importancia capital que tuvo no sólo en la independencia del antiguo Virreinato del Río de la Plata , sino también en los del Perú y Nueva Granada. Los monumentos y calles que lo recuerdan son pocos, y muy mezquino sitio le reservan los textos escolares.
Estudió en la Universidad de Chuquisaca, donde también se formaron en ese mismo tiempo Mariano Moreno y Juan José Castelli, con quienes conformará el trío más duro, o jacobino, de la Revolución de Mayo. Participó de la Revolución de Chuquisaca del 25 de mayo de1809, tomando a su cargo la redacción de la proclama, lo que le valió ser encarcelado por el General Goyeneche. A fines de ese año logró fugarse de la cárcel, y tras la batalla de Suipacha, cuando Castelli tomó Potosí, se dirigió hacia esa ciudad a ofrecerle su colaboración. Éste lo nombró auditor del Ejército del Norte, y se sumó así de pleno al brazo militar más radicalizado. Sus consejos incidieron probablemente en la proclama que hizo Castelli en Tiahuanaco, liberando a los indios de sus encomenderos.
En 1817, poco después de la batalla de Chacabuco, Monteagudo cruza la Cordillera de los Andes y se pone a las órdenes de San Martín, como auditor del Ejército Argentino, y también de O’Higgins, para quien redactó el Acta de la Independencia de Chile, jurada el 12 de febrero de 1818. En 1820 se embarca con San Martín en Valparaíso, con el cargo de Secretario de Guerra y Auditor del Ejército Unido Libertador del Perú. El 28 de julio de ese año, San Martín dispuso en la Plaza Mayor de Lima la jura de la Independencia del Perú, nombrando a Monteagudo Ministro de Guerra y Marina, para asumir luego el Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores. Al hallarse San Martín casi totalmente absorbido por los aspectos militares, el gobierno del Perú quedó de hecho en sus manos. Con este poder supremo, decretó la libertad de vientres, la abolición de la mita y la expulsión del arzobispo de Lima, así como la creación de la Biblioteca Nacional del Perú y de una escuela normal para la formación de maestros. Por todo esto, fue primero odiado en dicho país, y finalmente olvidado, mientras que San Martín es allí una figura muy querida y venerada.
A Simón Bolívar lo conoce en 1823 cerca del lago de Cuicocha (norte de Ecuador), poco después de la batalla de Ibarra. Fuertemente impresionado el Libertador por la claridad de sus ideas y la fuerza con que procuraba implementarlas, lo toma como un colaborador cercano y el principal mentor de sus planes americanistas, hasta el punto de encomendarle la convocatoria del Congreso Anfictiónico de Panamá, lanzada el 7 de diciembre de 1824, días antes de la batalla de Ayacucho. Al texto de la convocatoria lo redactó Bolívar, pero sobre la base de un documento escrito por Monteagudo, con el título de “Necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”. Al convocar dicho congreso, Bolívar le dijo a Santander, sellando así la base del latinoamericanismo, que Estados Unidos no debía formar parte de los arreglos americanos, y que no había por lo tanto que invitarlo. Dijo también, en otra oportunidad, que Estados Unidos estaba llamado por la Providencia a sembrar el mundo de males en nombre la libertad.
El 6 de diciembre de 1824, Monteagudo entró en Lima precediendo a Bolívar, ciudad donde será asesinado en la noche del 28 de enero de 1825. Tenía apenas 35 años. Se cuenta que salió perfumado y vestido con sus mejores galas, para acudir a una cita amorosa, y terminó agonizando en un charco de sangre, acuchillado por un sicario en la callejuela San Juan de Dios.
Se dijo de él que fue una de las mentalidades más extraordinarias y sólidas, una de las conductas más abnegadas e insobornables de la epopeya emancipadora. También que su política pudo haber sido imprudente, y fue en verdad prematura, pero lo presenta sin duda como un hombre superior a sus contemporáneos.
En este intento de poner en valor los aportes intelectuales y políticos de relieve que hizo Tucumán a la causa de Nuestra América, se reivindica asimismo al joven Alberdi, especialmente por su Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho, su tesis de licenciatura, que escribió en 1837, a los 26 años de edad. Por esta obra, Leopoldo Zea lo llamaría un siglo y medio después “padre del pensamiento americano”. Decía el joven Alberdi que “un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y fórmula de su vida, la ley de su desarrollo”. Y añadía que “no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, de las formas exóticas”. Y a modo de conclusión, señalaba: “Ya es hora de que la filosofía mueva los labios”. No, claro, para seguir explayándose en sus viejas miserias, sino para abordar el espinoso tema de la identidad y articular las bases de nuestra racionalidad, entendida como una alternativa a esa Razón ya decrépita y maquillada hoy en términos de mercado. Para el joven Alberdi, sin una filosofía propia no podía haber nación, y añadiríamos hoy que tampoco puede existir una región culturalmente tan fuerte como Nuestra América. Con su capacidad de desmontar los mensajes que deforman y enmascaran lo real, la filosofía constituye un modo de vigilancia crítica, una nueva razón enfrentada a un irracionalismo depredador, por no decir a una barbarie más dañina que la de los “bárbaros” de antaño, pues no tiene otro dios que el consumo ni más meta que la usura y la ganancia desmedida. Tanto la filosofía como la antropología, bien entendidas, permiten entrar en esa tercera dimensión de la cultura, que es la de profundidad. Y no de cualquier cultura, sino de la propia, lo que implica ya bajarse de esa atalaya falsamente universalista que edificó la modernidad occidental, para territorializar y temporalizar de este modo nuestro pensamiento, propendiendo a su difusión y universalización. En este mundo cada vez más superficial, todo viaje a lo profundo resulta subversivo, y pone en guardia a los profetas de la acumulación y el éxito personal.
EL PROBLEMA CIVILIZATORIO
La negación de Europa proclamada en los tiempos de la Independencia por la clase criolla blanca dominante no fue una negación de la europeidad, por lo que la división fue entonces entre europeos de Europa y europeos del exilio. Querían ser americanos sin cortar el vínculo cultural y civilizatorio, por lo que poco les cuesta hoy a sus descendientes reconocerse como occidentales, aunque más no sea de segunda, sin que nada se rebele en el hondo de su ser. Americanos, sí, pero claro que distintos de las masas indígenas y negras, a las que siguen dominando, y también de sus variados mestizajes aún no blanqueados social y culturalmente.
Al concluir el siglo XIX, había triunfado ya en esas clases dominantes y en los intelectuales la idea de uncir a América al destino de Occidente, abandonando así el proyecto de abrir camino a una civilización propia, como algunos llegaron a proponerlo, sin renunciar por cierto de la europeidad. Se negaba así la identidad del país profundo, al que el sistema educativo alienaba en lo simbólico, imponiéndole un orden de valores ajeno.
Por lo general, los antropólogos y filósofos de Nuestra América han eludido, salvo algunas honrosas excepciones, la cuestión civilizatoria. Prefieren hablar sólo de "cultura latinoamericana" y ocuparse de un grupo humano en particular, sin ver que la mayor parte de sus problemas se origina en una imposición que les niega la identidad, el derecho a desarrollar un modelo distinto y probar su eficacia en un medio determinado.
Ya Bonfil Batalla, refiriéndose a los indígenas, señalaba que el concepto de civilización permite trascender las particularidades concretas de cada cultura e intentar ver en el conjunto de todas ellas un proyecto distinto, así como entender la continuidad milenaria de su civilización. Decía también que los préstamos y sus propias trasformaciones habían cambiado el rostro de esas culturas, pero que la matriz civilizatoria permanecía. Nada, a su criterio, impedía construir desde ella un proyecto alternativo que nos permitiera mirar a la civilización occidental desde la perspectiva de nuestra propia civilización original, en vez de seguir mirando a Nuestra América con ojos europeos y procurar mimetizarnos con su modelo. ¿Por qué no? Ya Martí había advertido que el mismo golpe que paralizó al indio paralizó a América, y que mientras éste no echase a andar de nuevo tampoco América andaría bien, algo que la historia de las últimas décadas vino a confirmar.
El mismo Samuel Huntington señala a América Latina (antes la había llamado Iberoamérica) como una de las nueve civilizaciones que en el siglo XXI se disputarían el escenario del mundo. Resulta por demás irónico que desde el centro imperial de Harvard nos reconozcan una condición de civilización emergente que los intelectuales de la región aún vacilan en esgrimir, como si temieran caer en el ridículo.
La idea de América Latina (que aquí, siguiendo a Martí, llamamos Nuestra América, para diferenciarla de la otra) siguió consolidándose a lo largo del siglo que pasó, pero la lenta construcción de este sujeto colectivo no ha generado hasta ahora entre nosotros una necesidad imperiosa, y ni siquiera manifiesta, de llevar la cuestión al plano civilizatorio, aunque al fin de cuentas, de lo que estamos hablando aquí es de civilización. Decía Bonfil Batalla que es a la escala de una civilización cómo se mide la trascendencia de los problemas y se reconocen la capacidad y las potencialidades de un pueblo.
Claro que en nuestro caso, por tratarse de un sujeto colectivo que busca afirmarse como tal, no podrá haber civilización sin un proyecto civilizatorio, sin una construcción diferente a la occidental y una voluntad explícita de alejarse de los modelos ajenos para inscribir una particularidad en el concierto universal. Porque es en el marco de un proyecto civilizatorio donde adquieren sentido y se potencian las formas propias de estructurar la realidad, de acceder al conocimiento del mundo y elaborar las redes simbólicas. Si ya todo proyecto nacional debe definirse en términos civilizatorios, resulta aún más inconducente hablar de Nuestra América en términos que no sean de este carácter, es decir, que no propongan una alternativa, un modelo diferente opuesto a otros, por más que en su composición intervengan una multitud de elementos de origen europeo, como ser las lenguas mayoritarias de la región, para citar tan sólo un aspecto nada secundario.
Asumir el problema civilizatorio obliga también a combatir de un modo más radical las distintas formas de discriminación cultural y social que no pudimos enterrar en el siglo XX. La negación de la diferencia puede tomarse como una definición de la barbarie. Cuanto más simétricas sean las relaciones entre las matrices culturales, mayor será el florecimiento de la civilización que propugnamos. Y no hablamos sólo de coexistencia pacífica, cimentada en un pacto de no agresión, de respeto mutuo, sino de un activo intercambio de experiencias creativas entre dichas matrices, pues es esto lo que producirá los frutos más sorprendentes. Y no serán frutos híbridos, sino inscritos en el proceso cultural de una matriz específica, de sujetos colectivos con carácter histórico que deben ser legitimados como unidades políticas con cierta autonomía. Ya decía el joven Alberdi, como se dijo, que un pueblo no alcanza el estado de civilización montándose al proyecto de otro pueblo, sino tomando conciencia de su ser en el mundo, de su identidad y su especificidad cultural.
América tiene una historia milenaria, donde no faltaron procesos civilizatorios que asombraron al mundo ni voluntad política de proyectar a nuestros pueblos como entidades diferentes, sin que ello implicara cerrarse a otros aportes, y en especial a los de Europa, que mucho contribuyeron a definir aquí nuevas matrices simbólicas. Hoy éstas se hallan en serio peligro, pues entramos en el nuevo milenio sin un proyecto capaz de asegurar, frente a una invasión globalizadora, la continuidad de nuestros procesos histórico-culturales. La conciencia de civilización crece en el mundo, como respuesta a los vientos uniformadores, pero en Nuestra América no se habla de ella.
Nuestra propuesta civilizatoria no puede basarse en una idealización nacionalista del pasado indígena y de otras formaciones sociales que también integran la América profunda, pero deberá tomar especialmente en cuenta dichas matrices, incorporando al acervo común lo mejor su patrimonio cultural.
La tarea de los filósofos, antropólogos y otros científicos sociales no es sólo buscar la verdad americana, sino también pensar el mundo desde aquí, preocupándose por la validez universal de nuestro pensamiento. Hasta ahora, más que filosofar nos ha preocupado coincidir, aunque fuese por la vía de una imitación sumisa, con lo que llamamos filosofía universal. O sea, más que pensar, nos afanamos en estudiar y repetir con algunas tímidas glosas lo que en Europa se consideraba filosofía.
En 1953, Leopoldo Zea escribió que América no había hecho aún su propia historia, sino que pretendía vivir la historia de la cultura europea. En gran medida esto era entonces cierto, pero creemos que entramos ya en el buen camino, o sea, que estamos haciendo, aunque todavía con serios obstáculos, la historia de nuestras culturas, y que sólo nos queda, como tarea para las primeras décadas de este siglo, dar los pasos decisivos que nos definirán como una civilización diferente y con conciencia de sí, dispuesta a reclamar su sitio en el concierto mundial. Ha llegado la hora de ser, y este plazo que podemos aún tomarnos será sin duda la ultima oportunidad para optar, pues la avalancha globalizadota no nos dará otra.
"La abstracción pura, la metafísica en sí, no echará raíces en América", decía el joven Alberdi, mas en esto se equivocó. Las clases dirigentes usaron la metafísica como consuelo frente a la "barbarie" nativa, y dejaron pasar el tiempo situándose fuera de dicho proceso, volviendo la espalda a su propia historia. Pero la larga siesta ha terminado, como lo advierten el creciente descontento de los pueblos, el discurso radicalizado de muchos de sus movimientos políticos y las experiencias últimas de gobiernos progresistas de la región. También la filosofía, por fortuna, ha empezado a mover los labios.
Porque lo cierto es que buena parte de los pensadores americanos, de distinto signo político, están de acuerdo en afirmar la comunidad de destino de nuestros pueblos, probada a lo largo de una historia que, al ser escrita --más allá de enfoques parciales o sectoriales-- muestra su vocación unitaria, realidad formalizada hoy por la UNASUR , la CELAC y el ALBA Cultural, entre otros esfuerzos de integración, como el MERCOSUR y la Comunidad Andina de Naciones.
Este nuevo milenio pone entonces a Nuestra América ante una opción de hierro: o emerge como una verdadera civilización, consciente de su particularidad y valor universal, y sobre todo armada de un proyecto propio, o queda convertida en un Occidente de segunda mano, despreciado por su falta de originalidad y su servilismo intelectual y político. Hablar de Nuestra América en términos de una civilización emergente no es una utopía irrealizable, algo ambicioso y descabellado, sino el único camino que tenemos de asumir nuestra diferencia en términos de un proyecto que nos asegure un lugar digno en el nuevo milenio.
Emerger como una civilización, siguiendo el camino que tomaron otros conjuntos de pueblos unidos por factores históricos, implica un esfuerzo por apuntalar los procesos generadores de alteridad, desarrollar los aspectos específicos de nuestras culturas y promover su universalización. La opción por Occidente, por el contrario, corre aparejada a un creciente aplanamiento de lo propio, a una banalización de los símbolos y de todo nuestro imaginario social, para suplantarlos por los subproductos culturales de una modernidad consumista, que se ha vaciado ya de contenidos éticos y filosóficos.
El entusiasmo que ha despertado en los países de Nuestra América el hecho de que se estén cumpliendo dos siglos de la iniciación del proceso que habría de llevarlos a la relativa independencia de la que hoy gozan, resulta un tanto excesivo si se trata de celebrarlo con alardes patrioteros, pero oportuno si lo tomamos como una conmemoración crítica, que mida los logros y retrocesos en la ineludible marcha hacia esa Segunda Independencia ya avizorada por el mismo Alberdi, y sobre todo que adopte una mirada desde abajo, desde esos “pobres de la tierra” a los que cantara Martí en sus versos sencillos. En 1816, prácticamente la mitad del territorio de lo que es hoy América del Sur pertenecía a pueblos originarios aún no sometidos por la Colonia , por lo que se puede decir que no les faltaba esa independencia que los criollos salieron a conquistar para sí. En cuanto a las comunidades agrícolas ya incorporadas al sistema colonial, Carlos III había dictado medidas protectoras, que entre otras cosas les garantizaban la propiedad de la tierra. Los pueblos originarios apoyaron la causa de la Independencia sin escatimar su sangre, pero lo primero que hicieron las nacientes repúblicas fue despojarlos de las tierras que habían logrado retener durante la Colonia , incluso con matanzas que permiten hablar de la continuidad del genocidio con métodos tan o más cruentos, que incluyeron fusilamientos masivos y diseminación de pestes. Hoy son ínfimas e insuficientes para su desarrollo las tierras que poseen, y siguen siendo asediados y despojados por una violencia cada vez más abstracta, pues ni siquiera pueden cifrarla, como antaño, en la odiosa figura de un patrón. Quienes la ejecutan ni siquiera saben a ciencia cierto de dónde vienen las órdenes y el dinero con que se les paga.
En este aspecto se puede decir que vamos hacia atrás, hacia la peor de las barbaries conocidas, pues se está acabando no sólo con la diversidad cultural y la soberanía alimentaria de los pueblos, sino con el mismo planeta. De ahí que Evo Morales se vio impulsado a presentar ante la Asamblea de las Naciones Unidas, en 2008, un documento titulado “Los 10 mandamientos para salvar al planeta, la humanidad y la vida”, basado tanto en la filosofía indígena ancestral como en las cifras alarmantes que revelan las fuentes de dicho organismo internacional. En reconocimiento de nuestros avances en el proyecto humano, Gianni Vattimo declaró: “No sólo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo.”
CAPITALISMO Y GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL
La globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anti-cultural. Sus pilares son concentración de la riqueza, distribución de la pobreza y devastación de la naturaleza. O sea, la más feroz de las barbaries conocidas por la Historia.
La lógica del sistema capitalista está acabando con el planeta, en su afán ilimitado de acrecentar las ganancias a cualquier precio, valiéndose para ello de mecanismos delictivos. Para el capitalismo nada es sagrado ni digno de respeto. En su fase actual, significa un retroceso en la historia moral de la especie, que destruye o torna ilusoria la democracia, los principios de solidaridad y reciprocidad que rigen en nuestras comunidades y la dignidad de la persona humana. En sus manos, todo se convierte en mercancía: el agua, la tierra, el genoma humano, las culturas ancestrales, la justicia, la ética y hasta la misma muerte. Todo, absolutamente todo, se compra y se vende. Hasta la resistida política de contrarrestar el cambio climático es objeto de transacciones, al negociarse los cupos que otorgan “derecho” a liberar gases que causan un efecto invernadero.
El capitalismo necesita también de la guerra para sostenerse, pues acaso su mayor negocio es fabricar y traficar armas sumamente mortíferas y abrir los mercados a fuerza de cañones. Más del 50% del gasto militar del planeta lo realiza Estados Unidos, lo que habla de por sí de “la vocación manifiesta” de este país. Para alcanzar la madurez de la especie, todo el gasto militar del mundo debería conformar un fondo para salvar a la humanidad y la vida sobre la Tierra , como han propuesto los pueblos indígenas.
El sistema capitalista se basa en la competencia salvaje, no en la complementariedad de los opuestos, principio que está en la filosofía de nuestros pueblos ancestrales. Su sueño no es convivir pacíficamente, sino dominar al otro, someterlo y controlarlo. Para que el pueblo dominado acepte de buen grado la opresión, es preciso destruir su cultura e identidad, sumándolo al culto global de la mercancía y la exaltación del consumo. Y todo en nombre de “la civilización”, como si hubiera una sola en el mundo. Nosotros también somos una civilización, y una civilización que, por apostar a la vida, posee las llaves del futuro, frente a un mundo “civilizado” que marcha sin preocuparse hacia el abismo.
La concentración de la tierra en escasas manos significa la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas e indígenas, lo que además de degradar su sistema ecológico, destruye tanto su sociedad como su matriz cultural. Es que estamos ante un nuevo proceso de acumulación de capital por despojo a las comunidades, a las que se expropia sus recursos, a la vez que se corrompe con sobornos y otras artimañas el capital simbólico que se opone a ella. Todo gobierno que diga hacerse cargo de la tradición nacional y popular no puede tornarse cómplice de este saqueo que pone en peligro la identidad y supervivencia de sus grupos sociales, y con ella la posibilidad de florecimiento de nuestra civilización.
El neoliberalismo conquista el mundo con su lenguaje pseudo-religioso. Promete el paraíso con frases tan simplistas como dogmáticas, y amenaza con el desastre económico y con quedar “fuera del mundo” a los países que repudian sus propuestas desastrosas. Este crecimiento económico capitalista funciona así como un fetiche que impide pensar el desarrollo social de nuestros pueblos, cifrado, no en las ganancias, sino en la satisfacción de sus necesidades postergadas. Para sostener esta ilusión, están la publicidad, el sueño del consumo, la demagogia, la distorsión mediática de la realidad y, cuando esto no basta, la represión y el terrorismo de Estado. Los medios concentrados formatean a una opinión pública con sus falsedades y ocultamientos, a la vez que la distraen con una maraña de juegos y entretenimientos banales, que siempre exaltan la competencia. Cada vez hay más consumidores y menos ciudadanos, lo que convierte en ficción a la idea de democracia.
La globalización se puso hoy como divisa la abolición del lugar en aras de la voracidad del capital y en detrimento de los mundos simbólicos, así como procura uniformar la sensibilidad a través de la cultura de masas y afianzar el pensamiento único con el prestigio de las universidades, que han naturalizado en buena medida la colonialidad del saber y del hacer, y en especial a la economía neoliberal, abandonando así el compromiso emancipador del pensamiento iluminista.
Nuestra opción, entonces, es entre la vida, la sabiduría y la paz, por un lado, y por el otro, la “cultura” de la banalidad, la basura y la muerte.
LOS DERECHOS DE LA NATURALEZA
En rigor de verdad, nadie puede otorgar derechos a la Madre Tierra , pues ella es la fuente misma de todos los derechos y deberes, como lo entiende el principio del Buen Vivir del mundo andino, convergente con el Tekó Porä del área guaranítica de América del Sur, que se extiende por toda la costa atlántica.
Es hora de naturalizar al ser humano y humanizar a la Naturaleza , a la que ya se reconoce como sujeto de derecho. Para que este reconocimiento no se quede en el limbo de las buenas intenciones, se torna necesario imprimir un fuerte impulso al Derecho Ambiental, legislando sobre los principios que plantea la ecología profunda, sin quedarse en esos maquillajes y simulacros que tiñen de verde a los ecosistemas depredados.
Queda abolido el principio bíblico de que todo lo no humano es para el humano. Ningún ser viviente debe ser tratado como una cosa. El contrato social debe hoy complementarse con un contrato con la naturaleza. El hombre la derrotó ya con la tecnología, pero lejos de suspender esa “guerra” sigue adelante con ella, cada vez más empeñado en convertir a esa derrota en exterminio, lo que implica el suicidio de la especie humana.
La naturaleza no es un recurso libremente disponible, como pueden ser el dinero y las mercancías que se acumulan en los almacenes, sino un ser vivo que debe ser tratado como tal. Se puede extraer de ella elementos que se necesitan, pero en la medida en que no se afecte la capacidad de reproducción de los recursos renovables, y se ponga un cuidado extremo (lo que se dio en llamar “la axiología del cuidado”) con los no renovables.
La vía socialista -–y así lo entienden los pueblos originarios-- es la única forma posible de alcanzar una racionalidad ecológica que nos asegure un medio ambiente sano y sostenido, para no legar a nuestros nietos un mundo devastado por completo. Ya la carta orgánica de la UNASUR establece esta necesidad de un desarrollo sustentable, principio que muy poco se cumple, y constituye una de las principales incoherencias frente a los principios civilizatorios que se reafirman en este documento.
El cambio a lo sustentable no puede ser brusco, por los problemas económicos que podría generar, pero no cabe dilatar más el comienzo del proceso de transición hacia una economía y un mundo no sólo sustentable, sino verdaderamente sostenido, en todo el campo de la producción y manejo de los llamados “recursos naturales”. Dicha transición ha de basarse necesariamente en la desmercantilización del mundo, para que las mercancías devuelvan su sitio a los valores humanos. También en una descolonización del saber, del hacer y del poder, para avanzar así hacia una democracia profunda, hacia un poscapitalismo y un poscolonialismo. Esto debe darse en todos los países de la región, como un mensaje de racionalidad ambiental dirigido al mundo entero, pues de lo que se trata, en última instancia, es de salvar al planeta.
Los gobiernos progresistas que mantienen los principios del viejo desarrollismo, o implantan un neodesarrollismo no menos agresivo al medio ambiente, son incoherentes con nuestros principios civilizatorios. Por más distributivo que se presente este proceso, ninguna distribución puede hacerse al precio de la destrucción definitiva de los recursos no renovables, ni de los renovables, más allá de su capacidad de renovación, pues eso es condenar a quienes vienen detrás de nosotros.
En esa transición, es preciso incrementar la inversión en la generación de energías limpias y renovables, para ir sustituyendo en forma gradual a las que producen un efecto invernadero.
NUESTROS PÙEBLOS ORIGINARIOS
En las últimas décadas, nuestros pueblos originarios, vistos antes como una rémora del pasado que dificultaba el desarrollo de la región, pasaron a ser las raíces del futuro, pues nadie se hizo más cargo que ellos de la salvación del planeta y el diseño de un orden social alternativo. Convirtieron así en principios constitucionales el concepto quechua de Sumaj Kawsay, homologable al Suma Camaña de los aimaras y el Tekó Porä de los tupí-guaraníes. Tales principios se oponen frontalmente al desarrollismo ajustado a los modelos neoliberales, pero no con los de un desarrollo que no sea sólo sustentable, sino sostenido en la realidad ambiental.
En numerosos encuentros, ellos declararon que la vía socialista es la que más consagra sus principios comunitarios, y constituye la única posibilidad de preservar sus culturas ancestrales, imprimiéndoles un desarrollo que les permita satisfacer sus necesidades actuales sin renegar de sus propios principios.
Los pueblos de la América profunda no representan un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no ya en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada, no ya con la emancipación humana, sino con la sociedad de consumo y una grosera rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran muy bien hacia arriba pero aplastan a los de abajo, tanto en lo social como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un ser productivo, porque quienes no producen o producen menos (los ancianos, los niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los otros. Más aún, las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que poco producen, más que a la juventud productiva, porque sin su sabiduría no es posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la explotación del semejante y la pérdida de libertad.
Una propuesta de estos pueblos, dirigida a todo el mundo, es realizar un referéndum mundial sobre el cambio climático. También crear en cada país una Corte de Justicia para defender los derechos de la Madre Tierra , más una Corte Internacional que reciba los casos en segunda instancia, con poder coactivo y no meramente declarativo.
Estos pueblos hablan de una economía plural o compartida, no de un totalitarismo estatal. A la economía desarrollada por el Estado, en respuesta al mandato de las urnas, deben sumarse la social y cooperativa, la familiar y la privada, sujeta esta última a estrictas regulaciones del Estado.
El respeto a la diversidad cultural que piden estos pueblos no implica necesariamente desunión, si se establece una relación simétrica. La unificación no debe conducir a la uniformidad. Lo igual no es necesariamente idéntico. Lo diferente no es de por sí inferior o superior. La diferencia no debe ya seguir dando pie, como hasta hoy, a la explotación y la discriminación.
NUESTROS PRINCIPIOS CIVILIZATORIOS
No somos un Occidente de segunda ni la periferia de Europa y de los imperios. Todo orden, todo sistema simbólico, tiene su propia estructura, sus propios centros y periferias. Periféricos serían hoy quienes, cegados por el afán de acumular riquezas y exaltar al consumo, se libran a una creciente barbarie, hasta el punto de despreocuparse por la supervivencia de la especie, no firmando o eludiendo el cumplimiento de los acuerdos internacionales que buscan preservar la vida en el planeta.
Nuestra tarea, entonces, pasa hoy por civilizar a los nuevos bárbaros, porque además de asegurar la vigencia plena del principio civilizatorio del Buen Vivir a los actuales habitantes de la región, hay que asegurárselo a las generaciones por venir. El Buen (o Bello) Vivir implica para nuestros pueblos originarios el deber de legar a sus hijos una naturaleza igual a la que recibió, y en lo posible mejorada, pero nunca destruida ni degradada, pues ello conspira con la ética de la vida. Y esta norma tan sabia debería adquirir una validez universal.
Nuestra propuesta civilizatoria parte de la recuperación y potenciación de los saberes ancestrales en materia ambiental y otros ámbitos de la vida, para abrirse luego a ese diálogo que precisa el ecodesarrollo en todos los terrenos de la actividad humana. A la barbarie actual del monocultivo se opone una eficiencia productiva cifrada en pequeñas unidades agrarias, fundadas en una biología de la conservación. Ello exige un rechazo enérgico a la creciente ocupación del territorio por las corporaciones, lo que ocurre aún en países que optaron por la vía progresista, lo que implica una llamativa incoherencia. Tampoco las economías regionales deben subordinarse a las metrópolis nacionales, y menos aún a las extranjeras. El derecho de consulta a las comunidades afectadas, consagrado ya por numerosas constituciones, debe ser respetado plenamente, sin instigar la formación en ellas de grupos sobornados para apoyar esa penetración, con miras a legitimarla. Vemos así proyectos mineros que consumen un alto porcentaje del agua usada para riego de sus cultivos y uso doméstico, o que la devuelven contaminada. Bajo este principio, surgieron los cantones ecológicos como el de Cotacachi, en Ecuador, que fue el primero, y otros que vinieron después, como el de Tambo Grande (Perú) y Esquel (Argentina).
Nuestros principios civilizatorios exigen acabar con las guerras (las que en nuestra región fueron internas y no internacionales en los últimos 70 años, lo que no ocurrió en el resto del mundo), así como con todas las formas de colonialismo. Precisa para ello poner coto a la voracidad de las corporaciones, que no sólo saquean los recursos naturales, sino que corrompen el ethos social de las comunidades y destruyen sus sistemas simbólicos.
Cabe destacar que a esta guerra suicida contra la naturaleza no la emprendió la cultura, sino una cultura: la occidental, que representa apenas un quinto de la humanidad.
Un mundo limpio requiere el uso creciente de energías limpias y renovables, así como una fuerte inversión en ellas. La provisión de agua potable, así como el poder respirar un aire sano, no contaminado, son derechos de todo ser humano, asegurados por numerosas constituciones y documentos internacionales, pero de los que poco se ocupan los gobiernos, al priorizar sus relaciones carnales con la voracidad capitalista y exaltar al dios Consumo.
En los días que corren, el desarrollo científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad, no hace falta destruir la base territorial de la economía, como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo es definirnos como civilización mediante esta Declaración de nuestra independencia cultural y actuar en consecuencia, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya larga y sangrienta aventura de la especie con una racionalidad fundada en la solidaridad y no en el más crudo individualismo, que hizo del hombre el lobo del hombre.
Resulta de fundamental importancia reducir en forma gradual el nivel de concentración de la tenencia de la tierra mediante una distribución más justa de ella, apelando a una reforma agraria o a medidas que la limiten, expropiando los latifundios, y en especial los concedidos a las corporaciones. Legislar también sobre una restricción a la compra de empresas por otras que trabajen en el mismo rubro, para coartar así una acumulación de capital que tiende siempre al monopolio. Y sobre todo, combatir la concentración mediática, que torna ilusoria la democracia, al ponerse al servicio del capital concentrado y combatir, con falsedades y el ocultamiento de toda información positiva para las mayorías, los intentos de llevar adelante reformas contrarias a sus intereses privados.
Cabe reconocer a Hugo Chávez el mérito de haber retomado el pensamiento de Bolívar, Monteagudo, Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, San Martín, Artigas, Sucre y muchos otros de nuestros próceres más esclarecidos, al convocar a cuatro congresos anfictiónicos bolivarianos más, fundar la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) como alternativa al ALCA y empujar, junto con Brasil, la conformación de UNASUR, proceso que fue luego a desembocar en la conformación de la CELAC. Al firmar la Carta de Jamaica (1815) y excluir a Estados Unidos como miembro de lo que Martí llamaría luego “Nuestra América”, Bolívar marcó el nacimiento del latinoamericanismo. Mientras que éste traza el camino de nuestra propia y verdadera historia, de nuestra emergencia como civilización nueva, el panamericanismo, cuyo antecedente más lejano sería la Doctrina Monroe (1823), implica una sumisión a Estados Unidos, el que esgrime hoy el ALCA como mecanismo de dominación. Si bien éste fue rechazado en 2005 en la Cumbre de Mar del Plata, avanza por medio de acuerdos bilaterales y golpes institucionales, con loa uw logeó conformar la Alianza del Pacífico. Ambos fueron a lo largo de dos siglos los grandes polos dialécticos de nuestra historia, la que no se puede comprender con claridad al margen de ellos.
Debemos hoy pensar y programar nuestra realidad con una visión estratégica, para no ser pensados y programados por otros. Quien no se proyecta desde sí, es incorporado a un proyecto ajeno. Ello implica no quedarse en una actitud de resistencia, sino asumir el rol activo de renovar la tradición. Se muestra particularmente activo entre nosotros un tradicionalismo revolucionario, que procura revolucionar la tradición en todos los campos de la vida, o recuperar lo que ella tiene de valioso por su humanidad.
Una región es hoy un universal, y al actualizar su imaginario para alcanzar su propia modernidad tendrá su sitio en el concierto mundial. No hay países centrales y periféricos. Todo país, toda región, todo lugar, tiene su centro simbólico, o varios centros jerárquicamente dispuestos, y también sus periferias. El peligro de esta representación equívoca es que tiende a ontologizar algo que sólo se refiere a una situación desventajosa, la que no juega además en todo momento, sino apenas en algunas fases de la interacción social y política. Al ontologizarlo, se internaliza la dominación como algo ineluctable y definitivo.
No podemos ceder a otros el establecimiento y administración del sentido. No podemos reducirnos a la condición de meros glosistas del pensamiento ajeno, proporcionando ejemplos locales para dar a los países hegemónicos un status universal. Más bien debemos defender nuestras propias creaciones, potenciando y actualizando nuestros valores, para alcanzar así un lugar genuino en el concierto universal, que no será el de la globalización neoliberal, sino el de otra forma de mundialización verdaderamente pluralista, respetuosa de la diferencia y los valores conquistados por la especie en su ya larga marcha por la oscuridad del tiempo. Porque nunca se exaltó tanto la diversidad cultural como en esta época en que las prácticas políticas y económicas la niegan de raíz, demoliendo sus cimientos simbólicos. Sólo descolonizando el saber podremos descolonizar el hacer y el poder.
El camino al futuro debe empezar por la recuperación crítica de nuestra historia, de sus mejores gestas y banderas, entre las que figura el ideario latinoamericano, que hoy como ayer nos demanda la integración. De esa capacidad de asumir nuestras raíces históricas sin discriminación alguna depende en gran medida el futuro de la región, y en especial un futuro que sea para todos, y no sólo para los pocos que concentran la riqueza, desinforman al pueblo con sus medios de incomunicación, promueven su marginación económica y tienen por Meca el santuario de Miami y los shopping centers locales. Y si es preciso tomar esta decisión, ¿qué mejor que aprovechar el Bicentenario del Congreso de Tucumán para hacerlo, a fin de que nuestros próceres, desde la ambigua gloria en que los confinamos tras malversar su legado, vean que no lucharon en vano?
La lucha por el destino de Nuestra América no puede plantearse hoy en términos de mera resistencia, porque se trata ya, como única forma de evitar el desastre, de pasar a la ofensiva, a fin de recuperar la independencia perdida o nunca terminada de conquistar, y también de aportar modelos para la nueva era que comienza, en los que no tendrán sitio alguno los Señores de la Economía Abstracta.
Entendemos que el crecimiento económico debe ir siempre acompañado por el desarrollo de la conciencia colectiva y la afirmación plena de una identidad cultural. Hundiendo los pies en el pensamiento bolivariano, el ALBA propone como segundo eje anteponer lo social a lo económico, para instaurar un nuevo socialismo de base humana, justa, no autoritaria. Propone para eso no colocar a la máquina ni al Estado por delante, sino al hombre. Su cuarto eje habla de un desarrollo endógeno, por dentro y desde adentro, que no esté pendiente de las inversiones extranjeras. El quinto eje se ocupa del plano internacional y reflota el proyecto bolivariano, el que de haber tenido éxito en el Congreso Anfictiónico de Panamá ocuparíamos hoy un lugar eminente en el mundo.
Otro desafío pasa por alcanzar una ciudadanía latinoamericana y caribeña, como ya se hizo en el MERCOSUR.
ADOLFO COLOMBRES
Buenos Aires, marzo de 2016
INDEPENDENCIA CULTURAL
DEL CONGRESO DE LOS PUEBLOS LIBRES AL DE TUCUMÁN
En abril de 1815, Artigas convocó al Congreso de Oriente o de los Pueblos Libres en Arroyo de La China (hoy Concepción del Uruguay, a la sazón capital de Entre Ríos). Éste contó con la presencia de diputados de las provincias de Corrientes, Entre Ríos, Misiones, Córdoba, Santa Fe y la Banda Oriental , las que el 29 de junio de ese año se declararon, cada una de ellas por su lado, independientes de Buenos Aires y de todo poder extranjero, a la vez que invitaban a las demás provincias que integraban las Provincias Unidas del Río de la Plata a sumarse al sistema federal allí establecido. La idea era que estas provincias independientes y autónomas conformaran, en lo que fuera el Virreinato, una Confederación de los Pueblos Libres, delegando parte de su soberanía, lo que consumaría el sueño de la Patria Grande. En el proyecto de Artigas, la capital de dicha Confederación no debía ser Buenos Aires, sino una ciudad mediterránea, con el argumento de que sólo las colonias tienen su capital en los puertos.
El Congreso de Tucumán abandona el concepto de Provincias Unidas del Río de la Plata , utilizado en el Congreso de Oriente, pero se abre asimismo a la Patria Grande. El territorio al que se refiere el Acta de la Independencia se denomina “Provincias Unidas en Sud América”, una entidad que no existía entonces ni existió después como persona jurídica de derecho público. La Historia soslaya las razones de este llamativo cambio de nombre, aunque resulta evidente que dicho congreso no miraba hacia el puerto de Buenos Aires, donde se consolidaba el poder económico y político inglés y de otras potencias extranjeras, para abrazar la civilización andina, una tradición cultural de seis mil años que impregnaba, además del Alto Perú, allí representado por cinco congresales, al Noroeste argentino y la mayor parte de Cuyo. En este impulso se llegó incluso a proponer la coronación de un Inca en una monarquía constitucional, señalándose como posible candidato a Juan Bautista Tupac Amaru, hermano de José Gabriel Condorcanqui. Este proyecto, que tanto se criticó a Belgrano, había sido ya pensado por Francisco de Miranda, y contaba con la aprobación de San Martín, Güemes y los diputados del Alto Perú, entre otros de nuestros próceres, como un modo de que los pueblos originarios sintieran suya esa independencia. También para evitar la anarquía ya avizorada, que durante más de seis décadas habría de sangrar al país. La mayor oposición surgió de Tomás Manuel de Anchorena y los otros diputados por Buenos Aires,
No asistieron al Congreso de Tucumán diputados de las provincias firmantes al Congreso de Oriente, considerando acaso que ellos ya habían declarado su independencia, y sí Buenos Aires (ausente en Arroyo de La China , y que en esta ocasión envió a siete diputados), por el sur, y el Alto Perú por el norte, el que se consideraba entonces una parte legítima de la gran nación en ciernes. Sólo la provincia de Córdoba participó en ambos congresos.
Resulta importante destacar en esta efeméride que ninguno de los dos congresos declaró la independencia de Argentina, vocablo entonces poco usado en el terreno político, que se originaba en el poema de Martín del Barco Centenera, editado en Lisboa en 1602, y servía en todo caso para designar a la región de Buenos Aires. O sea, la Independencia Argentina , hablando con propiedad, no tuvo lugar en ese tiempo. Lo que sí quedó explícito en el Congreso de Tucumán es la voluntad de independizarse de España, y también, aunque con menor énfasis, de abrirse sin mezquinas reservas al proceso civilizatorio andino, y por su intermedio a la Patria Grande.
BERNARDO DE MONTEAGUDO Y JUAN BAUTISTA ALBERDI
Y es mirando hacia esa Patria Grande que proponemos declarar, en esta misma ciudad de Tucumán, la Independencia Cultural de Nuestra América, entendida como el nacimiento de una nueva civilización. Lo que nos lleva a elegir este lugar para un acto de proyección latinoamericana, es el firme propósito de honrar la memoria de dos personalidades ilustres que dio esta tierra a la región: Bernardo de Monteagudo y el joven Alberdi.
Nacido en 1789 en un hogar humilde, Bernardo de Monteagudo es acaso el menos reconocido y venerado de nuestros próceres, a pesar de la importancia capital que tuvo no sólo en la independencia del antiguo Virreinato del Río de la Plata , sino también en los del Perú y Nueva Granada. Los monumentos y calles que lo recuerdan son pocos, y muy mezquino sitio le reservan los textos escolares.
Estudió en la Universidad de Chuquisaca, donde también se formaron en ese mismo tiempo Mariano Moreno y Juan José Castelli, con quienes conformará el trío más duro, o jacobino, de la Revolución de Mayo. Participó de la Revolución de Chuquisaca del 25 de mayo de1809, tomando a su cargo la redacción de la proclama, lo que le valió ser encarcelado por el General Goyeneche. A fines de ese año logró fugarse de la cárcel, y tras la batalla de Suipacha, cuando Castelli tomó Potosí, se dirigió hacia esa ciudad a ofrecerle su colaboración. Éste lo nombró auditor del Ejército del Norte, y se sumó así de pleno al brazo militar más radicalizado. Sus consejos incidieron probablemente en la proclama que hizo Castelli en Tiahuanaco, liberando a los indios de sus encomenderos.
En 1817, poco después de la batalla de Chacabuco, Monteagudo cruza la Cordillera de los Andes y se pone a las órdenes de San Martín, como auditor del Ejército Argentino, y también de O’Higgins, para quien redactó el Acta de la Independencia de Chile, jurada el 12 de febrero de 1818. En 1820 se embarca con San Martín en Valparaíso, con el cargo de Secretario de Guerra y Auditor del Ejército Unido Libertador del Perú. El 28 de julio de ese año, San Martín dispuso en la Plaza Mayor de Lima la jura de la Independencia del Perú, nombrando a Monteagudo Ministro de Guerra y Marina, para asumir luego el Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores. Al hallarse San Martín casi totalmente absorbido por los aspectos militares, el gobierno del Perú quedó de hecho en sus manos. Con este poder supremo, decretó la libertad de vientres, la abolición de la mita y la expulsión del arzobispo de Lima, así como la creación de la Biblioteca Nacional del Perú y de una escuela normal para la formación de maestros. Por todo esto, fue primero odiado en dicho país, y finalmente olvidado, mientras que San Martín es allí una figura muy querida y venerada.
A Simón Bolívar lo conoce en 1823 cerca del lago de Cuicocha (norte de Ecuador), poco después de la batalla de Ibarra. Fuertemente impresionado el Libertador por la claridad de sus ideas y la fuerza con que procuraba implementarlas, lo toma como un colaborador cercano y el principal mentor de sus planes americanistas, hasta el punto de encomendarle la convocatoria del Congreso Anfictiónico de Panamá, lanzada el 7 de diciembre de 1824, días antes de la batalla de Ayacucho. Al texto de la convocatoria lo redactó Bolívar, pero sobre la base de un documento escrito por Monteagudo, con el título de “Necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”. Al convocar dicho congreso, Bolívar le dijo a Santander, sellando así la base del latinoamericanismo, que Estados Unidos no debía formar parte de los arreglos americanos, y que no había por lo tanto que invitarlo. Dijo también, en otra oportunidad, que Estados Unidos estaba llamado por la Providencia a sembrar el mundo de males en nombre la libertad.
El 6 de diciembre de 1824, Monteagudo entró en Lima precediendo a Bolívar, ciudad donde será asesinado en la noche del 28 de enero de 1825. Tenía apenas 35 años. Se cuenta que salió perfumado y vestido con sus mejores galas, para acudir a una cita amorosa, y terminó agonizando en un charco de sangre, acuchillado por un sicario en la callejuela San Juan de Dios.
Se dijo de él que fue una de las mentalidades más extraordinarias y sólidas, una de las conductas más abnegadas e insobornables de la epopeya emancipadora. También que su política pudo haber sido imprudente, y fue en verdad prematura, pero lo presenta sin duda como un hombre superior a sus contemporáneos.
En este intento de poner en valor los aportes intelectuales y políticos de relieve que hizo Tucumán a la causa de Nuestra América, se reivindica asimismo al joven Alberdi, especialmente por su Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho, su tesis de licenciatura, que escribió en 1837, a los 26 años de edad. Por esta obra, Leopoldo Zea lo llamaría un siglo y medio después “padre del pensamiento americano”. Decía el joven Alberdi que “un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y fórmula de su vida, la ley de su desarrollo”. Y añadía que “no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, de las formas exóticas”. Y a modo de conclusión, señalaba: “Ya es hora de que la filosofía mueva los labios”. No, claro, para seguir explayándose en sus viejas miserias, sino para abordar el espinoso tema de la identidad y articular las bases de nuestra racionalidad, entendida como una alternativa a esa Razón ya decrépita y maquillada hoy en términos de mercado. Para el joven Alberdi, sin una filosofía propia no podía haber nación, y añadiríamos hoy que tampoco puede existir una región culturalmente tan fuerte como Nuestra América. Con su capacidad de desmontar los mensajes que deforman y enmascaran lo real, la filosofía constituye un modo de vigilancia crítica, una nueva razón enfrentada a un irracionalismo depredador, por no decir a una barbarie más dañina que la de los “bárbaros” de antaño, pues no tiene otro dios que el consumo ni más meta que la usura y la ganancia desmedida. Tanto la filosofía como la antropología, bien entendidas, permiten entrar en esa tercera dimensión de la cultura, que es la de profundidad. Y no de cualquier cultura, sino de la propia, lo que implica ya bajarse de esa atalaya falsamente universalista que edificó la modernidad occidental, para territorializar y temporalizar de este modo nuestro pensamiento, propendiendo a su difusión y universalización. En este mundo cada vez más superficial, todo viaje a lo profundo resulta subversivo, y pone en guardia a los profetas de la acumulación y el éxito personal.
EL PROBLEMA CIVILIZATORIO
La negación de Europa proclamada en los tiempos de la Independencia por la clase criolla blanca dominante no fue una negación de la europeidad, por lo que la división fue entonces entre europeos de Europa y europeos del exilio. Querían ser americanos sin cortar el vínculo cultural y civilizatorio, por lo que poco les cuesta hoy a sus descendientes reconocerse como occidentales, aunque más no sea de segunda, sin que nada se rebele en el hondo de su ser. Americanos, sí, pero claro que distintos de las masas indígenas y negras, a las que siguen dominando, y también de sus variados mestizajes aún no blanqueados social y culturalmente.
Al concluir el siglo XIX, había triunfado ya en esas clases dominantes y en los intelectuales la idea de uncir a América al destino de Occidente, abandonando así el proyecto de abrir camino a una civilización propia, como algunos llegaron a proponerlo, sin renunciar por cierto de la europeidad. Se negaba así la identidad del país profundo, al que el sistema educativo alienaba en lo simbólico, imponiéndole un orden de valores ajeno.
Por lo general, los antropólogos y filósofos de Nuestra América han eludido, salvo algunas honrosas excepciones, la cuestión civilizatoria. Prefieren hablar sólo de "cultura latinoamericana" y ocuparse de un grupo humano en particular, sin ver que la mayor parte de sus problemas se origina en una imposición que les niega la identidad, el derecho a desarrollar un modelo distinto y probar su eficacia en un medio determinado.
Ya Bonfil Batalla, refiriéndose a los indígenas, señalaba que el concepto de civilización permite trascender las particularidades concretas de cada cultura e intentar ver en el conjunto de todas ellas un proyecto distinto, así como entender la continuidad milenaria de su civilización. Decía también que los préstamos y sus propias trasformaciones habían cambiado el rostro de esas culturas, pero que la matriz civilizatoria permanecía. Nada, a su criterio, impedía construir desde ella un proyecto alternativo que nos permitiera mirar a la civilización occidental desde la perspectiva de nuestra propia civilización original, en vez de seguir mirando a Nuestra América con ojos europeos y procurar mimetizarnos con su modelo. ¿Por qué no? Ya Martí había advertido que el mismo golpe que paralizó al indio paralizó a América, y que mientras éste no echase a andar de nuevo tampoco América andaría bien, algo que la historia de las últimas décadas vino a confirmar.
El mismo Samuel Huntington señala a América Latina (antes la había llamado Iberoamérica) como una de las nueve civilizaciones que en el siglo XXI se disputarían el escenario del mundo. Resulta por demás irónico que desde el centro imperial de Harvard nos reconozcan una condición de civilización emergente que los intelectuales de la región aún vacilan en esgrimir, como si temieran caer en el ridículo.
La idea de América Latina (que aquí, siguiendo a Martí, llamamos Nuestra América, para diferenciarla de la otra) siguió consolidándose a lo largo del siglo que pasó, pero la lenta construcción de este sujeto colectivo no ha generado hasta ahora entre nosotros una necesidad imperiosa, y ni siquiera manifiesta, de llevar la cuestión al plano civilizatorio, aunque al fin de cuentas, de lo que estamos hablando aquí es de civilización. Decía Bonfil Batalla que es a la escala de una civilización cómo se mide la trascendencia de los problemas y se reconocen la capacidad y las potencialidades de un pueblo.
Claro que en nuestro caso, por tratarse de un sujeto colectivo que busca afirmarse como tal, no podrá haber civilización sin un proyecto civilizatorio, sin una construcción diferente a la occidental y una voluntad explícita de alejarse de los modelos ajenos para inscribir una particularidad en el concierto universal. Porque es en el marco de un proyecto civilizatorio donde adquieren sentido y se potencian las formas propias de estructurar la realidad, de acceder al conocimiento del mundo y elaborar las redes simbólicas. Si ya todo proyecto nacional debe definirse en términos civilizatorios, resulta aún más inconducente hablar de Nuestra América en términos que no sean de este carácter, es decir, que no propongan una alternativa, un modelo diferente opuesto a otros, por más que en su composición intervengan una multitud de elementos de origen europeo, como ser las lenguas mayoritarias de la región, para citar tan sólo un aspecto nada secundario.
Asumir el problema civilizatorio obliga también a combatir de un modo más radical las distintas formas de discriminación cultural y social que no pudimos enterrar en el siglo XX. La negación de la diferencia puede tomarse como una definición de la barbarie. Cuanto más simétricas sean las relaciones entre las matrices culturales, mayor será el florecimiento de la civilización que propugnamos. Y no hablamos sólo de coexistencia pacífica, cimentada en un pacto de no agresión, de respeto mutuo, sino de un activo intercambio de experiencias creativas entre dichas matrices, pues es esto lo que producirá los frutos más sorprendentes. Y no serán frutos híbridos, sino inscritos en el proceso cultural de una matriz específica, de sujetos colectivos con carácter histórico que deben ser legitimados como unidades políticas con cierta autonomía. Ya decía el joven Alberdi, como se dijo, que un pueblo no alcanza el estado de civilización montándose al proyecto de otro pueblo, sino tomando conciencia de su ser en el mundo, de su identidad y su especificidad cultural.
América tiene una historia milenaria, donde no faltaron procesos civilizatorios que asombraron al mundo ni voluntad política de proyectar a nuestros pueblos como entidades diferentes, sin que ello implicara cerrarse a otros aportes, y en especial a los de Europa, que mucho contribuyeron a definir aquí nuevas matrices simbólicas. Hoy éstas se hallan en serio peligro, pues entramos en el nuevo milenio sin un proyecto capaz de asegurar, frente a una invasión globalizadora, la continuidad de nuestros procesos histórico-culturales. La conciencia de civilización crece en el mundo, como respuesta a los vientos uniformadores, pero en Nuestra América no se habla de ella.
Nuestra propuesta civilizatoria no puede basarse en una idealización nacionalista del pasado indígena y de otras formaciones sociales que también integran la América profunda, pero deberá tomar especialmente en cuenta dichas matrices, incorporando al acervo común lo mejor su patrimonio cultural.
La tarea de los filósofos, antropólogos y otros científicos sociales no es sólo buscar la verdad americana, sino también pensar el mundo desde aquí, preocupándose por la validez universal de nuestro pensamiento. Hasta ahora, más que filosofar nos ha preocupado coincidir, aunque fuese por la vía de una imitación sumisa, con lo que llamamos filosofía universal. O sea, más que pensar, nos afanamos en estudiar y repetir con algunas tímidas glosas lo que en Europa se consideraba filosofía.
En 1953, Leopoldo Zea escribió que América no había hecho aún su propia historia, sino que pretendía vivir la historia de la cultura europea. En gran medida esto era entonces cierto, pero creemos que entramos ya en el buen camino, o sea, que estamos haciendo, aunque todavía con serios obstáculos, la historia de nuestras culturas, y que sólo nos queda, como tarea para las primeras décadas de este siglo, dar los pasos decisivos que nos definirán como una civilización diferente y con conciencia de sí, dispuesta a reclamar su sitio en el concierto mundial. Ha llegado la hora de ser, y este plazo que podemos aún tomarnos será sin duda la ultima oportunidad para optar, pues la avalancha globalizadota no nos dará otra.
"La abstracción pura, la metafísica en sí, no echará raíces en América", decía el joven Alberdi, mas en esto se equivocó. Las clases dirigentes usaron la metafísica como consuelo frente a la "barbarie" nativa, y dejaron pasar el tiempo situándose fuera de dicho proceso, volviendo la espalda a su propia historia. Pero la larga siesta ha terminado, como lo advierten el creciente descontento de los pueblos, el discurso radicalizado de muchos de sus movimientos políticos y las experiencias últimas de gobiernos progresistas de la región. También la filosofía, por fortuna, ha empezado a mover los labios.
Porque lo cierto es que buena parte de los pensadores americanos, de distinto signo político, están de acuerdo en afirmar la comunidad de destino de nuestros pueblos, probada a lo largo de una historia que, al ser escrita --más allá de enfoques parciales o sectoriales-- muestra su vocación unitaria, realidad formalizada hoy por la UNASUR , la CELAC y el ALBA Cultural, entre otros esfuerzos de integración, como el MERCOSUR y la Comunidad Andina de Naciones.
Este nuevo milenio pone entonces a Nuestra América ante una opción de hierro: o emerge como una verdadera civilización, consciente de su particularidad y valor universal, y sobre todo armada de un proyecto propio, o queda convertida en un Occidente de segunda mano, despreciado por su falta de originalidad y su servilismo intelectual y político. Hablar de Nuestra América en términos de una civilización emergente no es una utopía irrealizable, algo ambicioso y descabellado, sino el único camino que tenemos de asumir nuestra diferencia en términos de un proyecto que nos asegure un lugar digno en el nuevo milenio.
Emerger como una civilización, siguiendo el camino que tomaron otros conjuntos de pueblos unidos por factores históricos, implica un esfuerzo por apuntalar los procesos generadores de alteridad, desarrollar los aspectos específicos de nuestras culturas y promover su universalización. La opción por Occidente, por el contrario, corre aparejada a un creciente aplanamiento de lo propio, a una banalización de los símbolos y de todo nuestro imaginario social, para suplantarlos por los subproductos culturales de una modernidad consumista, que se ha vaciado ya de contenidos éticos y filosóficos.
El entusiasmo que ha despertado en los países de Nuestra América el hecho de que se estén cumpliendo dos siglos de la iniciación del proceso que habría de llevarlos a la relativa independencia de la que hoy gozan, resulta un tanto excesivo si se trata de celebrarlo con alardes patrioteros, pero oportuno si lo tomamos como una conmemoración crítica, que mida los logros y retrocesos en la ineludible marcha hacia esa Segunda Independencia ya avizorada por el mismo Alberdi, y sobre todo que adopte una mirada desde abajo, desde esos “pobres de la tierra” a los que cantara Martí en sus versos sencillos. En 1816, prácticamente la mitad del territorio de lo que es hoy América del Sur pertenecía a pueblos originarios aún no sometidos por la Colonia , por lo que se puede decir que no les faltaba esa independencia que los criollos salieron a conquistar para sí. En cuanto a las comunidades agrícolas ya incorporadas al sistema colonial, Carlos III había dictado medidas protectoras, que entre otras cosas les garantizaban la propiedad de la tierra. Los pueblos originarios apoyaron la causa de la Independencia sin escatimar su sangre, pero lo primero que hicieron las nacientes repúblicas fue despojarlos de las tierras que habían logrado retener durante la Colonia , incluso con matanzas que permiten hablar de la continuidad del genocidio con métodos tan o más cruentos, que incluyeron fusilamientos masivos y diseminación de pestes. Hoy son ínfimas e insuficientes para su desarrollo las tierras que poseen, y siguen siendo asediados y despojados por una violencia cada vez más abstracta, pues ni siquiera pueden cifrarla, como antaño, en la odiosa figura de un patrón. Quienes la ejecutan ni siquiera saben a ciencia cierto de dónde vienen las órdenes y el dinero con que se les paga.
En este aspecto se puede decir que vamos hacia atrás, hacia la peor de las barbaries conocidas, pues se está acabando no sólo con la diversidad cultural y la soberanía alimentaria de los pueblos, sino con el mismo planeta. De ahí que Evo Morales se vio impulsado a presentar ante la Asamblea de las Naciones Unidas, en 2008, un documento titulado “Los 10 mandamientos para salvar al planeta, la humanidad y la vida”, basado tanto en la filosofía indígena ancestral como en las cifras alarmantes que revelan las fuentes de dicho organismo internacional. En reconocimiento de nuestros avances en el proyecto humano, Gianni Vattimo declaró: “No sólo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo.”
CAPITALISMO Y GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL
La globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anti-cultural. Sus pilares son concentración de la riqueza, distribución de la pobreza y devastación de la naturaleza. O sea, la más feroz de las barbaries conocidas por la Historia.
La lógica del sistema capitalista está acabando con el planeta, en su afán ilimitado de acrecentar las ganancias a cualquier precio, valiéndose para ello de mecanismos delictivos. Para el capitalismo nada es sagrado ni digno de respeto. En su fase actual, significa un retroceso en la historia moral de la especie, que destruye o torna ilusoria la democracia, los principios de solidaridad y reciprocidad que rigen en nuestras comunidades y la dignidad de la persona humana. En sus manos, todo se convierte en mercancía: el agua, la tierra, el genoma humano, las culturas ancestrales, la justicia, la ética y hasta la misma muerte. Todo, absolutamente todo, se compra y se vende. Hasta la resistida política de contrarrestar el cambio climático es objeto de transacciones, al negociarse los cupos que otorgan “derecho” a liberar gases que causan un efecto invernadero.
El capitalismo necesita también de la guerra para sostenerse, pues acaso su mayor negocio es fabricar y traficar armas sumamente mortíferas y abrir los mercados a fuerza de cañones. Más del 50% del gasto militar del planeta lo realiza Estados Unidos, lo que habla de por sí de “la vocación manifiesta” de este país. Para alcanzar la madurez de la especie, todo el gasto militar del mundo debería conformar un fondo para salvar a la humanidad y la vida sobre la Tierra , como han propuesto los pueblos indígenas.
El sistema capitalista se basa en la competencia salvaje, no en la complementariedad de los opuestos, principio que está en la filosofía de nuestros pueblos ancestrales. Su sueño no es convivir pacíficamente, sino dominar al otro, someterlo y controlarlo. Para que el pueblo dominado acepte de buen grado la opresión, es preciso destruir su cultura e identidad, sumándolo al culto global de la mercancía y la exaltación del consumo. Y todo en nombre de “la civilización”, como si hubiera una sola en el mundo. Nosotros también somos una civilización, y una civilización que, por apostar a la vida, posee las llaves del futuro, frente a un mundo “civilizado” que marcha sin preocuparse hacia el abismo.
La concentración de la tierra en escasas manos significa la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas e indígenas, lo que además de degradar su sistema ecológico, destruye tanto su sociedad como su matriz cultural. Es que estamos ante un nuevo proceso de acumulación de capital por despojo a las comunidades, a las que se expropia sus recursos, a la vez que se corrompe con sobornos y otras artimañas el capital simbólico que se opone a ella. Todo gobierno que diga hacerse cargo de la tradición nacional y popular no puede tornarse cómplice de este saqueo que pone en peligro la identidad y supervivencia de sus grupos sociales, y con ella la posibilidad de florecimiento de nuestra civilización.
El neoliberalismo conquista el mundo con su lenguaje pseudo-religioso. Promete el paraíso con frases tan simplistas como dogmáticas, y amenaza con el desastre económico y con quedar “fuera del mundo” a los países que repudian sus propuestas desastrosas. Este crecimiento económico capitalista funciona así como un fetiche que impide pensar el desarrollo social de nuestros pueblos, cifrado, no en las ganancias, sino en la satisfacción de sus necesidades postergadas. Para sostener esta ilusión, están la publicidad, el sueño del consumo, la demagogia, la distorsión mediática de la realidad y, cuando esto no basta, la represión y el terrorismo de Estado. Los medios concentrados formatean a una opinión pública con sus falsedades y ocultamientos, a la vez que la distraen con una maraña de juegos y entretenimientos banales, que siempre exaltan la competencia. Cada vez hay más consumidores y menos ciudadanos, lo que convierte en ficción a la idea de democracia.
La globalización se puso hoy como divisa la abolición del lugar en aras de la voracidad del capital y en detrimento de los mundos simbólicos, así como procura uniformar la sensibilidad a través de la cultura de masas y afianzar el pensamiento único con el prestigio de las universidades, que han naturalizado en buena medida la colonialidad del saber y del hacer, y en especial a la economía neoliberal, abandonando así el compromiso emancipador del pensamiento iluminista.
Nuestra opción, entonces, es entre la vida, la sabiduría y la paz, por un lado, y por el otro, la “cultura” de la banalidad, la basura y la muerte.
LOS DERECHOS DE LA NATURALEZA
En rigor de verdad, nadie puede otorgar derechos a la Madre Tierra , pues ella es la fuente misma de todos los derechos y deberes, como lo entiende el principio del Buen Vivir del mundo andino, convergente con el Tekó Porä del área guaranítica de América del Sur, que se extiende por toda la costa atlántica.
Es hora de naturalizar al ser humano y humanizar a la Naturaleza , a la que ya se reconoce como sujeto de derecho. Para que este reconocimiento no se quede en el limbo de las buenas intenciones, se torna necesario imprimir un fuerte impulso al Derecho Ambiental, legislando sobre los principios que plantea la ecología profunda, sin quedarse en esos maquillajes y simulacros que tiñen de verde a los ecosistemas depredados.
Queda abolido el principio bíblico de que todo lo no humano es para el humano. Ningún ser viviente debe ser tratado como una cosa. El contrato social debe hoy complementarse con un contrato con la naturaleza. El hombre la derrotó ya con la tecnología, pero lejos de suspender esa “guerra” sigue adelante con ella, cada vez más empeñado en convertir a esa derrota en exterminio, lo que implica el suicidio de la especie humana.
La naturaleza no es un recurso libremente disponible, como pueden ser el dinero y las mercancías que se acumulan en los almacenes, sino un ser vivo que debe ser tratado como tal. Se puede extraer de ella elementos que se necesitan, pero en la medida en que no se afecte la capacidad de reproducción de los recursos renovables, y se ponga un cuidado extremo (lo que se dio en llamar “la axiología del cuidado”) con los no renovables.
La vía socialista -–y así lo entienden los pueblos originarios-- es la única forma posible de alcanzar una racionalidad ecológica que nos asegure un medio ambiente sano y sostenido, para no legar a nuestros nietos un mundo devastado por completo. Ya la carta orgánica de la UNASUR establece esta necesidad de un desarrollo sustentable, principio que muy poco se cumple, y constituye una de las principales incoherencias frente a los principios civilizatorios que se reafirman en este documento.
El cambio a lo sustentable no puede ser brusco, por los problemas económicos que podría generar, pero no cabe dilatar más el comienzo del proceso de transición hacia una economía y un mundo no sólo sustentable, sino verdaderamente sostenido, en todo el campo de la producción y manejo de los llamados “recursos naturales”. Dicha transición ha de basarse necesariamente en la desmercantilización del mundo, para que las mercancías devuelvan su sitio a los valores humanos. También en una descolonización del saber, del hacer y del poder, para avanzar así hacia una democracia profunda, hacia un poscapitalismo y un poscolonialismo. Esto debe darse en todos los países de la región, como un mensaje de racionalidad ambiental dirigido al mundo entero, pues de lo que se trata, en última instancia, es de salvar al planeta.
Los gobiernos progresistas que mantienen los principios del viejo desarrollismo, o implantan un neodesarrollismo no menos agresivo al medio ambiente, son incoherentes con nuestros principios civilizatorios. Por más distributivo que se presente este proceso, ninguna distribución puede hacerse al precio de la destrucción definitiva de los recursos no renovables, ni de los renovables, más allá de su capacidad de renovación, pues eso es condenar a quienes vienen detrás de nosotros.
En esa transición, es preciso incrementar la inversión en la generación de energías limpias y renovables, para ir sustituyendo en forma gradual a las que producen un efecto invernadero.
NUESTROS PÙEBLOS ORIGINARIOS
En las últimas décadas, nuestros pueblos originarios, vistos antes como una rémora del pasado que dificultaba el desarrollo de la región, pasaron a ser las raíces del futuro, pues nadie se hizo más cargo que ellos de la salvación del planeta y el diseño de un orden social alternativo. Convirtieron así en principios constitucionales el concepto quechua de Sumaj Kawsay, homologable al Suma Camaña de los aimaras y el Tekó Porä de los tupí-guaraníes. Tales principios se oponen frontalmente al desarrollismo ajustado a los modelos neoliberales, pero no con los de un desarrollo que no sea sólo sustentable, sino sostenido en la realidad ambiental.
En numerosos encuentros, ellos declararon que la vía socialista es la que más consagra sus principios comunitarios, y constituye la única posibilidad de preservar sus culturas ancestrales, imprimiéndoles un desarrollo que les permita satisfacer sus necesidades actuales sin renegar de sus propios principios.
Los pueblos de la América profunda no representan un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no ya en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada, no ya con la emancipación humana, sino con la sociedad de consumo y una grosera rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran muy bien hacia arriba pero aplastan a los de abajo, tanto en lo social como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un ser productivo, porque quienes no producen o producen menos (los ancianos, los niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los otros. Más aún, las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que poco producen, más que a la juventud productiva, porque sin su sabiduría no es posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la explotación del semejante y la pérdida de libertad.
Una propuesta de estos pueblos, dirigida a todo el mundo, es realizar un referéndum mundial sobre el cambio climático. También crear en cada país una Corte de Justicia para defender los derechos de la Madre Tierra , más una Corte Internacional que reciba los casos en segunda instancia, con poder coactivo y no meramente declarativo.
Estos pueblos hablan de una economía plural o compartida, no de un totalitarismo estatal. A la economía desarrollada por el Estado, en respuesta al mandato de las urnas, deben sumarse la social y cooperativa, la familiar y la privada, sujeta esta última a estrictas regulaciones del Estado.
El respeto a la diversidad cultural que piden estos pueblos no implica necesariamente desunión, si se establece una relación simétrica. La unificación no debe conducir a la uniformidad. Lo igual no es necesariamente idéntico. Lo diferente no es de por sí inferior o superior. La diferencia no debe ya seguir dando pie, como hasta hoy, a la explotación y la discriminación.
NUESTROS PRINCIPIOS CIVILIZATORIOS
No somos un Occidente de segunda ni la periferia de Europa y de los imperios. Todo orden, todo sistema simbólico, tiene su propia estructura, sus propios centros y periferias. Periféricos serían hoy quienes, cegados por el afán de acumular riquezas y exaltar al consumo, se libran a una creciente barbarie, hasta el punto de despreocuparse por la supervivencia de la especie, no firmando o eludiendo el cumplimiento de los acuerdos internacionales que buscan preservar la vida en el planeta.
Nuestra tarea, entonces, pasa hoy por civilizar a los nuevos bárbaros, porque además de asegurar la vigencia plena del principio civilizatorio del Buen Vivir a los actuales habitantes de la región, hay que asegurárselo a las generaciones por venir. El Buen (o Bello) Vivir implica para nuestros pueblos originarios el deber de legar a sus hijos una naturaleza igual a la que recibió, y en lo posible mejorada, pero nunca destruida ni degradada, pues ello conspira con la ética de la vida. Y esta norma tan sabia debería adquirir una validez universal.
Nuestra propuesta civilizatoria parte de la recuperación y potenciación de los saberes ancestrales en materia ambiental y otros ámbitos de la vida, para abrirse luego a ese diálogo que precisa el ecodesarrollo en todos los terrenos de la actividad humana. A la barbarie actual del monocultivo se opone una eficiencia productiva cifrada en pequeñas unidades agrarias, fundadas en una biología de la conservación. Ello exige un rechazo enérgico a la creciente ocupación del territorio por las corporaciones, lo que ocurre aún en países que optaron por la vía progresista, lo que implica una llamativa incoherencia. Tampoco las economías regionales deben subordinarse a las metrópolis nacionales, y menos aún a las extranjeras. El derecho de consulta a las comunidades afectadas, consagrado ya por numerosas constituciones, debe ser respetado plenamente, sin instigar la formación en ellas de grupos sobornados para apoyar esa penetración, con miras a legitimarla. Vemos así proyectos mineros que consumen un alto porcentaje del agua usada para riego de sus cultivos y uso doméstico, o que la devuelven contaminada. Bajo este principio, surgieron los cantones ecológicos como el de Cotacachi, en Ecuador, que fue el primero, y otros que vinieron después, como el de Tambo Grande (Perú) y Esquel (Argentina).
Nuestros principios civilizatorios exigen acabar con las guerras (las que en nuestra región fueron internas y no internacionales en los últimos 70 años, lo que no ocurrió en el resto del mundo), así como con todas las formas de colonialismo. Precisa para ello poner coto a la voracidad de las corporaciones, que no sólo saquean los recursos naturales, sino que corrompen el ethos social de las comunidades y destruyen sus sistemas simbólicos.
Cabe destacar que a esta guerra suicida contra la naturaleza no la emprendió la cultura, sino una cultura: la occidental, que representa apenas un quinto de la humanidad.
Un mundo limpio requiere el uso creciente de energías limpias y renovables, así como una fuerte inversión en ellas. La provisión de agua potable, así como el poder respirar un aire sano, no contaminado, son derechos de todo ser humano, asegurados por numerosas constituciones y documentos internacionales, pero de los que poco se ocupan los gobiernos, al priorizar sus relaciones carnales con la voracidad capitalista y exaltar al dios Consumo.
En los días que corren, el desarrollo científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad, no hace falta destruir la base territorial de la economía, como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo es definirnos como civilización mediante esta Declaración de nuestra independencia cultural y actuar en consecuencia, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya larga y sangrienta aventura de la especie con una racionalidad fundada en la solidaridad y no en el más crudo individualismo, que hizo del hombre el lobo del hombre.
Resulta de fundamental importancia reducir en forma gradual el nivel de concentración de la tenencia de la tierra mediante una distribución más justa de ella, apelando a una reforma agraria o a medidas que la limiten, expropiando los latifundios, y en especial los concedidos a las corporaciones. Legislar también sobre una restricción a la compra de empresas por otras que trabajen en el mismo rubro, para coartar así una acumulación de capital que tiende siempre al monopolio. Y sobre todo, combatir la concentración mediática, que torna ilusoria la democracia, al ponerse al servicio del capital concentrado y combatir, con falsedades y el ocultamiento de toda información positiva para las mayorías, los intentos de llevar adelante reformas contrarias a sus intereses privados.
Cabe reconocer a Hugo Chávez el mérito de haber retomado el pensamiento de Bolívar, Monteagudo, Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, San Martín, Artigas, Sucre y muchos otros de nuestros próceres más esclarecidos, al convocar a cuatro congresos anfictiónicos bolivarianos más, fundar la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) como alternativa al ALCA y empujar, junto con Brasil, la conformación de UNASUR, proceso que fue luego a desembocar en la conformación de la CELAC. Al firmar la Carta de Jamaica (1815) y excluir a Estados Unidos como miembro de lo que Martí llamaría luego “Nuestra América”, Bolívar marcó el nacimiento del latinoamericanismo. Mientras que éste traza el camino de nuestra propia y verdadera historia, de nuestra emergencia como civilización nueva, el panamericanismo, cuyo antecedente más lejano sería la Doctrina Monroe (1823), implica una sumisión a Estados Unidos, el que esgrime hoy el ALCA como mecanismo de dominación. Si bien éste fue rechazado en 2005 en la Cumbre de Mar del Plata, avanza por medio de acuerdos bilaterales y golpes institucionales, con loa uw logeó conformar la Alianza del Pacífico. Ambos fueron a lo largo de dos siglos los grandes polos dialécticos de nuestra historia, la que no se puede comprender con claridad al margen de ellos.
Debemos hoy pensar y programar nuestra realidad con una visión estratégica, para no ser pensados y programados por otros. Quien no se proyecta desde sí, es incorporado a un proyecto ajeno. Ello implica no quedarse en una actitud de resistencia, sino asumir el rol activo de renovar la tradición. Se muestra particularmente activo entre nosotros un tradicionalismo revolucionario, que procura revolucionar la tradición en todos los campos de la vida, o recuperar lo que ella tiene de valioso por su humanidad.
Una región es hoy un universal, y al actualizar su imaginario para alcanzar su propia modernidad tendrá su sitio en el concierto mundial. No hay países centrales y periféricos. Todo país, toda región, todo lugar, tiene su centro simbólico, o varios centros jerárquicamente dispuestos, y también sus periferias. El peligro de esta representación equívoca es que tiende a ontologizar algo que sólo se refiere a una situación desventajosa, la que no juega además en todo momento, sino apenas en algunas fases de la interacción social y política. Al ontologizarlo, se internaliza la dominación como algo ineluctable y definitivo.
No podemos ceder a otros el establecimiento y administración del sentido. No podemos reducirnos a la condición de meros glosistas del pensamiento ajeno, proporcionando ejemplos locales para dar a los países hegemónicos un status universal. Más bien debemos defender nuestras propias creaciones, potenciando y actualizando nuestros valores, para alcanzar así un lugar genuino en el concierto universal, que no será el de la globalización neoliberal, sino el de otra forma de mundialización verdaderamente pluralista, respetuosa de la diferencia y los valores conquistados por la especie en su ya larga marcha por la oscuridad del tiempo. Porque nunca se exaltó tanto la diversidad cultural como en esta época en que las prácticas políticas y económicas la niegan de raíz, demoliendo sus cimientos simbólicos. Sólo descolonizando el saber podremos descolonizar el hacer y el poder.
El camino al futuro debe empezar por la recuperación crítica de nuestra historia, de sus mejores gestas y banderas, entre las que figura el ideario latinoamericano, que hoy como ayer nos demanda la integración. De esa capacidad de asumir nuestras raíces históricas sin discriminación alguna depende en gran medida el futuro de la región, y en especial un futuro que sea para todos, y no sólo para los pocos que concentran la riqueza, desinforman al pueblo con sus medios de incomunicación, promueven su marginación económica y tienen por Meca el santuario de Miami y los shopping centers locales. Y si es preciso tomar esta decisión, ¿qué mejor que aprovechar el Bicentenario del Congreso de Tucumán para hacerlo, a fin de que nuestros próceres, desde la ambigua gloria en que los confinamos tras malversar su legado, vean que no lucharon en vano?
La lucha por el destino de Nuestra América no puede plantearse hoy en términos de mera resistencia, porque se trata ya, como única forma de evitar el desastre, de pasar a la ofensiva, a fin de recuperar la independencia perdida o nunca terminada de conquistar, y también de aportar modelos para la nueva era que comienza, en los que no tendrán sitio alguno los Señores de la Economía Abstracta.
Entendemos que el crecimiento económico debe ir siempre acompañado por el desarrollo de la conciencia colectiva y la afirmación plena de una identidad cultural. Hundiendo los pies en el pensamiento bolivariano, el ALBA propone como segundo eje anteponer lo social a lo económico, para instaurar un nuevo socialismo de base humana, justa, no autoritaria. Propone para eso no colocar a la máquina ni al Estado por delante, sino al hombre. Su cuarto eje habla de un desarrollo endógeno, por dentro y desde adentro, que no esté pendiente de las inversiones extranjeras. El quinto eje se ocupa del plano internacional y reflota el proyecto bolivariano, el que de haber tenido éxito en el Congreso Anfictiónico de Panamá ocuparíamos hoy un lugar eminente en el mundo.
Otro desafío pasa por alcanzar una ciudadanía latinoamericana y caribeña, como ya se hizo en el MERCOSUR.
ADOLFO COLOMBRES
Buenos Aires, marzo de 2016
DEFENSA DE LA PALABRA
En un principio, se sabe, era el verbo, es decir, la
palabra que ilumina la sombra, brotando como un manantial inteligente. En la
gran Nada primordial irrumpe la palabra en la boca de los dioses, los que sin
ella no podrían haber creado al mundo ni a los hombres. Es el viento de la
palabra, con su tono imperativo, el que engendra el universo. Entre la palabra
pronunciada y el acto no podía haber, en esos luminosos orígenes a los que se
remonta el mito, distancia alguna. Para los tupí-guaraní, el ser y el lenguaje
son una sola cosa. La misma palabra tupí
significa "sonido de pie", y este pueblo considera al ser un sonido,
un tono de La gran música cósmica, regida por Ñamandú Ru Eté, el supremo
espíritu creador, llamado también Tupa, que significa "sonido que se
expande", y que fue asociado al trueno que precede a la lluvia fecundante,
y también sería el estallido, igualmente fecundante, de la palabra.
Pero existe algo anterior a la
palabra, sin la cual ésta resulta impensable: la misma voz que la sustenta. La
voz transportó a la palabra como un carro sagrado hasta que la escritura la
decretó prescindible, al fundar un lenguaje sin voz, privado de una gran cantidad
de elementos semánticos que no sólo eran usados como recursos del éxtasis,
desde un plano éstético, sino también como criterios de verdad poco falibles.
Es que la voz, en tanto sonido, no puede dejar de registrar la estructura
interna del cuerpo que la produce. Al juzgar esta transmutación, conviene tener
presente que la aventura humana no se funda en la escritura, que es un mero
artificio exaltado por la civilización occidental, la más grafocéntrica de
todas, sino en la palabra, que es fuego nombrador, poder generador y normativo.
Esta palabra-fuego de los orígenes está siendo suplantada hoy por la
palabra-juego que tanto gusta al pensamiento único, porque no bucea el numen de
las cosas sino que se despliega sobre la superficie de las mismas, en artilugios
autocomplacientes que nada revelan. Y como bien se sabe, lo que no revela no
rebela.
Colindante
con esta palabra-juego, está el vasto territorio de la mentira, "esa
palabra que no se parece a la palabra", según los africanos, y que
corrresponde a la inmadurez, la vacuidad, la insensatez y la injuria. El poeta
no es allí un prestidigitador, sino un hechicero que busca el secreto de las
hondas comunicaciones, de los grandes incendios. Si la palabra verdadera crea
el ser de las cosas, la mentira no constituirá apenas un simple mal hábito,
sino algo abominable, puesto que puebla el mundo de seres falaces, siembra
rencores, confunde los límites, degrada lo sagrado y quiebra el equilibrio de
la vida. Para los guaraní, una palabra en la boca es como una flecha en un
arco, que puede tanto dar cuenta de la magnitud de un ser como destruirlo. Con
el arco de la boca se abate mucha caza, dicen los pigmeos de Gabón. La mentira
da flores, pero no frutos, remata un proverbio hausa.
La
buena palabra, la palabra fecunda, precisa del silencio. Quien celebra la
palabra ama el silencio. El silencio es como una sombra que envuelve a la
palabra, afirmando su dignidad, su valor numinoso. Para los bambara de Malí, el
verbo verdadero, la palabra digna de veneración, es el silencio, realidad
cargada de sentidos en la que germina el grano de la palabra. También para los
tupí-guaraní, decía Kaká Werá Jecupe, un escritor de esa etnia, el silencio es
el sonido de los sonidos, la esencia de todo. Añade que el sonido y el silencio
están orgánicamente ligados al lenguaje guaraní, ya que el silencio sería algo
así como la séptima sílaba (a las cinco vocales castellanas, esa lengua agrega
la "y", que suena diferente a la "i" latina).
La
sociedad de consumo odia el silencio, así como toda forma de ausencia,
cualquier pausa que propicie el delito del pensamiento. Al amparo del concepto
de libertad de expresión se acrecienta día a día la manipulación impune y
desvergonzada de la palabra, dirigida a neutralizar las contradicciones y
desigualdades sociales y a homogeneizar las formas de vida y los modelos de
consumo, vaciando para ello la historia y liquidando las tradiciones de los
pueblos. No se puede por eso hablar de libertad de expresión sin instituir el
concepto de libertad de recepción, lo
que implica una responsabilidad total del emisor frente al contenido de verdad
de los mensajes que emite, y también del modo en que lo hace, pues éste debe
dejar al receptor la libertad de adherir a él. O sea, la manipulación
consciente de los mensajes con fines políticos o económicos es una clara
manifestación de violencia que no puede quedar impune, y más cuando dichos
mensajes corrompen el ethos social.
Es
preciso cuestionar de manera radical la pretendida universalidad de la
concepción occidental de la literatura, porque estuvo desde el principio al
servicio de una hegemonía. Sólo así podremos abrirnos sin prejuicios hacia
otras literaturas periféricas escritas,y sobre todo a los tesoros de la
oralidad. Para ello, hay que fundarse en la palabra y no en la escritura, en el
lenguaje en sí antes que en el texto impreso. El desafío pasa entonces por
construir una teoría comprensiva de todos los sistemas, ya sean centrales o
periféricos, y basados tanto en la escritura como en la oralidad. Tal nuevo
orden debe establecer relaciones simétricas, es decir, no jerárquicas, entre
sus partes, considerando lo enriquecedor que resultó siempre el diálogo, tanto
para la oralidad como para la escritura.
Esta
ciencia de la literatura a crearse sobre tal base será verdaderamente
universal, por reconocer todas las prácticas narrativas y poéticas del
lenguaje. Además de la historia y la crítica literarias, tomará en cuenta la
antropología, la sociología, la filosofía, la semiología y la teoría del arte.
Devendrá así algo profundo, que no se quedará en el mero comparativismo. O sea,
se trata de hacer algo que la literatura comparada aún no logró, acaso por
haber descartado en su misma base metodológica (definida en l95l por Marius F.
Guyard) los contextos sociales y las situaciones de dominación.
En
l96l,George Steiner alertó sobre el acelerado empobrecimiento del lenguaje que
se estaba operando, así como sobre la forma en que la cultura de masas iba
destruyendo la cultura literaria. A su juicio, la palabra configuraba ya un
medio de intercambio tan perverso como el dinero, formando parte del fetichismo
de la mercancía. Esto era consecuencia de la publicidad y otras manipulaciones
ideológicas. En las cuatro décadas que pasaron desde entonces, en las que
conocimos una sorprendente revolución en los medios de difusión, el problema no
hizo más que agravarse, hasta el extremo de que la comunicación sólo puede
hacerse ya efectiva dentro de un lenguaje disminuido y corrupto.
En
esta era de la palabra devaluada, adocenada, domesticada, se torna acuciante
recuperar ese valor mágico, numinoso, que aún posee el lenguaje de muchos
pueblos de la periferia, sistemas de pensamiento que guardan claves capaces de
salvar al mundo de la desertificación del sentido. Es que una palabra vaciada de
sentido no puede tener ya vínculos con la acción, o sólo sirve para poner
trabas a todo acto capaz de transformar la realidad, como se ve con harta
frecuencia.
Celebrar
al lenguaje es hoy celebrar al Homo
sapiens, es decir, a ese bípedo insatisfecho que, en su afán de conocer el
mundo, inventó millones de palabras para dar cuenta de los más sutiles matices
al inteligir la realidad o expresar un sentimiento. El Homo consumens, por el contrario, no experimenta ningún deseo de
profundizar, de saber, ni posee sentimientos especiales que expresar y menos
aún las palabras para expresarlo. Por el contrario, hizo de su renuncia al
lenguaje una llave mágica que le abrirá las puertas de una felicidad tan pobre
como ilusoria. Es que la cultura de masas, lo dice Baudrillard, excluye de
plano la cultura y el saber.
Nos
sentimos a menudo inclinados a vivir tal especie de mutación antropológica como
una gran tragedia, sin advertir que esta última se trata, como ya lo señaló
George Steiner, de un género reaccionario por su derrotismo. En efecto, la
tragedia se despliega sobre la ceniza de las cosas, como una consolación por el
verbo y la metafísica. Occidente nos ha imbuido de un profundo sentimiento
trágico, algo poco cultivado por otras civilizaciones, las que frente a la
desigualdad de las fuerzas militares optaron por abroquelarse en su fuerza
moral, en una resistencia cultural que les permitió sobrevivir sin cantar su
propia muerte con una lira y entregar luego el alma.
En
el espíritu de la tragedia subyace el fatalismo, la aceptación de que las cosas
son así por disposición divina, o del destino, lo que es casi lo mismo. Así
pensamos hoy que la globalización y el neocapitalismo salvaje son la condición
inevitable de estos tiempos, algo que los sencillos humanos no podemos
revertir. Pero no es así. Estamos ante una agresión a nuestros más arraigados
modos de vida, a los fundamentos mismos de nuestras culturas, y lo que hay que
hacer es enfrentar a esos frágiles tinglados, donde no imperan las luces de lo
sagrado, la intensidad de los símbolos verdaderos ni las conquistas morales que
alcanzó la humanidad al cabo de más de tres millones de años de evolución. Se
trata de una regresión enmascarada con los destellos de una ciencia y una
técnica autistas que van a la deriva, cada vez más ajenas a toda ética y
despreocupadas del bienestar de los pueblos.
Es
preciso recordar que la principal función del lenguaje no es expresar el
pensamiento ni reproducir la compleja actividad del espíritu, sino, antes que
eso -que por cierto es importante- jugar un rol pragmático activo en el
comportamiento humano, y sobre todo ético. En la defensa del ethos social, la
palabra debe extremar sus recaudos para no hacerse cómplice, por acción u
omisión, del ascenso del consumo como gran mito de la aldea global.
Porque
si el hombre no está rodeado de hombres y en comunicación real con ellos, sino
por objetos fetichizados, la sociedad pierde toda argamasa, se convierte en
algo virtual. Por otra parte, esos objetos no son pasivos sino que le exigen al
hombre un culto atávico, lo someten a su tiempo, a su ritmo, a sus ritos y a su
loca carrera hacia la nada. Por esta vía, el consumo desplaza a la palabra y se
presenta como un nuevo lenguaje colmado de promesas de felicidad. De ahí que el
mismo pueda ser analizado como un sucedáneo de los procesos de significación y
de comunicación, y como una nueva forma de clasificación y diferenciación
social, porque no se consume el objeto en sí, sino en tanto signo distintivo.
Pero
en esta devaluación moderna de la palabra hasta los objetos pierden el sentido
cultural y afectivo que tuvieron siempre, para tornarse en pseudo-objetos cuyo
destino es ser descartados en un plazo muy breve. El arte imita esta
metamorfosis y produce también pseudo-objetos, marcados por la pobreza o
ausencia de un significado real, ya que no se postulan más que como copias,
estereotipos y simulacros, y todo en una mezcla de estilos que no es más que
una ausencia de estilo, es decir, el kitsch.
La historia del arte amenaza así con convertirse en una especie de consagración
del vacío.
Para
pertenecer al arte moderno, decía Harold Rosenberg, una obra no tiene necesidad
de ser moderna, ni de ser arte, ni de ser siquiera una obra. Se apela al
sentido sagrado de la palabra para falsificar el mundo, para dotar de un ser
ilusorio a lo que no es. "Esto es arte", afirman los críticos
autoinvestidos de taumaturgos desde los abismos de su subjetividad, para
revestir con la dignidad de lo artístico a un objeto carente de sentido real. Y
del mismo modo, se dice "Esto no es arte", para sacar de la esfera
del prestigio al arte popular y otras formas dignas que se atreven a defender
el sentido del mundo en el templo de los simulacros.
Un
postulado ético mínimo exige no hacerse cómplice en modo alguno de la abolición
de la realidad, poniendo la palabra al servicio de la estética de la simulación
y esos falsos rituales que no vacilan en convertir al cuerpo humano en el más
preciado objeto de consumo. Porque los objetos, para fortalecerse como tales y
presumir de fetiches capaces de dar belleza, poder, seducción, éxito y todo lo
que antes se pedía a los dioses, toman dichos atributos de los cuerpos,
vaciando a éstos de significación real y transformándolos en mercancías.
Connivente
con esta práctica de desertificación del sentido que realiza la publicidad,
manipulando la palabra, está lo que alguien ha llamado "la patria
locutora", que es una forma sutil de no-comunicación. Ámbito en el que el
lenguaje sirve para mentir, para ocultar, o para hablar con aplomo sobre otra
cosa que carece de importancia, o no es lo que cuenta en ese momento. La patria
locutora vive desgarrándose las vestiduras por pequeñas cosas, incitando al
llanto y a la acción cívica por un caso individual y banalidades de toda
suerte, sin nombrar a los grandes corruptos y criminales que agobian a los
pueblos de Nuestra América. No nombrar el ser profundo de las cosas es allanar
el camino al triunfo de la nueva barbarie.
Es
urgente hoy recuperar la sociedad, y en esa tarea son imprescindibles todos
aquellos que cultivan la palabra viva, no sacrificada a los dioses de hojalata
de la posmodernidad ni congelada por la escritura. Recuperar la sociedad es
volver a la comunidad, que es donde todavía reside el sentido común, o del
común. Y ahora que el consumismo se empeña en demoler el sentido más valioso de
la modernidad, que es su viejo propósito de emancipar al hombre, sólo la
comunidad puede reivindicar el derecho a un cambio propio que no traicione el
ethos social, para acabar con ese Progreso sin hombres endiosado por el
neoliberalismo.
Celebrar
la palabra es también celebrar a los cultores de la palabra, tanto oral como
escrita, que aquí se han dado cita para mantener vivo ese fuego sagrado. Por
ellos el mundo permanece, aunque ya los poderosos no lleven un séquito de 35
griots, como Da Monzon, el célebre rey bambara de Ségou que protagonizara una
de las mayores epopeyas de ese pueblo.
A
todos ustedes quiero señalarles, a modo de síntesis, que hoy la verdadera
dialéctica cultural es la que enfrenta a la cultura popular y la cultura
ilustrada anclada en una identidad y un territorio con la de masas, aunque
aclarando que en realidad esta última no existe, ya que no es más que una
subcultura del embrutecimiento, el aislamiento y el despilfarro, que saca al
hombre del mundo y lo encierra en la cárcel de su propia subjetividad. Es que
allí donde se ausenta el sentido, y se ausentan también la sociedad y su
proceso histórico, no puede haber cultura. La única manera de dimensionar a un
sujeto es sacralizar el mundo al que pertenece, colmarlo de un sentido real. Si
el mundo deja de existir, el sujeto deificado por ese individualismo sin
individuos del que hablaba Castoriadis reinará sobre el vacío, tanto exterior
como interior.
I
En
el punto de partida se podría señalar que Occidente lleva ya muchos siglos
produciendo teorías de pretendida universalidad, en las que se postula como la
cumbre de lo humano sin haberse tomado antes el trabajo de indagar en el vasto campo de la diversidad las raíces
transculturales de sus concepciones del mundo. No es más que una de las
civilizaciones que existen, pero su absolutismo se impone a las sociedades que
no comparten sus enfoques, ignorando que sin pluralidad no pueden existir
verdaderas democracias. Dicha particularidad disfrazada de universalidad ha
naturalizado el neoliberalismo económico como el único camino razonable para el
desarrollo de los pueblos, valiéndose de un pensamiento único y hasta de ese
sentimiento único que promueve la cultura de masas. Se avanza así con un ritmo
delirante hacia una consolidación del capitalismo global, del que no será fácil
salir, pues la aspiración al consumo como único o principal rasero para medir
el sentido de la vida se ha implantado en las grandes mayorías, gracias a las
manipulaciones de la publicidad. Por cierto, las furias del dios Mercado
acabarán así, a la postre, con la diversidad
cultural, desintegrando las matrices simbólicas y recuperando luego sus restos
más llamativos para dar un aura de originalidad a las mercancías, al invocar identidades de opereta, ya perimidas.
Es que si bien las identidades no
son fósiles, tampoco son piezas de un juego global sin arraigo alguno en un
proceso histórico y un territorio determinados. Por eso este nuevo orden, para
imponerse, trata por diversas vías de abolir el lugar, de convertir en
no-lugares los espacios fuertemente tatuados por la cultura. Ya sin estos
anclajes, la fiesta de las mercancías alcanzará la plenitud, un orgasmo que,
por renegar de las conquistas morales de la especie humana, se hundirá, más
temprano que tarde, en la basura y el vacío.
Pero claro que otro mundo es posible, y muchos soñamos
con que el auge de las comunicaciones nos lleve a un plano de diálogo y
entendimiento, en el que pueda reinar de nuevo la cultura de los valores, y los
ojos y oídos se abran para percibir la diversidad cultural en todo su
esplendor, de modo que ninguna de las múltiples caras de lo humano sea
despreciada, porque todas tienen algo, o mucho, que enseñar, como lo ha
manifestado ya la UNESCO.
Hasta el día de hoy, nuestros
artistas e intelectuales temen romper con la plena pertenencia a la
civilización occidental: prefieren ser su furgón de cola antes que alzarse como
una civilización nueva. Se quiere, sí, ser americano, pero sin dejar la atalaya
de esa civilización, como si representara la única racionalidad posible. Esta
clase pensante y creativa sabe que no es europea, mas en el fondo aspira a
serlo, pues siente a dicha identidad como la única imagen ecuménica de
civilización. Además, aceptando un antiguo mandato, se propone como tarea
redentora civilizar al indio y el negro, integrarlos a ese carromato
desvencijado del consumo, que hoy rueda hacia el abismo. Ellos son los
verdaderos otros, los que no pueden ser europeos. Para los pueblos indígenas y
afro-descendientes, con la excepción de algunos que se esfuerzan en
blanquearse, renegando de sus orígenes, la otredad radica en la civilización
occidental, que es el poder despótico que los domina. Los revolucionarios
haitianos (Toussaint L’Ouverture, Jean-Jacques Dessalines y otros) negaron
tanto a Europa como a la europeidad sin hacerse mayores dramas. O sea, a los
afro-americanos, al igual que a los indígenas, ni siquiera se les ocurre
definirse como occidentales. Si la conciencia blanca, así como la de los
mestizos que optaron por ella, pensara lo propio como una verdadera
civilización, tendría algo más auténtico en qué afirmarse, y podría identificarse
mejor con sus pueblos y las formas que estos tienen de construir la realidad y
la historia.
Los pueblos de la América profunda no
representan, por lo tanto, un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino,
como vimos, las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y
sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no ya en
las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes, así como a
sus modos de articularse y exponerse, sin que tengan que someterse a las jergas
occidentales de moda ni a categorías ajenas. Ante una modernización etnocida,
ecocida y demencial, casada con la sociedad de consumo y la rentabilidad del
capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de
sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la productividad, de los
chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras
que cierran bonitamente hacia arriba pero arrasan a los de abajo, tanto en lo
social como en lo cultural y ambiental.
El racionalismo occidental, como se
dijo, se ha mostrado incapaz de llegar a una amplia comprensión del mundo. Los
otros saberes, no considerados científicos por ser ajenos a su canon, quedaron
fuera de la historia del conocimiento, a pesar de ser un campo privativo de la
antropología. Se produce así una irracional homogenización del conocimiento.
Esa incapacidad de Occidente de llegar a lo universal es una forma de
ignorancia científica y relativiza sus ciencias sociales. El portugués
Boaventura de Sousa Santos, advirtiendo la marcada tendencia de este
universalismo a sustentar una visión imperial, propone a los europeos abogar
por un Occidente no occidentalista, que se abra al diálogo intercultural y se
abstenga de producir ausencias, considerando no existentes a los modelos
alternativos que presenta lo que él llama «el Sur global». Señala que lo que
caracteriza a todas las maneras de producir ausencias es
una racionalidad monocultural. Así, lo que el canon occidental no legitima en
arte y literatura resulta excluido. Lo mismo ocurre cuando se define como
primitivo a lo contemporáneo, y como subdesarrollados a quienes tienen otra
idea de lo que es evolución social y cultural. También cuando se naturalizan
las jerarquías sociales, la dominación de género y la inferioridad étnica, o se
impone una lógica productivista que exalta el crecimiento económico como un
objetivo racional incuestionable, cualquiera sea el costo social o ambiental,
maximizando el lucro. En virtud de ella, lo improductivo o poco rentable
deviene inexistente o despreciable.1
La justa aspiración a ensanchar el
espacio de la igualdad suele entrar en conflicto con la igualmente justa
aspiración a mantener una diferencia cultural, o sea, la integridad de las
matrices llamadas a entrar en el diálogo intercultural. La igualdad deja de ser
una buena causa cuando se la invoca para negar o relegar a un segundo plano la
diferencia específica. Así, al poner el acento en el ciudadano o individuo, tal
como ocurre en Ecuador, se descalifica a las reivindicaciones étnicas
consagradas por la misma Constitución recientemente promulgada, tildándolas de
«corporativas». Este desenfoque intencional allana el camino a un desarrollismo
basado en la acumulación ilimitada, sin reparar en el daño ambiental producido,
lo que choca frontalmente con el «Plan Nacional del Buen Vivir, 2009-2013» en
vigencia, o sea, con el Sumak Kawsay que la carta magna toma de los
indígenas para generalizarlo a toda la población, basado en el respeto al medio
ambiente, el diálogo de saberes, la valorización de la experiencia de los
pueblos y no solo de la ciencia occidental, así como la defensa de la
diversidad cultural y la biodiversidad. También en Bolivia toma fuerza un
desarrollismo de cuño occidental que choca con este mismo principio, reconocido
por la nueva Constitución del país y las enfáticas prédicas ambientalistas.
Sousa Santos resume esta contradicción con el aserto de que tenemos derecho a
ser iguales cuando la diferencia nos vuelve inferiores, y a ser diferentes
cuando la igualdad nos descaracteriza.2
La interculturalidad, como política
de la diversidad cultural, debe ser igualitaria, pero esa igualdad se asienta
también en varios presupuestos, y difieren más de lo deseable las actitudes
oficiales ante ella. El neoliberalismo, que responde al dios Mercado, rechaza
esta política por peligrosa para su objetivo de globalizar los productos de las
corporaciones, aunque a menudo apele livianamente a la otredad si ella se
presta al marketing, sin hacer cuestiones de principios que se definan
como alternativos. Entre los organismos públicos, lo más frecuente es el
reconocimiento de las virtudes de la diversidad, pero sin comprometerse con su
puesta en práctica. A veces tales virtudes están incorporadas a las
constituciones nacionales y provinciales, sin que ello implique una acción
dirigida a garantizar tales derechos. A menudo se promueven diálogos que no
conducen a nada, por lo que solo sirven para alimentar el escepticismo de los
pueblos. En ocasiones se reparten, sí, espacios y recursos destinados a la
cultura, pero de un modo desigual, o sea, sin tomar en cuenta la cantidad de
miembros de los grupos subalternos, así como la necesidad de realizar
compensaciones históricas cuando se viene de la larga noche del colonialismo.
Si se toman en cuenta estos dos últimos factores, estaremos aplicando, sin
trampas, esta política. Pero la dialéctica intercultural exige asimismo una
puesta en diálogo de la diferencia, lo que se logra no solo reconociendo a las
matrices culturales que entrarán en el mismo, sino también apoyando el
desarrollo cultural e intelectual de esos grupos, para que puedan hablar de
igual a igual, sin asimetrías. A menudo se convoca a interlocutores no
representativos, que se prestan a las prácticas paternalistas, e incluso a la
corrupción.
II
En
los tiempos de la
Independencia , la negación de Europa de la clase criolla
blanca dominante no significó la negación de la europeidad. La división fue
entre europeos de Europa y europeos del exilio. Querían ser americanos, pero
sin dejar de ser europeos, o sea, sin cortar el vínculo cultural y
civilizatorio. Por eso hasta hoy sus descendientes se reconocen como
occidentales. Son americanos, sí, pero distintos de las masas indígenas y
negras, e incluso de los mestizajes no blanqueados socialmente. O sea, una
definición geopolítica de la identidad, pero no racial ni cultural. La
ideología del Estado-Nación exigía la homogeneidad de la población, por lo que
no podía esta casta dominante permitirse celebrar la heterogeneidad sin poner
en peligro su proyecto. Jefferson negaba también a Europa pero no la
europeidad. Los revolucionarios haitianos, en cambio, negaron tanto a Europa
como a la europeidad, como antes se dijo.
Si el criollo de la Independencia se
consideraba un europeo de las márgenes, era por tener internalizado en su
imaginario que lo que no encajaba en los moldes de la civilización occidental y
cristiana quedaba confinado a la barbarie. Entraban en esta categoría los
mestizos de clase baja y los descendientes de africanos, cuando por resistir
las imposiciones de sus amos cometían desmanes, pero la más temible forma de
otredad residía en los pueblos originarios, como bien se puede comprobar en el Martín
Fierro, el poema nacional argentino. Ellos sí que eran la quintaesencia de
la barbarie, a los que había que exterminar sin pena alguna si se oponían a la
civilización invasora, o explotarlos como mano de obra semi-esclava si se
dejaban cristianizar. América era entonces neoeuropea, o pretendía serlo, pero
los negros y los indios no podían invocar este carácter, por más cualidades que
reunieran. No lo lograron Guamán Poma de Ayala, Garcilaso de la Vega ni Du Bois. Los dos
primeros realizaron un vano intento, pero Du Bois ni siquiera se planteó tal
travestismo. Es que, como afirma Walter Mignolo, tanto para las poblaciones
indígenas como para las afro-americanas, el concepto de hemisferio occidental
no tuvo ninguna relevancia en los tiempos históricos.3 Tampoco el
concepto de civilización occidental, aunque hoy sus movimientos políticos la
invocan para diferenciarse plenamente de ella y no para asimilarse, porque aún
mantienen la conciencia de ser otros. Los indios, al presentarse como
habitantes de territorios invadidos y ocupados; los afro-americanos, como
traídos de un modo forzado, tras desarraigarlos de sus culturas de origen para
convertirlos tan solo en un «hombre de color».
III
A pesar del énfasis de los discursos que exaltan en nuestros países la
diversidad cultural, lo cierto es que aún la alteridad suele ser vista como un
elemento desestabilizador del Estado-Nación, pues el pensamiento y escala de
valores de las identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados
casi por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores
ilustrados, aun los más progresistas, poco han hecho por acceder a las
cosmovisiones de sus propios pueblos, como si estas fueran piezas de museo que
nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada.
El respeto –real y no solo declamado– a la diversidad cultural es algo que no
se limita al tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad de
preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la
descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o
de la globalización, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio.
Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un
horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación
que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas experiencias interesantes,
como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta
cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar,
pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse,
sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida
también del mundo entero. Y esto es así porque mientras en los otros
continentes son escasas hoy las propuestas para salvar a la herencia humana y
la vida del planeta, en nuestra América los movimientos indígenas y sociales se
están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que van surgiendo nuevos
paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia, lograr la
inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional al que
está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la Razón imperial. El mal
llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero de hecho
retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses
mezquinos y prostituyendo a esa Razón que le permitió desarrollar las ciencias
y enripiar el camino a su propia libertad, aunque luego la usaran contra la
libertad de los otros.
Gianni Vattimo, en un reportaje
reciente, declaró:
«No solo creo que
los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el
futuro, hasta del posible socialismo europeo, que solamente aliándose
productivamente con los líderes de izquierda de América Latina tendrá la
posibilidad de construir una Europa capaz de enfrentar al poder exorbitante de
los Estados Unidos y a las nuevas superpotencias neocapitalistas que se
presentan en la escena del mundo actual».
Convergente con esto, el ecosocialismo, considerado por
algunos de sus propulsores como un intento de renovar el pensamiento marxista,
representa una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y el
paradigma económico y tecnológico de acumulación indefinida del capitalismo,
con la deificación de la productividad y el consumo. Esta tendencia, después de
navegar por los clásicos europeos, termina haciendo pie en el Buen Vivir de los
indígenas americanos, como el modelo más genuino de igualdad, democracia y
bienestar común.
A menudo me pregunto
si la recurrente invocación al pluralismo y a la diversidad cultural no es un
nuevo mea culpa de la tan cristiana conciencia occidental, que a lo
largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir de un modo despiadado, y
luego golpearse el pecho en una confesión atenuada de sus pecados, para pecar
de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada «civilizatoria». Y en esto
vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con
culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas
en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio,
no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que
banalizan el mundo, lo homogeneizan en base a meras pautas de consumo y
destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens.
Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural,
pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación
antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del
pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un homínido
conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber
y producir con ese saber obras valiosas, sino consumir y vaciar a las pocas
palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que
para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la
acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que
Occidente consideró bárbaras para destruirlas, colonizarlas y despojarlas, nos
toca acaso hoy la penosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño,
cuya Razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas
emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya
para despojarlos, a modo de venganza y reparación histórica, sino para
ayudarlos generosamente a retomar el camino de la especie y aceptar el diálogo
que el pensamiento único rechaza de plano.
IV
La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los
pueblos originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para
medir la modernidad o «progreso» de los sectores dominantes, y los instaló en
el futuro. Un futuro no solo para ellos, sino también para Nuestra América y el
mundo entero, como un ejemplo a seguir y no como una imposición. El mismo día
en que México traicionaba su propia historia, al firmar su pacto con Estados
Unidos pensando que así ingresaba al Primer Mundo, los mayas lo rechazaron de
plano, para no embarcarse en ese regreso a la barbarie, mostrándose así fieles
a la gran civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.
Esta defensa de las culturas de los
pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de la diversidad
cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y todas ellas
deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro
despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es de poner en
manifiesto los nuevos avatares de la ya vieja ideología del crisol de razas,
embuste que sirvió, y sigue sirviendo, para negar la persistencia de
tradiciones culturales diferentes que aún luchan para hacerse visibles,
reelaborando en términos actuales su matriz simbólica y recuperando su
autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices, no
fundirlas. Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que
surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la
desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso,
añadía, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino, salvo algunas
excepciones, en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que
cualquiera de las matrices que destruimos de ese proceso. Lo valioso de la
afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue desindianizado,
desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una conciencia
residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México
profundo. Una civilización negada y en otros textos. O sea, nuestros
pueblos originarios dan un no rotundo a la hibridación –a la que llamé alguna
vez «el huevo de la serpiente»– y a la tan mentada como imposible «identidad
cosmopolita», y un sí entusiasta a un pensamiento identitario fundado en el
territorio, para defender de la depredación a sus lugares antropológicos,
frutos de largos procesos de significación. Esto implica un rechazo enérgico a
los monocultivos excluyentes, que hacen del campo un mero espacio productivo,
en el que el paisaje rural, o lo que resta de él, se parece a una fábrica a
cielo abierto al servicio de la inversión extranjera, con menos misterios,
flora y fauna que un barrio residencial urbano, y con muy pocas inscripciones
simbólicas que merezcan ese nombre.
Cuando la Constitución de Ecuador
habla de los derechos de la
Pachamama , señala
Sousa Santos, realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos
humanos y los de la
Pachamama , esa Tierra Madre a la que nadie puede otorgar
derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos, y
que fija las pautas del Buen Vivir.4 Ya vimos como este principio
vital se enfrenta con los emisarios de la muerte abstracta, que la depredan
hasta agotarla y se van con su capital a otra parte, dejando a sus espaldas el
desierto y basuras tóxicas.
Son los indígenas, y no los que vienen con doctorados de Estados Unidos,
quienes levantan la bandera de la refundación del Estado, la que es más una
demanda civilizatoria que una simple reforma política e institucional, y no
solo en nombre de ellos, sino de toda América. Claro que no puede haber una
verdadera refundación si no se suprimen el capitalismo y el colonialismo, y
tampoco sin tomar cierta distancia de la tradición crítica eurocéntrica. En
Bolivia y Ecuador se hizo patente que hay un constitucionalismo desde abajo que
se enfrenta al de tipo occidental. Ello se relaciona fuertemente con el
concepto de cultura, que para los indígenas cubre todos los ámbitos de la vida
y es lo central, por representar su cosmovisión. Para Occidente, en cambio, es
algo más ligado al entretenimiento e incumbe a los organismos de Cultura
(siempre secundario en nuestros países, y con escaso presupuesto), y rechaza en
su miopía que el desarrollismo extractivista sea ecocida, etnocida y contrario
a los fundamentos de nuestra civilización. Lo grave es que tal lectura del
desarrollo humano está fuertemente instalada en todos los países de la región,
y no solo de los que coquetean con el ALCA. Nada habremos avanzado
históricamente si la integración latinoamericana se basa en esta concepción
heredada y nos dedicamos a destruir nuestro territorio de una manera salvaje,
que incluye explotaciones madereras y hasta petrolíferas en zonas resservadas,
o sea, con más saña que los países llamados «centrales», que se abstienen de
hacer dentro de sus límites lo que tanto propician fuera de ellos. En otras
palabras, en este punto nada desdeñable que es la salvación del planeta,
estamos repitiendo nuestro pecado original: tomar cierta distancia de las
potencias imperiales, pero adoptando lo peor de sus costumbres, métodos y
filosofía de vida, que nada tienen que ver con el Buen Vivir, nuestro principio
civilizatorio fundamental, por la gran racionalidad que lo sustenta. El
desarrollo sustentable fue instituido como un principio fundamental de las
políticas públicas por el tratado de la UNASUR , pero muy poco se lo toma en cuenta, lo
que lo convierte en letra muerta a poco de nacer. De proseguir esta mala
práctica por omisión, nada podrá aprender el mundo de nosotros, y aquí no habrá
futuro para nuestros hijos.
V
Señala
Fernando Coronil que la globalización neoliberal esconde la presencia de
Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad
consumista y anticultural. Traslada así el centro rector del crimen de Europa y
Occidente a «lo global», o sea que todos somos criminales.5 Hay por
eso que extender la crítica del eurocentrismo al globocentrismo, ya que este no
es más que un nuevo avatar del occidentalismo. Con la globalización, continúa
sin mayores disfraces el sometimiento a lo no occidental, y el daño que se le
causa no se atribuye ya a un país determinado y ni siquiera a las
corporaciones, ya que todo es consecuencia de la misma economía de mercado, y
no de un proyecto político deliberado. Occidente se disuelve así en el mercado
para matar con guantes blancos, y además anónimos.
A estas «vanguardias» del progreso
humano, Sousa Santos opone lo que llama
«teorías de retaguardia», que son no las de las elites que actúan en nombre de
los pueblos sin conocerlos, sino las de quienes acompañen de cerca la labor de
transformación de los movimientos sociales, pensando con ellos y no sobre
ellos. Esas teorías de retaguardia son tanto intelectuales como emocionales; o
sea, se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y acercándose al método de la
investigación-acción, que convierte en teoría la propia praxis. Para
él, hay que pensar el Sur global desde adentro y desde abajo, como el mejor
camino para alcanzar el socialismo del siglo XXI.6
El Sur global, aclara Sousa Santos, no es un concepto geográfico,
por más que la mayoría viva en el hemisferio sur. Es más bien una metáfora del
sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala
global, así como de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un
Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Este Sur existe también
en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas,
como los inmigrantes, desempleados, minorías étnicas o religiosas, las víctimas
del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay asimismo un Norte global en los
países del Sur, al que llama «el Sur Imperial».7
Esta
barbarie a la que nos dejamos arrastrar por la globalización neoliberal está
destruyendo las matrices culturales del área rural, por la expansión
vertiginosa de las fronteras agrícolas, unida a un alarmante proceso de
concentración de la tierra con miras a los cultivos de exportación, en
detrimento de la soberanía alimentaria y de una perspectiva civilizatoria
propia. A título de ejemplo, la población rural argentina representaba, en
1970, el 21,5 % del total. En el censo de 2001 había descendido 10,7 %, y los
datos del censo de 2010 acusan otro importante descenso, lo que habla no solo
de una falta de políticas serias de arraigo, sino más bien de un vaciamiento
sistemático, al que se considera espontáneo y voluntario y no producido por la
expansión salvaje de las fronteras agrícolas sobre campesinos e indígenas
legalmente desprotegidos. Entre 1969 y 2008 desaparecieron 232 419 pequeñas y
medianas explotaciones agropecuarias en el país, absorbidas por terratenientes
que dicen representar al dios Progreso y a los humildes. De 2003 a 2010, la superficie
sembrada de soja pasó de 13,7 millones de hectáreas a 18,6 millones, lo que según
un cálculo representaba entonces el 61% de la superficie agrícola argentina.
Esta economía sojera y agroexportadora exalta con la boca llena sus logros, sin
dedicar siquiera un responso a la tierra que desertifica y envenena ni a la
población que expulsa. Hoy el l,3 % de los propietarios poseen el 43 % de la
tierra, y el 55 % de los contratos de arrendamientos rurales no son suscritos,
como antes, por campesinos que acceden a una parcela de este modo precario,
sino por terratenientes que buscan expandir la producción de granos exportables
en sus latifundios.
Si pienso
que estamos «con la soja al cuello» no es para quedarme con estas frías
estadísticas ni caer en la crítica de la economía neoliberal, ya harto lapidada
en el mundo entero. Lo que más duele, porque nadie la nombra, es la demolición
cultural que subyace bajo estas cifras funestas, esa nueva barbarie disfrazada
de civilización y progreso. A ello cabe sumar la minería a cielo abierto, tan
promovida por las grandes corporaciones, aceptada con gusto por los gobiernos
de la región y resistida por nuestros pueblos, que prefieren el agua al oro, o
sea, la vida al afán de lucro. Por cada gramo de oro, hay que volar cuatro
toneladas de rocas, explosión que, además de destruir la montaña, y con ella el
paisaje ancestral, libera minerales que, al oxidarse, contaminan el aire. Y
esto sin contar los millones y millones de litros de agua pura que, en esas
alturas donde siempre fue escasa, consume dicho proceso, a los que contamina
con arsénico y otros potentes venenos, y van en gran medida a parar a los ríos,
lagunas y napas profundas, sin reparar en que esos ámbitos se encuentran los
últimos refugios de los pueblos originarios. De esta agresión capitalista no se
salva ni el tan mentado Camino del Inca, consagrado como Patrimonio Cultural
Inmaterial de la Humanidad
por la UNESCO. Basta ,
para darse cuenta, con ir a Cajamarca y observar la dimensión del desastre que
se puso en marcha. Con estas concesiones al gran capital especulativo, el
Estado no recibe ni siquiera el dinero suficiente para atender a los cientos de
miles de personas desplazadas en los últimos años, que migran a las ciudades,
dejando atrás su vida comunitaria y memoria histórica. En Argentina, serían mas
de 300 mil familias, y en Brasil, superarían las 850 mil. Bajo esta violencia
simbólica ¿se puede realmente hablar de las bondades de la diversidad cultural?
Las políticas sociales se financian con el mismo extractivismo intensivo que
destruye la naturaleza y expulsa poblaciones de una gran tradición cultural, lo
que parece un mefistofélico círculo vicioso. ¿No sería mejor arraigarlas en su
propio territorio, potenciando una economía comunitaria y social, volcada a
asegurar, antes que nada, nuestra soberanía alimentaria? A los expulsados se les
puede dar una ayuda, lo que no hace más que convertir en mendigo a quien ha
perdido su ser en el mundo.
Sí, otro
mundo es posible, pero debe ser posible para todos, y el precio del crecimiento no
puede ser acabar con los mejores valores de la especie y con la identidad
profunda de la región. La semilla de este mundo nuevo reside en el espíritu de
la comunidad, y sobre todo en lo que llamo «tradicionalismo revolucionario», y
no en los almacenes de Monsanto ni de las mineras que destruyen tanto el
territorio físico y simbólico como la misma vida. Repito por eso que no basta
con definirnos como latinoamericanos y luchar por el destino de la región y una
sociedad más igualitaria, aunque esto es de por sí valioso y debemos
defenderlo. La humanidad espera algo más de nosotros: que lo hagamos desde
nuestra propia perspectiva civilizatoria, que condensa y actualiza los valores
morales de la especie, tan traicionados por Occidente.
De poco sirve entonces pronunciarse
por América Latina si ello no se sustenta en una opción civilizatoria,
emergencia que no puede darse sobre un extractivismo capitalista que privilegia
al capital sobre el trabajo, fabrica pobres y excluidos y tiende alfombras a
las trasnacionales que están destruyendo el planeta. De este modo, estamos retrocediendo
dos siglos, a una sociedad americana que en el tiempo de la Independencia
rechazaba a los europeos, tomando el poder en sus manos, pero veneraba su
modelo civilizatorio como el único posible, y negaba todo lo propio,
considerándolo pura barbarie. Si deseamos definir un modelo capaz de salvar al
mundo, se debe empezar por respetar los derechos de la Naturaleza , convertidos
ya en algunos países en un principio constitucional. Más que pronunciar
exaltados discursos para democratizar el consumo, tendríamos que intentar un
cambio cultural cimentado, no en él, sino en los valores de la especie humana,
y que tome en cuenta la ya grave situación de la Tierra. Si bien
resultaría utópico imponer un desarrollo sustentable en un corto plazo, no hay ya tiempo para
diferirlo hacia un futuro lejano: la transición hacia el uso racional y
cultural del territorio y los “recursos” naturales (la naturaleza no puede ser
vista solo en términos de recursos, porque esto es también propio del esquema
occidental) debe empezar ya, pues de lo contrario el mundo nada puede esperar
de nosotros, unos pueblos que invocan altos principios y destruyen su ambiente
con una saña que los mismos inventores de ese modelo se cuidan de hacer en su
suelo. En Argentina existen hoy más de 600 proyectos mineros, en buena
proporción a cielo abierto (en el 2003 eran sólo 40), que producen unos 40 mil
empleos (o sea, el 0,24% de la población económicamente activa), lo que
representa en total el 2,55% de las exportaciones del país. Cabe preguntarse si
tan magros porcentajes justifican la destrucción territorial, cultural y social
de la que venimos hablando. El mero hecho de que esto ocurra, sin dar lugar a
acalorados debates, habla del ningún lugar que ocupa la cultura en las altas
decisiones de Estado, y del predominio de un materialismo positivista al que la
izquierda no fue nunca inmune.
NOTAS
1 Cf. Boaventura de
Sousa Santos, Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas
desde una epistemología del Sur,
Universidad de los Andes/Siglo XXI Editores,
México, 2010 (3ra. ed,), pp. 42-45.
2 Ibídem, p. 77.
3 Cf. Walter D. Mignolo, «La
colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte
colonial
de la modernidad», en La colonialidad del
saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas,
CLACSO/Unesco, Buenos Aires 2005, pp. 69-70.
4 Boaventura de
Sousa Santos, ob. cit., p. 76.
5 Cf. Fernando Coronil,
«Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrismo al globocentrismo», en La
colonialidad
del saber: eurocentrismo y ciencias sociales.
Perspectivas latinoamericanas, ob. cit., p. 90.
6 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., pp. 14-17.
7 Ibídem, p. 49.
LAS
RAÍCES DEL FUTURO
Descolonización
y diversidad cultural
Se termina la
Edad Contemporánea y comienza una nueva edad histórica, dice
Alcira Argumedo, profética, y la pregunta que surge en primer lugar es qué
comienza o debe comenzar ahora. Todos deseamos entrar en la era de la madurez
de la especie, que el auge de las comunicaciones nos lleve a un plano de
diálogo y entendimiento, en el que puedan afianzarse las conquistas morales de
este primate inquieto, y los ojos y oídos se abran para percibir la diversidad
en todo su esplendor, de modo que ninguna de las múltiples caras de lo humano
sea despreciada, porque todas tienen algo que aportar. La segunda pregunta es
por dónde pasa el meridiano que lleva a ese estadio superior, y todos aquí
sabemos que no es justamente por el que hoy se señala como una panacea, o sea,
el capitalismo, tanto en su fase neoliberal como en otra que pueda resultar de
los maquillajes que se intentan. En busca de una salida que sea a la vez
factible y ética, se convoca a menudo a esos pueblos ancestrales que se afirman
aún en sus raíces. Dichos pueblos han sido confinados sin más a lo que se llama
“la periferia”, sin ver que toda cultura se produce en su propio centro, y que
lo periférico no designa un ser específico sino una condición que ni siquiera
se manifiesta en todo momento, sino tan sólo cuando se disputan los espacios y
los recursos. Por otra parte, todo indicaría que Bolivia, la selva lacandona,
Venezuela, los Sin Tierra de Brasil y otros movimientos sociales de la región
se hallan hoy en el centro de la escena internacional, pues de esos
laboratorios van surgiendo nuevos paradigmas y formas organizacionales que ni
Europa ni Estados Unidos, por el agotamiento de sus modelos, están en
condiciones de brindar al planeta. Ellos, que aún sueñan con ser la vanguardia,
retroceden más bien hacia el pasado zoológico, aferrados a sus intereses
mezquinos y prostituyendo esa razón que les permitió desarrollar las ciencias y
enripiar el camino a su propia libertad, aunque luego la usaran contra la
libertad de los otros.
A
menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y la diversidad
cultural no es un nuevo mea culpa de la cristiana conciencia occidental,
que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir a los otros de
un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión morigerada de
sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada
“civilizatoria”. Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del
colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos
fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio
simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura,
sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogenizan en
base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que
caracteriza al Homo sapiens sapiens.
Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural,
pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación
antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del
pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un hombre conformista
y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir
en base a ese saber grandes obras espirituales, sino consumir y vaciar a las
pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien
sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su
vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a
las que Occidente consideró bárbaras para colonizarlas y despojarlas, nos toca
acaso hoy la curiosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya
razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de
su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para
despojarlos, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la
especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.
Tanto la modernidad
como la postmodernidad negaron el espacio como soporte del pensamiento, algo
que lo baje a tierra y coadyuve en la construcción del sentido. En este proceso
de hibridación que realiza la cultura de masas (la que no debe confundirse con
la cultura de los medios), al que he llamado alguna vez “el huevo de la
serpiente", las diferencias se esfuman en un gran cóctel de semejanzas que
se logran en base a aspectos muy superficiales. Si se profundiza un poco (cosa
que no se le puede pedir a sus operadores) se verá que entre las culturas hay
más diferencias que semejanzas. El desafío es usar esas diferencias para
maravillarnos de la diversidad de la aventura humana, y no, como hasta ahora,
para oprimir o discriminar a lo diferente. La globalización que hoy se ofrece
como una panacea no es más que una nueva estrategia de la cultura de masas para
cretinizarnos. De más está decir que ella es incapaz de captar la alteridad, de
ver al otro. Para solapar su ceguera lo designifica, lo aplana o borra sus
señas de identidad, a la vez que neutraliza toda filosofía que incite a
compartir, no a competir. Por eso el caudaloso río de las imágenes mediáticas
no nos lleva a una zona sagrada, sino hacia los orgasmos virtuales del consumo,
que no dudan en presentarse como experiencias místicas. El consumo avanza así
sobre la cultura, se inserta en ella y la devora a pasos agigantados,
dejándonos a la intemperie.
A esto se debe añadir que aún en nuestros
países (sin que no se lo proclame mucho
por ser políticamente incorrecto) la alteridad suele ser vista como un agravio al Estado-nación, pues el pensamiento
y escala de valores de las identidades históricas relativizan su discurso,
encuadrado por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los
sectores ilustrados, aun los progresistas, poco han hecho por acceder a las
cosmovisiones de sus propios pueblos, como si fueran piezas de museo que nada
pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. No
obstante, se ve a esos mismos Estados estirarse en elogios a la diversidad, la
que por otra parte fue ya consagrada por las constituciones liberales del siglo
XIX sin que ello haya afectado a las estructuras de explotación. ¿Seguiremos jugando
ese juego patético de no ser coherentes con los principios que se proclaman con
un do de pecho?
El respeto -real y no sólo
declamado- a la diversidad cultural es algo que rebasa el tema de los derechos
humanos e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural
tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices
simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización en marcha,
significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión
civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo
marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema
simbólico. El integracionismo, hace tiempo derrotado en la teoría, sigue
actuando en la práctica social sin modificarse. Salvando algunas experiencias,
las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el
futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un
conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y
semillas del futuro del continente y en alguna medida del mundo entero. Para
allanar este camino, en octubre de 2006 se formó en los alrededores de
Cochabamba el Foro Social Mundial sobre Sabidurías Ancestrales, el que en el
próximo mes de octubre tendrá su segunda edición en el mismo sitio.
El lugar fue ignorado por la mayoría
de los pensadores de la filosofía de Occidente, lo que genera la idea de que no
cuenta en la construcción del conocimiento, que en todo el mundo se ha de pensar
igual. No faltan incluso modernas corrientes antropológicas que cuestionan
tanto el lugar como las formas de resistencia a la globalización que se
articulan a él, como si desde el lugar no se pudiera acceder a lo universal.
Por el contrario, somos más los que pensamos que sólo desde un lugar en el
mundo se puede acceder a una verdadera universalidad, resultante de un consenso
y no de una imposición. Los lugares son creaciones históricas, y fuera de ellos
no existe la cultura, ni la identidad puede ser aprehendida, como señala Marc
Augé, asignándoles el carácter de antropológicos como una cualidad
indisociable. La destrucción del lugar arrasa la cultura, los significados que
un pueblo fue tatuando en él a lo largo de la historia, y se regresa al espacio
vacío de sentido, a los no-lugares que se diseñan en las torres de las
corporaciones. Hace unos años, y a propósito de un hecho que conmovió al mundo,
señalé que ninguna torre es inocente, porque desde ellas se organiza y dirige
el saqueo de los lugares como creaciones históricas y culturales y se excluye a
sus pobladores del aprovechamiento pleno de sus recursos. Hay quien cree que
sólo el capitalismo tiene la capacidad de extenderse a otros ámbitos con
relativo éxito, y que defender los lugares es pecar de romántico. Pero otros
creemos, y apostamos a ello como a la última oportunidad de la especie humana,
que sólo desde la sabiduría y la cultura que destilan los lugares será posible
formular nuevos sistemas globales, verdaderamente justos, sustentables y sobre
todo éticos.
La lucha por el destino de Nuestra
América no puede plantearse hoy en términos de mera resistencia, porque se
trata ya, como única forma de evitar el desastre, de pasar a la ofensiva, a fin
de recuperar la independencia perdida o nunca terminada de conquistar, y
también de aportar modelos para la nueva era que comienza, en los que no
tendrán sitio alguno los Señores de la Economía Abstracta ,
tal como llamara Augusto Boal a los partícipes de Foro de Davos. Las
estadísticas del mismo Banco Mundial corroboran que el camino que han tomado las grandes
potencias no conduce a la igualdad, sino, por el contrario, a la más profunda
desigualdad que conoció la historia humana, pues lo que se está globalizando a
marcha forzada es la esclavitud y no el bienestar de las mayorías. Tal abismo
no puede seguir ya ahondándose sin generar grandes conmociones, que incluirán
sin duda la violencia armada.
La diversidad cultural es un hecho
notorio, que no escapa al observador más desatento, aunque más no sea por la
incomunicación establecida por las miles de lenguas que existen. No obstante,
la ideología, entendida como falsa conciencia que intenta justificar una
dominación, se empeñó casi siempre en negarla, para convertir la diferencia en
causa de inferioridad. El mito, el relato fundamental, fue así puesto al
servicio del pillaje, en guerras tribales para lavar una ofensa o en conquistas
que buscaban fundar o expandir imperios. Fue Herodoto quien advirtió a sus
compatriotas que no es en el mito (relato fundacional propio) donde se debe
buscar un pretexto para pillar las riquezas de Asia, y sobre esta base ética
nace la historia como ciencia. La noción
griega de bárbaro aparece en
las Guerras Médicas (entre 492 y 479
a .C.). Si bien se le asigna al bárbaro una connotación
negativa en lo ético y psicológico, por no hablar la lengua, mostrarse
refractario al logos y constituir una amenaza al rol que se adjudica la polis,
a menudo se lo admira. El mismo Platón habla de “civilizaciones bárbaras”, para
referirse a Egipto y Persia. O sea, el bárbaro es peligroso y extraño pero en
ningún momento se le niega la condición humana.
La ruina
moral de Occidente comienza en Roma, cuando los
cristianos perseguidos (los que morían en el Coliseo devorados por los leones y
se escondían en catacumbas proclamando la igualdad de los hombres y la
abolición de la esclavitud) pactaron primero con sus perseguidores en los
tiempos de Constantino, y luego, tras el Concilio de Éfeso (año 431 d. C.), que dio al obispo
de Roma la potestad de bendecir (y regir) a todo el mundo, se
convirtieron en poder y proveyeron al imperio de la más inhumana ideología de
desintegración cultural y negación del otro que conoce la historia humana. Bien
sabemos que el cristianismo no es ajeno en absoluto a los excesos del
capitalismo, como lo vemos hoy funcionar en el fundamentalismo cristiano de
Bush, fiel hijo de una religión que colmó de privilegios, a expensas de los
mismos Evangelios, a una casta
sacerdotal arrogante y fastuosa, que ha transitado ya todas las instancias del
autoritarismo y la opresión, llegando incluso al genocidio y el etnocidio, no
conforme con quemar a los “herejes” en las plazas públicas. La concepción
romana-cristiana de barbarie considera a los otros no como pueblos con una
religión diferente y respetable, sino como paganos a los que hay que convertir,
por lo que se reemplaza el verbo romanizar por un proyecto de conversión
forzosa del resto del mundo. Se da así una formidable empresa de asimilación
política, jurídica y cultural por parte del Imperio. Civilizar será imponer sin
más la propia civilización, que deviene la única verdadera, y convertir es por
lo tanto la única forma de civilizar. Carlomagno, tras vencer a los sajones en
el año 796, los bautiza de un modo compulsivo. Ese mismo modelo se transportó
luego a América. Aquí muy pocos pueblos intentaron la empresa de imponer a
otros su religión y sus valores, por más que los vencieran en lo militar y
convirtieran en tributarios en lo económico. Por el contrario, los dioses de
los vencidos eran incorporados a sus altares. Europa trajo la intolerancia
religiosa y cultural, la idea de un Dios único válido para todo el mundo, y que
rebajaba a los dioses vencidos a la condición de patrañas del demonio. Y
ajustando el modelo romano, llamó desierto
al territorio de quienes resistían a su conquista, como si estuviera poblado de
bestias feroces y no por seres humanos diferentes. Quien se oponía a la célebre
alianza de la cruz y la espada carecía de derechos públicos y privados sobre
sus tierras y recursos, y podía ser asesinado con justicia, torturado, violado,
esclavizado.
Se puede decir entonces que el
concepto de civilización ha sido algo así como la conciencia de sí de
Occidente, que buscó siempre mediante el terror excluir al otro de los banquetes
de la vida. Su razón devino así imperial. Las otras racionalidades son negadas
hasta el día de hoy como racionales, pues no se dice que toda razón funciona
sobre una escala de valores, que no hay lógica sin una axiología, salvo la
lógica formal.
Con estos parámetros
no
hubo nunca libertad de cultos para los indígenas. Sus culturas no son
consideradas tales, sino territorios vacantes que excitan el ánimo redentorista
de los misioneros, ansiosos de sacarlos de la noche del pecado y asegurarse así
(para ellos) la salvación eterna. Creen que
se puede destruir a un pueblo su religión sin que deje de ser lo que es, como
si se tratara sólo de ponerles zapatos para no anden descalzos. Destruir la
zona sagrada de una cultura es despedazarla, desosificarla, dejarla convertida
en jirones un tanto ridículos, al faltarles la argamasa de una visión en
profundidad. Todo ser no convertido es una presa en la mira de los
cazadores de almas. Si el indígena
quiere salud o educación, debe entregar su conciencia, dejar sus creencias
“salvajes”. Desean a ultranza "salvar" al otro para
salvarse ellos del vacío de su propia cultura. Esto, en las sectas cristianas,
llega al delirio, pues toda manifestación cultural propia se considera pecado.
Nada tiene que ver esto con una sociedad pluralista y democrática, por lo que
un Estado que permite tales compulsiones no puede afirmar que respeta la
diversidad cultural. Más bien, el Estado que entrega a un credo religioso la
salud, la educación y las atenciones mínimas que constituyen sus funciones
básicas indelegables de una población que detenta una cultura diferente, se
vuelve claramente culpable de etnocidio. Creo que en la nueva era que deseamos
pronto inaugurar tales actos (el destruir el mundo simbólico de un pueblo y
propiciar así la desaparición de la matriz cultural) deben ser penalizados y
no, como hasta hoy, exaltados como heroicos. Misión y etnocidio son
inseparables, como hace más de tres
décadas lo puso de manifiesto la
Declaración de Barbados.
Indiferente a estos reclamos de los
antropólogos y los mismos pueblos originarios, las iglesias cristianas no
renunciaron a la cacería de almas, y sólo admitieron las críticas para
maquillar un poco sus métodos, no para reconocer el derecho de los otros a
sostener su propio mundo simbólico.
En
1992, los indígenas del Perú, en un acto muy ceremonioso que se realizó en el
Cuzco, le devolvieron a Juan Pablo II la Biblia , argumentando que antes ellos tenían las
tierras y los blancos el Libro, y que ahora ellos tenían el Libro y los blancos
la tierra. Como esto se trataba de un pésimo canje, venían a devolverles el
Libro para que les restituyeran sus tierras. Sin entender la sutileza de esta
lección, el “Santo Padre” hizo votos por otros 500 años de evangelización,
hasta acabar con el último pagano, furia redentorista desconocida en la
historia humana. Hace poco, Benedicto XVI negó en Brasil que hubiera existido
un holocausto indígena en América. Dijo también este monarca de
la oscuridad que la evangelización del continente no había sido la imposición
de una cultura extraña, sino algo así como un acto caritativo. Sus fundamentos
tácitos saltan a la vista: esa gente no tenía alma, y no eran por lo tanto
verdaderos seres humanos, conforme al modelo antes comentado. Y Europa había
venido a traerles un alma, a humanizarlos, acto por el que deben estar
eternamente agradecidos. Curiosamente, fue Hugo Chávez el único mandatario que
se atrevió a quitarse la vestimenta occidental y cristiana y replicarle, en
nombre de esos pueblos avasallados en todos los campos de la existencia, que no
puede venir a América a negar dicho holocausto y hacer la apología de esa
barbarie que costó al menos unos 50 millones de vidas, y esto sin contar el
enorme daño cultural. Fue como decirle tanto a ese obtuso emperador de almas y
cuerpos, así como a a las buenas
conciencias que le rinden pleitesía que el mundo deberá cambiar, dar un giro de
180 grados, si quiere salvarse del abismo al que lo condujo la soberbia
cristiana-capitalista, abrirse a los otros, tatuarse la divisa de que lo
universal no pasa por la cultura occidental tan sólo, sino que si existe una
categoría así debe estar integrada por todas las cosmovisiones creadas por el
hombre a lo largo de la historia para llenar la nuez de la existencia. Y ello
implica desactivar todas estas máquinas demoledoras de la diferencia, empezando
por el cristianismo, la más perfecta y despiadada de todas.
Cabe aquí también cuestionar la
actitud de la izquierda de Nuestra América, que casi siempre se mostró
complaciente con estas conductas atroces y retrógradas, por temor a perder
electorado. Todo intento de radicalizar el pensamiento parece detenerse ante el
bastión inexpugnable de la
Iglesia católica. Es cierto que una pequeña parte de la Iglesia , inspirada en el
Concilio Vaticano II, asumió un compromiso militante con los indígenas y los
pobres, rechazando el tipo de evangelización que comentamos (no la
evangelización en sí, sino sus formas más groseras) y la posición del Papa Juan
Pablo II, pero bien sabemos que fueron y siguen siendo voces aisladas, ahogadas
por el poder eclesiástico, incapaces de retardar siquiera la acción de esta
feroz maquinaria, opuesta al pluralismo y los derechos de la diversidad. Desde
ya, no se debe desconocer los aportes que realizan en lo social estos sectores
minoritarios de la Iglesia ,
a los que vemos mediar positivamente en varios conflictos sociales, pero cuando
ingresamos al campo de los pueblos originarios nadie reconoce como una
violación de la libertad de cultos el imponer una religión extraña a cambio de
la enseñanza de las primeras letras y una mínima atención sanitaria. O sea,
pareciera que ni siquiera a la izquierda bien pensante le preocupa mayormente
la destrucción de estos mundos simbólicos que configuran las raíces de nuestra
diversidad. Como a su juicio no deben tener mucho valor, bien pueden ser
canjeados por un plato de sopa y prendas usadas. Los misioneros, decía Ticio Escobar, actúan
en las fisuras de sociedades heridas y pretenden crear culturas sintéticas, una
especie de Frankestein sociocultural.
La historia europea no es la historia universal, sino
apenas una parte tardía de ella, dice Edgardo Lander1. Toda otra
forma de saber, de explicar el mundo, es calificada de arcaica, primitiva,
tradicional, premoderna, aunque se la mira con más benevolencia si se expresa
en la lengua dominante y ajustándose a sus categorías conceptuales. Los que se
salen de este marco son vistos como pueblos a los que hay que modernizar,
salvar, redimir. Las ciencias sociales se suman así a la vieja cruzada
asimilacionista romana-cristiana. Se trata ahora de acabar con las supersticiones y las estructuras
políticas y sociales tildadas de arcaicas. Por su propio bien, claro, y como un
sacrificio que están dispuestos a realizar por los condenados de la tierra.
Hay que rechazar por falsa la opción
que a menudo se nos plantea, en el sentido de que cuestionar la plena validez
en nuestro medio de la ciencia y la técnica de los países desarrollados es una
actitud retrógrada. Se trata tan sólo de someterlas a un proceso de
legitimación desde la óptica de nuestros valores y necesidades, y sobre todo de
nuestra experiencia histórica. Toda transferencia deberá así pasar por el tamiz
de la filosofía (cuya función es desentrañar los significados ocultos), de la
política (la que deberá interceptar las formas de dependencia solapadas), y de
la ética (cuya tarea será prevenir sobre los valores contrarios al ethos
social que pueda aparejar). En su afán de expansión, Occidente desarrolló una
mecánica determinista del porvenir, basada en una fe ciega del progreso
histórico, en un culto al cambio por el cambio mismo, como si lo nuevo fuera un
valor en sí, algo siempre superior a lo que desplaza. El cambio, en nuestros
contextos, no tiene por qué ajustarse a tiempos e intereses ajenos: lo
fundamental es que responda al ritmo y necesidades de los distintos procesos.
Como decía Miró Quesada, la razón, la ciencia y la técnica no son panaceas ni
piedras filosofales, y no se puede tener fe en ellas como se cree en los mitos.
El “ideal de vida racional”, añade, no es sino la decisión inquebrantable de
enfrentarse al mundo críticamente, sin aceptar los supuestos que, por el hecho
de nacer en una sociedad, nos son impuestos de manera arbitraria. Si se evita
mitificar la ciencia y la técnica, se eliminará también el peligro de tomarlas
como cosas hechas y perfectas, creadas por otros, cuyas ideas tenemos que
seguir a la manera de robots.2
Pero ¿cómo puede asumir esta tarea
tan necesaria una intelectualidad colonizada, que casi no conoce el pensamiento
gestado en la región, o lo ha visto muy por encima y con prejuicios, por
manejarse con categorías y paradigmas propios de otros contextos culturales?,
se preguntaba Darcy Ribeiro. Si en el siglo XIX lo propio era visto como una
forma de barbarie que había que extirpar sin miramientos, en el siglo XX se
escamoteó el carácter de científicas a
las obras de los mismos fundadores de nuestras ciencias sociales, sin otra
aspiración especulativa que agregar una inofensiva glosa al discurso de los pensadores
europeos. Mas cualquiera sea la circunstancia, la simple glosa del pensamiento
ajeno no puede configurar nunca un pensar propio, y quizás ni siquiera un
pensar verdadero. Del mismo modo en que los hombres de mar desprecian la
navegación de sirga, todo auténtico pensador debe desafiar el mar abierto,
abandonando el “pensamiento de sirga”. La necesidad de justificar el
pensamiento propio con la referencia al pensamiento europeo es un vicio
inherente al colonialismo pedagógico que imperó siempre en nuestros claustros.
Con “deslumbrantes” despliegues de erudición sobre lo ajeno se evita lo único
importante: pensar la propia cultura, explorar su tercera dimensión, los
alcances de su diversidad, que es el verdadero papel de la filosofía y la
antropología, así también como pensar la situación y destino de la propia
sociedad, que constituye el principal rol de la sociología y las ciencias
políticas.
La colonialidad del saber de las
ciencias sociales llevó a naturalizar la cosmovisión liberal, y a instituir así
un economicismo que ha convalidado un modelo civilizatorio único, que torna
incluso innecesaria la política, al no plantear alternativas viables. Y lo que
sucede con la economía se podría extender al conjunto de los saberes y jergas
que conocemos hoy como ciencias sociales, un tipo de discurso asentado sobre
una pretendida racionalidad, más falsa que neutra, que nunca intentó
legitimarse frente a los otros modos de construir el conocimiento, dialogar con
los diversos lenguajes. Se proclama el pluralismo cultural y hasta se muestra a
menudo avidez por recibir desde el mundo mal llamado “periférico” propuestas
alternativas que inyecten sangre al sistema, pero los discursos que expresan
esta diferencias son mirados con recelo y hasta como hijos de la superstición
por el pensamiento académico, pues se alejan de los paradigmas que presentan
como universales sin que ningún cónclave los haya reconocido como tales, y que
se impusieron junto con el capitalismo, al igual que las religiones
monoteístas.
Dicho colonialismo oculto,
naturalizado, si no ha perdido sus vínculos con la acción al aceptar el llamado
“fin de la Historia ”,
promueve acciones que nos apartan de las concepciones alternativas, llegando en
su entusiasmo a dominar nuestro mismo sentimiento de liberación. El mundo es
para él algo frío, sin espíritu, que sólo puede ser aprehendido por los
conceptos y mecanismos de la razón occidental. Eso de estar en sintonía con el
cosmos, que tanto preocupaba a los pensadores griegos, hoy suena a brujería
para “nuestras” ciencias sociales, y sin embargo, todos los pueblos indígenas
de América se lo proponen como objetivo vital, y lo expresan con discursos que,
a pesar de su claridad meridiana, serán considerados esotéricos y sospechosos,
motivando esas sonrisas condescendientes que se destinan al buen salvaje que se
esfuerza en “civilizarse” pero no puede.
Desde la filosofía de Hegel, cuyo
idealismo considera a la historia universal como la realización del espíritu
universal, el que se identificaría sin más con el espíritu europeo, creció la
tendencia de asimilar al otro al estado de naturaleza. La manera occidental de
organizar el trabajo, la propiedad, el uso del medio ambiente y de concebir el
tiempo dejará pronto de ser considerada tan sólo una visión del mundo confrontada
con otras visiones, y será así naturalizada por el capitalismo. El otro pasó a
integrar una “periferia” ambigua, ámbito de la miseria y la exclusión, donde
aún rigen aunque de mero uso interno y provisorio, pues pronto caerán bajo el
rasero de la globalización neoliberal. Si esos valores desean ser conocidos,
deberán explicarse en las lenguas europeas dominantes y encorsetarse en las
construcciones racionalistas de las ciencias sociales, reacias al pensamiento
simbólico como vía válida de conocimiento. Los círculos áulicos están siempre a
la pesca de toda palabra fuera de tono, que se relacione con lo sagrado y lo
mágico, para desterrar esos lenguajes alternativos al campo de lo no científico
y deleznable, e incluso al de la más abyecta superstición. Y si lograra pasar
el examen, algo nada fácil, esas cosmovisiones no entrarán en el terreno de la
simetría y el diálogo honesto, pues el saber de las ciencias sociales
eurocéntricas se autositúa desdeñosamente por encima de los otros saberes del
mundo y su forma de expresión. Al proceder así, esta pretendida ciencia, aun
cuando dice defender los derechos de los pueblos, termina legitimando la misión
civilizadora de Occidente y sirviendo al pensamiento único. Sólo profundizando
en las particularidades históricas y buscando entre ellas los nexos que
permitirán construir una ciencia social verdaderamente universal, se podrá
servir a la causa de la humanidad.
Es un derecho inalienable de cada
cultura construir su propia modernidad, reelaborando sus símbolos y su propia
racionalidad, la que no será igual a la occidental por funcionar sobre una
escala diferente de valores. Y es también un derecho de cada cultura decidir
por sí misma lo que en ese tránsito relegará al cesto de las supersticiones y
lo que mantendrá en el ámbito de lo sagrado y lo filosófico. El hombre es un
animal simbólico, y su desafío principal como especie fue vencer el vacío,
tatuar los lugares y el mundo entero de significados. En esta tarea primordial
la razón va a la zaga, porque se trata más bien de imaginar, de poetizar, de
aprender a maravillarse del mundo. Lo mágico, ese toque que todos anhelamos
para nuestra vida, fue demonizado por tales ciencias sociales, por tratarse de
un lenguaje que no entienden, al que no pueden acceder por las limitaciones de
su visión. Pero en vez de ir detrás de estos desafíos de la vida –lo que es el
destino del Ave de Minerva-, contribuyendo a enriquecer los sentidos, los
cuestionan y descalifican.
La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos
originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para medir la
modernidad o “progreso” de los sectores dominantes, para instalarlos en el
futuro. Un futuro no sólo para ellos, sino también para América y otras partes
del mundo que se interesen en su ejemplo. El mismo día en que México
traicionaba su propia historia, consumando su boda con el elefante en su afán
de ingresar al Primer Mundo, los mayas rechazaron dicho modelo, para no
embarcarse en ese regreso a la barbarie liderado por Estados Unidos. Se
mostraron así fieles a la gran civilización de sus ancestros, que fuera
comparada con la griega.
En Bolivia se avanza en
el proyecto de incorporar de manera transversal a la sabiduría indígena en
todos los niveles de la educación formal, a fines de fortalecer la identidad
hacia adentro de los grupos étnicos y proyectarla también hacia afuera, para
articular su propio pensamiento con otras modernidades. Claro que hay
contradicciones, porque no se trata de un campo de rosas. Los aymaras del Movimiento
Túpac Catari afirman que el ser en el mundo del indígena sigue siendo un ser en
el mundo colonial. Se reconoce, dicen, la diversidad étnica, pero el fin último
es “bolivianizar”. Y añaden: Lo esencial no es que una etnia parezca una
nación, sino que sea una nación. Pero ¿no implica esto desintegrar al país en
regiones que coquetean con la total independencia, sin plantearlo aún así? Este
movimiento, que no representa el sentir de las grandes mayorías indígenas, sino
de una elite, habla de la nación de nosotros y de la nación de los otros, sin
sumarse al conjunto de los movimientos sociales, que promueve un país para
todos, sin excluir ni siquiera a quienes siempre los oprimieron, una vez
eliminados sus privilegios.
En Ecuador, el Movimiento por la Unidad Plurinacional
Pachakutik Nuevo País se formó para convertirse en una plataforma política que
reuniera a los distintos movimientos sociales. En 1996 participó en las
elecciones para alcaldes, prefectos, concejales, diputados provinciales y
nacionales. Sus ejes centrales fueron la oposición al neoliberalismo y la
reconstrucción de una alternativa nacional que posibilitara una forma diferente
de desarrollo económico, político, social y cultural centrado en el ser humano
y la defensa de la vida. Introdujo en el país su condición de movimiento de
masas separado de los partidos tradicionales, lo que le permitía cuestionar a
éstos y al mismo sistema político, así como exigirles tomar en cuenta las
necesidades de la población y sumarse al reto de buscar la unidad en la
diversidad. También promovió la democratización del espacio público a través de
mecanismos como la rendición de cuentas, la revocatoria del mandato en los
cargos electivos y la construcción de una democracia desde las bases
organizadas. Buscaba así consolidar la plurinacionalidad de un Estado que no
sólo reconociera las distintas culturas, sino que pusiera en vigencia los
derechos colectivos y las prácticas territoriales. Estos pueblos sumergidos
pasaron así a ser políticamente reconocidos como habitantes del futuro, como
una parte eminente del movimiento popular con el que habrá ya que contar. Por
su parte, comprendieron que los levantamientos y la movilización reforzaban su
identidad y visibilidad política. Ellos representaban las raíces del país, pero
no se quedaban en el pasado. Más bien, apoyándose firmemente en éste, se
proyectaban con fuerza hacia el futuro, como la parte más activa de una nueva
construcción nacional y americana. Otro gran desafío era precisar de qué manera
ese movimiento social, con sus organizaciones, debía vincularse con el
político, evitando los conflictos y sobre todo la ruptura. Vieron la dificultad
de articular las experiencia locales en una estrategia nacional, en políticas
válidas y racionales para todos, pero no vacilaron en avanzar por esta senda
aún no desbrozada por la teoría política. Sufrieron asimismo, como toda
sociedad, las apetencias personales de poder y las alianzas equivocadas, que
los llevaron a perder buena parte del prestigio que ganaran con su lucha.
Entre los días 26 y 30 de marzo se realizó en Iximche,
Guatemala, la III ª
Cumbre Continental de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas de Abya Yala, bajo
el lema “De la resistencia al poder”, con la significativa presencia del
canciller de Bolivia. Una joven ecuatoriana, al ver que se discutía una serie
de modelos alternativos para transformar la realidad, dijo: “¿Es que de verdad
piensan frenar a ese monstruo (el capitalismo) con esas salidas? Nosotros
debemos pensar en grande, ése es también nuestro derecho”. Sí, deben pensar, o
ya están pensando en grande, con sentido estratégico, pero también urdir como
una araña las redes de lo concreto, para no quedarse en las consignas, en la
abstracción. Deben articular un movimiento de pinzas entre el gran pensamiento
de alcance estratégico y el pequeño pensamiento, viéndolos no como opuestos
sino como complementarios. El mundo se transforma a veces desde arriba, en lo
estructural, pero más a menudo lo hace desde abajo, en lo concreto. Hay quien
propugna la toma del poder, pero otros, imbuidos por la prédica dominante en el
Foro Social Mundial, temen echar mano a ese poder sucio. Y no sólo para no
manchare, sino porque no quieren imponer nada a nadie, sino más bien no dejarse
imponer, conforme al modelo de Chiapas. En Bolivia, dijo alguien, se ha
conseguido poder atentando contra los mecanismos de la democracia, no
respetándolos. Sí, pero advierten que no todos son indígenas en ese país, que
también hay mestizos y blancos, y que deben gobernar para todos, que la verdadera
democracia es eso, no defender sólo los intereses de un sector. Es lo que
piensa Evo Morales, y con él la mayoría. Se dice entonces que hay que construir
un poder diferente, alternativo, que dé cabida a todos, sin privilegios,
inclusivo, pues de exclusiones está harto el mundo. Unirse con otros sectores
populares oprimidos, contra el aparato político, militar y económico, contra
las transnacionales y el imperialismo, para definir un socialismo de cuño
propio, diferente al que fracasó en Europa por la tentación autoritaria. Esta
posición participativa, aliancista, fue sin duda la triunfante en esa cumbre.
Se reivindicó allí el derecho ancestral al territorio, la necesidad de avanzar
hacia una autonomía que fortalezca a los pueblos y países sin despedazarlos, de
estrechar lazos con los movimientos sociales de todo cuño, y la defensa del
medio ambiente como algo sagrado. Estados Unidos, las transnacionales, el BID,
el FMI y el Banco Mundial merecieron la condena unánime.
Cabe
destacar que el Foro Social Mundial, como alternativa al de Davos, nació en la
selva lacandona y no en las grandes capitales de América y sus centros
académicos. Los sectores progresistas de Europa pusieron de inmediato sus ojos
en el Movimiento Zapatista, así como en
el de los Sin Tierra y luego en Bolivia, como tres interesantes retortas donde
se cocina el futuro, la salida de la humanidad de la demencia.
Esta defensa de las
culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de
la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y
todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de
nuestro despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es de poner en
manifiesto los nuevos avatares de la ya vieja ideología del crisol de razas, embuste que sirvió y sigue
sirviendo para negar la persistencia de tradiciones culturales diferentes que
aún luchan por hacerse visibles, reelaborar en términos actuales su matriz simbólica
y recuperar su autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas
matrices. Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que
surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la
desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso,
añade, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino en gente tabula
rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices3.
Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue
desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una
conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su
libro México profundo. Una civilización negada y otros textos.
Frente a
la apología acrítica del mestizaje (a la que los indígenas llaman mesticismo y
consideran una ideología etnocida), Luis Guillermo Lumbreras dice que se apeló al término
mestizo por temor a reconocerse como un indígena que asimiló aportes de
Occidente, un indio moderno. Lo indígena es visto así como un pasado romántico
del que nadie se hace cargo de un modo personal, reconociéndose como tal. Es
una cómoda tercera posición, dice, que permite denostar a los invasores
europeos de antes, pero no impide programar la existencia como si fueran ahora
parte de ellos, del mismo modo en que la exaltación orgullosa de los logros
indígenas de antes tampoco impide segregar a los indios actuales. Ser mestizo,
entonces, es no tener que cargar con el estigma de los antepasados genocidas ni
con lo que significa ser indígena en el presente4. Porque una cosa
es admitir la intensidad del mestizaje operado y juzgarlo objetivamente,
evaluando lo positivo y negativo del proceso, y otra hacer la exaltación
ideológica (no científica) del mestizaje, pues siempre esto se traduce en una
incitación a continuar esa presión etnocida que destruye la diversidad
cultural. Germán Bockler,
refiriéndose al ladino de Guatemala, dice que éste es un ser ficticio, porque
su identidad, en esencia, es una identidad negativa. Ser ladino no es ser algo
específico, sino únicamente no ser indio.
Otra cara del mesticismo es la apología, también
acrítica, del sincretismo, que sirve para legitimar y hasta elogiar la
violencia ejercida antes sobre las matrices simbólicas, y que se sigue
ejerciendo desde arriba, sobre todo por el cristianismo. Eximiría de ello a la
interculturación simétrica que se opera entre las religiones populares, de lo
cual Cuba es un buen ejemplo. La defensa de la diversidad cultural ha de
llevarnos a ser muy cautos en esto, y a restringir las excepciones a la norma
general. Por otra parte, y como lo ha demostrado aquí Rogelio Martínez Furé, la
imbricación es por lo común superficial, no profunda. Si se va al fondo del
mundo simbólico, hallaremos que el núcleo mantiene su coherencia, y que los
préstamos culturales se dan en los aspectos más exteriores del culto.
En
cuanto a los afrodescendientes, bien se conoce la deculturación que se produjo por la
explotación intensiva de su fuerza de trabajo y la promiscuidad de los
barracones o senzalas, que los llevó en muchos casos a convertirse en
negros genéricos, sin que esto les permita escapar a la discriminación. En el
Nordeste brasileño, Haití y Cuba aún conservan un sentido de pertenencia a una
cultura africana particular, a matrices que pueden ser recuperadas y
reelaboradas, pero los procesos de reculturación parecen avanzar más bien hacia
verdaderas etnogénesis, o sea, a la conformación de matrices nuevas que
conjuguen todo su bagaje y lo conviertan en un sustrato que permita más
apropiaciones y creaciones, que es la función de las matrices simbólicas. Ello
se observa en Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, donde cundió el negrismo,
y también en el Caribe, que fue cuna de la Négritude y la Antillanité ,
movimientos con expresiones políticas, musicales, literarias y sobre todo
existenciales. Cabe destacar aquí la acción tesonera de la Casa del Caribe, de Santiago
de Cuba, de rescatar la africanía de las culturas de esa región, así como la
tendencia de las etnias de raíz africana que se están gestando a sobrepasar su
carácter de población con identidad de piel para abrirse a otros sectores de la
sociedad, los que comparten gozosos sus valores sin procurar blanquearlos. Un
buen ejemplo de esto es lo que sucede con el candombe de Uruguay, cuyos
tambores atraen a la población blanca y no soslayan su conciencia de clase.
Suele confundirse lo mestizo con lo
híbrido, y se cae así en el elogio de la hibridez. El elogio de la pureza no es
bueno, pero peor es el elogio de lo híbrido, pues ello opera como un incentivo
a seguir hibridando. El mestizaje ha dado lugar en América y el mundo entero a
una gran cantidad de matrices culturales, pero no la hibridación. Lo híbrido no
se reproduce, porque no constituye una matriz, y tiende más bien a destruir lo
que mezcla, por lo común de un modo ligero e irresponsable, sin reparar en los
costos. Actualmente lo híbrido es el caballo de batalla de la cultura de masas
y la globalización mediática del capitalismo, que presenta a sus engendros
simbólicos como la quinta esencia del pluralismo y la democracia. Hay que
centrar más bien la atención en el derecho de las matrices a continuar
reproduciendo su particularidad, con los cambios que ella decida incorporar, o
sea, a mantener una identidad cultural coherente e interactuar con las demás en
un plano igualitario, simétrico. Las matrices culturales pueden por cierto
tomar en préstamo los elementos que las seduzcan, y será la dialéctica de lo
cotidiano lo que los legitimará o no como propios. Lo híbrido, en cambio, nace
por lo general fuera de estas matrices, por obra de operadores ajenos a ellas,
guiados sólo por un afán de lucro y servilismo al poder, y es difundido por los
medios entre los distintos sectores populares como si se tratara de una forma
genuina de su cultura. Pero no es más que un simulacro, y en tanto tal, como ya
lo decía Platón, termina sustituyendo al original, al que arrumba en el olvido,
junto con sus aspectos éticos, filosóficos y estéticos.
Para
entender mejor los infortunios de la diversidad en Nuestra América, se debe
recordar que la negación de Europa realizada por la clase criolla blanca
dominante y los mestizos asimilados a ella no fue nunca la negación de la
europeidad, y hasta el día de hoy nuestros artistas e intelectuales temen
romper con la plena pertenencia a la civilización occidental, prefiriendo ser
su furgón de cola antes que alzarse como una civilización nueva. Se quiere, sí,
ser americano, pero sin dejar la atalaya de la civilización occidental, como si
fuera la única racionalidad posible. Su definición, dice Walter Mignolo, es
geopolítica, no cultural ni mucho menos racial. El criollo, añade este autor,
sabe que no es europeo pero quiere serlo, pues siente a dicha identidad como la
única imagen aceptable de civilización5. Además, aceptando un
antiguo mandato, se propone como tarea redentora civilizar al indio y el negro,
integrarlo a ese carromato desvencijado que hoy rueda hacia el abismo. Ellos
son los verdaderos otros, los que no pueden ser europeos. Para los indios y
negros, con la excepción de algunos blancoides o negros blanqueados, la
otredad radica en la civilización occidental, que es el poder despótico que los
domina. Los revolucionarios haitianos (Toussaint l’Ouverture, Jean-Jacques
Dessalines y otros) negaron tanto a Europa como a la europeidad sin hacerse
mayores dramas. O sea, los afro-americanos, al igual que los indígenas, ni
siquiera se plantean definirse o no como occidentales. Si la conciencia blanca,
así como la de los mestizos que optaron por ella, pensaran lo propio como un
verdadera civilización, tendrían algo más auténtico en qué apoyarse, y podrían
identificarse mejor con sus pueblos y las formas que éstos tienen de construir
la realidad y la historia.
Todo
pueblo está en el centro de su mundo, y en comprender la universalidad de cada
parcela humana y ponerla en valor mediante el desarrollo cultural reside la
clave del futuro. En esta diversidad, que hunde sus raíces en las sabidurías
ancestrales, radica, como se dijo, la única racionalidad capaz de impedir que
los imperios del cielo y de la tierra nos arrastren al abismo.
No es deseable un
desarrollo económico que se despegue del desarrollo de la conciencia, o sea, de
la cultura. Hundiendo los pies en el pensamiento bolivariano, el ALBA propone
como segundo eje anteponer lo social a lo económico, para instaurar un nuevo
socialismo de base humana, justa, no autoritaria. No colocar a la máquina por
delante, ni al Estado, dice, sino al hombre. El cuarto eje habla de un
desarrollo endógeno, por dentro y desde adentro, que no esté pendiente de las
inversiones internacionales. El quinto eje se ocupa del plano internacional y
reflota el proyecto bolivariano, que de haber tenido éxito entonces nos hubiera
asegurado un lugar más digno en el mundo. Desde lo más profundo de la cultura
se señala así a los enemigos de nuestros pueblos, encabezados por Estados
Unidos y su panamericanismo, cuya expresión actual es el ALCA. Para terminar de
ser fiel a este ideario arraigado en la sangre de la América profunda, le falta
sumar al quinto eje la decisión de
definirnos frente al mundo como una civilización nueva.
Los pueblos de la América profunda no representan por lo tanto un
cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino, como vimos, las semillas que
harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso
abrirse seriamente, en los hechos y no en las meras proclamas de ribetes
pluralistas, a esos otros saberes, así como a sus modos de articularse y
exponerse, sin que tengan que someterse a las jergas occidentales de moda ni a
categorías ajenas. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada
con la sociedad de consumo y la rentabilidad del capital, no queda más que
escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya
de esos cultos fetichistas a la producción y la productividad, de los chillidos
de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que
cierran bonitamente hacia arriba pero arrasan a los de abajo, tanto en lo
social como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un
ser productivo, porque quienes no producen o producen poco (los ancianos, los
niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los
otros. Más aún, las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que no
producen, más que a la juventud productora, porque sin su sabiduría no es
posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la
explotación y la pérdida de libertad.
La cultura de Nuestra América es más cercana a la
occidental que otras culturas del mundo, pero esto no debe confundirnos, ya que
no somos en realidad parte de Occidente aunque buena parte de nuestra herencia
provenga de él, y no lo seremos por más esfuerzos de entrega y mimetismo que
realicen las burguesías nacionales y elites intelectuales, pues los pueblos
seguirán siendo fieles a sí mismos, y lo único que se logrará con ello es
ahondar la brecha interna.
En los días que corren, el desarrollo
científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de
explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar
la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad no hace
falta destruir la base territorial de la economía, arrodillándose ante la
globalización y los organismos internacionales de crédito (pues eso es deificar
al capital y los beneficios de las corporaciones y caminar hacia la ruina),
como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un
verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de
serlo es definirnos como civilización y actuar como tal, meta que exige pisar
firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que
accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a
una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya
larga y sangrienta aventura de la especie con una racionalidad fundada en la
solidaridad y no en el más crudo individualismo. La modernidad y la comunidad no se oponen. La modernidad de su comunidad
–a la que llamaremos propia o paralela, no periférica- es lo único que
permitirá a las matrices culturales liberarse de la opresión y conquistar un
lugar digno en el mundo.
NOTAS
1
Cfr. Edgardo Lander, “Ciencias sociales: saberes coloniales y
eurocéntricos”, en La colonialidad el saber: eurocentrismo y ciencias
sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, CLACSO, 2005; p.
11-40.
2
Cfr. Francisco Miró Quesada, “Ciencia y técnica: ideas o mitoides”, en América Latina en sus ideas,
Coordinación e introducción por Leopoldo Zea, México, Siglo XXI Editores-
UNESCO, 1986; p. 94.
3
Cfr. Darcy Ribeiro, “Los indios y el Estado nacional”, en América
Latina: El desafío del Tercer Milenio, varios autores, coordinación y
prólogo de Adolfo Colombres, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1993,; p. 71.
4
Cfr.Luis Guillermo Lumbreras, “Cultura, tecnología y modelos
alternativos de desarrollo”, en Amerindia hacia el Tercer Milenio,
México, INI, 1991; p. 39.
5
Cfr. Walter Mignolo, “La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el
hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”, en La
colonialidad del saber: eurocentrtismo y ciencias sociales. Perspectivas
latinoamericanas, Buenos Aires,
CLACSO, 2005; pp. 69-70.
Conferencia leída en el
Vº Congreso Mundial sobre Cultura y Desarrollo,
FOLKLORE, CULTURA POPULAR Y MODERNIDAD
Quienes profundizan en las dialécticas de la cultura
saben que hoy el concepto de folklore no es sólo insuficiente como categoría de
análisis, sino cada vez más limitado el campo en el que puede desplegar su
instrumental con cierta dignidad. Es que resulta difícil hablar a conciencia de
folklore cuando ya ha dejado prácticamente de existir eso que Robert Redfield
caracterizara como “sociedad folk”: La sociedad folk, decía este autor, es
pequeña, aislada, iletrada y homogénea, con un fuerte sentido de solidaridad de
grupo. Hoy no es ya tan pequeña como antes, los caminos y los medios de
comunicación la sacaron del aislamiento, y las campañas de alfabetización le
quitaron el carácter de iletrada, por más que no haya incorporado masivamente
la lectoescritura a su vida cotidiana. Es también menos homogénea que antes,
por la creciente división en clases, y si bien las redes solidarias siguen
funcionando en ella, no lo hacen con la cohesión y eficacia de antaño. Apunta
Redfield que la cultura de la sociedad folk es tradicional, con lo que soslaya
las búsquedas que las comunidades realizan para construir su propia modernidad.
Señala, por último, que es espontánea, o sea, no consciente, desprovista de
sentido crítico, lo que hace preciso que otras personas la estudien, la
objetiven, y esas personas provienen por cierto de las clases dominantes, las
que toman así el control de su mundo simbólico. Hoy se da una continuidad
espacial que va del centro urbano a las zonas más apartadas de lo rural,
pasando por los barrios populares, las villas de emergencia y territorios
agrícolas bastante poblados y ya incorporados a la economía de exportación. Y
así como se urbaniza el área rural, se ruraliza la periferia urbana, pues los
campesinos que migran a la ciudad llevan a menudo su cultura como un patrimonio
irrenunciable que los ayudará a sobrevivir en la multitud, y reproducen en ella
el esplendor de sus fiestas. También hay gente que migra de la ciudad al campo
y asume plenamente la cultura campesina, participando en sus rituales, en un
intento de retomar el sentido de comunidad y apropiarse de su ética. El quiebre
del concepto de folklore allana el camino a la cultura popular, la que puede
ser tradicional o actual, anónima o autoral y oral o escrita.
A pesar de la crisis de las
vanguardias, se mantiene firme el consenso de que la cultura ilustrada debe
cuestionar de un modo permanente sus propios presupuestos, agotándose en la
búsqueda incesante de nuevas posibilidades, aun al riesgo de traicionar sus
mejores logros y entrar en una fase de decadencia. Dicha búsqueda es vista como
indicador de creatividad y salud espiritual de un artista en particular y del
grupo al que pertenece. Pero curiosamente, este consenso se pierde cuando
pasamos al terreno de la cultura popular, pues aquí no rige la teoría estética,
sino la ley férrea del folklore. En un principio, antes de caer bajo la égida
del positivismo (lo que ocurrió alrededor de 1880), se trataba de un intento
romántico de apresar “el alma del pueblo”, concebida como un ente estático y no
dinámico, conforme a los patrones del sustancialismo filosófico que nutría
entonces al nacionalismo burgués. Como secuela de ello, hasta el día de hoy
existen críticos, intelectuales y hasta antropólogos convencidos de que los
artistas populares deben no sólo ser fieles a su tradición, sino también
conservarla (o sea, repetirla) ciegamente, pues de lo contrario la estarían
corrompiendo, cediendo a la aculturación. De acuerdo a este criterio, todo
desarrollo evolutivo se traduciría en una lamentable pérdida de identidad. La repetición
no es vista como fosilización de un espíritu, sino como saludable signo de
permanencia, de “resistencia” frente a una modernidad que rinde culto al cambio
por el cambio mismo. Tan curiosa teoría, que exalta la creatividad de los
muertos y condena la de los vivos, muestra la vigencia del culturalismo
norteamericano y toda la antropología colonialista, que niega la existencia en
las sociedades colonizadas de potencias endógenas capaces de conducir a un
cambio evolutivo, por considerar que ellas están fuera del tiempo lineal de la Historia. Respecto
a los tarahumaras de México, escribía Antonin Artaud: “Las verdaderas
tradiciones no progresan, ya que representan el punto más avanzado de toda
verdad. Y el único progreso realizable consiste en conservar la forma y la
fuerza de dichas tradiciones” 1. Una afirmación semejante halaga a
la poesía, pero no a la verdad científica, ya que incluso los mitos más
perdurables precisan enriquecerse con nuevos sentidos para no perder vigencia,
como surge del análisis diacrónico de la religiosidad indígena y popular.
Lo que
torna a este pensamiento especialmente pernicioso es su marcada tendencia a
cristalizar en políticas culturales que proclaman la inmovilidad del arte
subalterno y salen al cruce de todo intento renovador. Inducir a los artistas
populares a que se limiten a realizar fieles remedos de las creaciones de sus
antepasados es no sólo ahondar su dependencia, sino también pretender abolir su
creatividad, reduciéndola a una habilidad manual. Resulta por demás absurdo
responder al temor de que la aculturación termine destruyendo las culturas
populares con el congelamiento histórico de éstas, pues difícilmente habrá
progreso social con estancamiento cultural, y esas estructuras fósiles
terminarán siendo arrasadas por la dinámica de la sociedad dominante. La
pérdida de fe en las posibilidades de la propia cultura para mejorar la
situación personal y asegurar una vida digna, lleva a los pueblos a volverle la
espalda, y al desidentificarse de ella renuncian a su historia, buscando la
salvación en el proceso aculturativo.
La
sociedad dominante, acaso preocupada por la desaparición de las grandes
memorias colectivas que vertebran la vida social y su reemplazo por una memoria
fragmentada, sin unidad ni puentes firmes entre sí, parece buscar consuelo en
el congelamiento de la cultura subalterna, como si sustraerla al cambio fuera
preservarla (y preservarse) del cataclismo. Pero al congelar las formas, las
malas prácticas del folklore quiebran los nexos con la vida, porque la vida
–tal como decía Henri Focillon- es forma, y la forma no es más que el modo en
que acontece la vida. Si la forma, por otra parte, atrae a los significados,
una forma museificada no puede capturar los significados flotantes del momento
actual, sino los desechos de la historia.
Cabe señalar además que por lo
general el folklore no se preocupó en devolver a los pueblos relevados, y a
menudo ni siquiera a sus mismos “informantes”, los frutos de sus
investigaciones, suponiendo que a éstos no les interesaban, o que sería de
todos modos un gesto inútil, ante lo irremediable de su destino. Nunca
comprendió que justamente en dicho fatalismo, y no en las oscuras
determinaciones de la
Historia , con su mito del Progreso, está inscrito el decreto
condenatorio, pues de apoyarse esa dinámica que lleva al pueblo a reelaborar
conscientemente su cultura, retroalimentándola con la devolución, asistiríamos
a un sorprendente florecimiento. El folklore muestra asimismo la tendencia a
abolir su dimensión de profundidad y limar hasta la caricatura y el grotesco
sus aristas contestatarias. En las fiestas populares, no se exaltan los
aspectos lúdicos, “paganos” y críticos del orden social, sino los piadosos, los
que más respetan el orden existente, toda forma de sometimiento a los símbolos
e instituciones con los que esos pueblos fueron sometidos.
Ocurre asimismo que el folklore, al
igual que la etnografía, precisa de cierta cosificación para apuntalarse como
ciencia, pues la movilidad extrema de su objeto lo invalidaría como tal,
convirtiéndolo en un pobre registro de un fenómeno fugaz. La cultura popular,
entendida como un proceso dinámico y autogestionado, desplaza al folklore,
recuperando el control de sus obras, con miras a mejorar la calidad de vida del
grupo social en todos los órdenes, y no tan sólo en el cultural. Es que la
cultura, para las sociedades subalternas, no puede apartarse del proyecto
liberador, por lo que fosilizar lo que lleva ya siglos de estancamiento
constituye un detestable mecanismo de dominación. Descongelarlo, por el
contrario, es la mejor forma de descongelar la historia y el imaginario social,
abriendo así nuevos rumbos a la cultura. Y desde ya, este proceso no puede
darse dentro de las prácticas del folklore, sino sólo de la cultura popular,
que implica, como se dijo, una toma del control del propio acervo simbólico,
una autogestión fundada en la participación social, la conciencia crítica y la
voluntad de recuperación histórica.
Eduardo Galeano definía a la cultura
popular como un complejo sistema de símbolos de identidad que el pueblo
preserva y crea. Para Rodolfo Stavenhagen es la cultura de las clases
subalternas, o sea, una cultura de clase, aunque no deja de reconocer la
amplitud y ambigüedad del concepto. Mario Margulis la caracteriza como la
cultura de los de abajo, creada por ellos mismos en respuesta a sus propias
necesidades, y por lo general sin medios técnicos. Es sobre todo una cultura
solidaria, pues sus productores y consumidores son los mismos individuos,
quienes la crean y ejercen. En lo que respecta a la ausencia o escasez de
medios técnicos, que Margulis parece considerar un atributo de ella, cabe
señalar que el acceso, ocasional o prolongado, a una alta tecnología, no le
quita a una cultura el carácter de popular, si las obras son producidas por
miembros del grupo social y circulan también por su ámbito. Negarlo sería
obstaculizar a dichas culturas el camino de su liberación, pues para avanzar
por él apelan a menudo a las mismas tecnologías complejas de la cultura
dominante. Vemos así con creciente frecuencia a los artistas populares publicar
discos compactos y hasta grabar y fotografiar sus rituales con cámaras
digitales, sin que a nadie se le ocurra pensar que por eso pierden su
identidad. Es preciso entonces cuidarse de las definiciones negativas de lo
popular, que destacan su carácter marginal, excluido, para empezar a verlo en
términos positivos, profundizando en la diferencia que lo singulariza. O sea,
analizarlo como un conjunto de valores que se disponen en una escala jerárquica
(jerarquía que determina su propia racionalidad), y también como una
sensibilidad social que orienta la percepción y sentimientos del grupo.
La
cultura popular, más que una síntesis, es una suma, porque en todo país
hallaremos varias culturas colocadas en una situación subalterna por una o más
culturas dominantes. En América encontramos distintas culturas campesinas
regionales, culturas populares urbanas, culturas populares de inmigración y las
neoafricanas. Todas son igualmente legítimas, en cuanto caras perfectamente
definidas de una sociedad plural. Se suele incluir también en dicho concepto a
los grupos indígenas, pero si bien éstos se hallan sujetos asimismo a una
situación subalterna, presentan particularidades que conviene estudiar por
separado.
Los
prejuicios metropolitanos de superioridad llevan a la cultura dominante a ver
lo diferente como inferior, lo que le cierra los ojos a la belleza de los
otros, y con ella a lo que la sociedad tiene de particular. Su cacareado
universalismo termina así convertido en un provincianismo elitista y necio.
Bajo esta óptica, lo que se aparta de sus cánones raramente será considerado
una auténtica cultura. En consecuencia, el arte popular no es para ella arte
sino artesanía, y no puede invadir el espacio que se consagra al verdadero
arte.
Lo popular no debe interpretarse
como una especificidad en sí, puesto que alude tan sólo a una condición
subalterna, que por fuerza pertenece a un proceso de dominación. La
particularidad, la identidad alterna, no brota de esta condición, sino de la
misma matriz simbólica. La condición subalterna, entonces, no dice nada sobre
una cultura en sí, pero da cuenta de una situación que la afecta profundamente,
pues busca corromper su sistema simbólico. Se podría decir, en este sentido,
que la cultura dominada padece una enfermedad que inhibe su desarrollo y la
empuja hacia la decadencia y la desintegración.
Tal dialéctica, por otra parte, se
superpone a otra aún más esencial: la que diferencia lo propio de lo ajeno, o
sea, el campo de pertenencia y el campo de referencia. Tal dialéctica es hoy
menoscabada o directamente negada por el pensamiento posmoderno, para el que no
hay pertenencias válidas en el punto de partida, pues todo sería referencia. Se
dice que el hombre no es un árbol para poseer raíces, sino que tiene alas y
vuela por el mundo, comiendo lo que más le apetece y eligiendo lo que quiere
ser. Pero esta filosofía de las mariposas ignora que mientras ellas andan de
flor en flor por los cuidados prados ajenos una manga de langostas depreda el
único territorio que en verdad les pertenece, aquel en que crecieron y se
formaron, sin que siquiera se den cuenta.
La condición subalterna no debe en
consecuencia internalizarse como si fuera un atributo que determina la
identidad. La percepción de este hecho no ha de ser otra cosa que la conciencia
de una dominación, la que debe cristalizar en estrategias para ponerle fin y
permitir así el florecimiento de su producción simbólica. Los movimientos
reculturantes, de recuperación de la historia y la identidad, buscan romper con
esta condición subalterna, para que la cultura no se avergüence frente a
quienes la oprimen o intentan oprimirla y les oponga otra visión del mundo y el
arte plena de sentido.
Como se dijo, la producción
simbólica de los sectores subalternos es llamada por lo común “artesanía”, de
un modo global e indistinto, por lo que tal categoría deviene un verdadero
cajón de sastre, donde los objetos pierden toda individualidad y contexto al
destinárselos a un folk market sin sentido
crítico, que desconoce sus significados profundos, por lo que su consumo se
torna puramente utilitario y decorativo. Es cierto que a veces desde el
folklore se intenta alguna contextualización de las obras, pero ésta casi nunca
sobrepasa el descriptivismo más superficial, y sus juicios de valor se reducen
a exaltaciones románticas que nos remiten a entidades metafísicas, al espíritu
eterno, inmóvil, del pueblo y la nación, ante la incapacidad de tales exégetas
de echar mano a los instrumentos de la teoría del arte. Desde el dorado reducto
del folklore, la burguesía ejerce así el control de la producción simbólica
popular.
Por
eso el arte popular, entendido como un proceso dinámico y autogestionado, debe
vaciar ese cajón de sastre para poder situar luego cada obra en el lugar que le
corresponde. Al recuperar el control de su producción simbólica, los sectores
subalternos activarán los procesos de conciencia en torno a ella, distinguiendo
y promoviendo a los artistas que se planteen mayores exigencias. En muchos
sectores campesinos, y en especial en los pueblos indígenas, suele darse el
caso de que la abrumadora mayoría consagra algunas horas por día a realizar
artesanías, como una forma de subsistencia tras haber sufrido el despojo de la
tierra fértil y sus recursos naturales. Si esas sociedades tuvieran otros
medios de vida, el número de artesanos disminuiría enormemente, o éstos
trabajarían sólo para producir los objetos de uso cotidiano prescritos por la
tradición, como utensilios domésticos, prendas de vestir y en especial los
objetos rituales, que suelen carecer de valor de cambio. Y entre ellos, habría
unos pocos individuos que realizarían una verdadera opción por la creación
artística, produciendo objetos muy elaborados que les darán un prestigio especial
dentro y fuera de su comunidad.
Cabe
preguntarse con qué criterios se habrán de separar, dentro de estos conjuntos
heterogéneos, a las obras de arte de las piezas de artesanía, y en consecuencia
a los artistas de los artesanos. Para evitar el odioso papel de determinar
desde la atalaya ilustrada de quienes no pertenecen a una cultura qué es
artesanía y qué verdadero arte popular, lo mejor es abrir un debate interno
entre los que realizan estas prácticas, para esclarecer y consensuar aspectos
teóricos y permitir así que cada cual decida lo que quiere ser y hacer. Para
unos no se tratará de desplegar la creatividad sino de un simple medio de
subsistencia, mientras que otros, sí, harán de esta actividad un acto de
servicio a su cultura y una razón de vida. Plantear tal diferenciación entre
los sectores populares implica, por otra parte, instituir políticas diferentes
para uno y otro grupo, que apoyen la creatividad con una adecuada capacitación
y comercialización, a fin de asegurar al artista un ingreso no menor al que
percibiría realizando artesanías en serie. Muchos verdaderos artistas populares
destinan una parte menor de su tiempo a producir objetos más creativos, fuera
de serie, que en tanto tales no tienen una ubicación clara en el mercado, mientras
consagran la mayor parte de sus energías a realizar las obras de escaso valor
artístico que le demanda el mercado, pragmatismo en el que caen también los
artistas del sector ilustrado. El mercado puede llegar a pagar un precio mayor
por las obras más creativas, pero rara vez el precio que tendría que pagar para
que el artista popular pueda olvidarse de la producción en serie de objetos de
escaso valor. Cabe interpretar esto como un serio obstáculo a la creatividad,
que incide en la reproducción de la condición subalterna.
Los
sectores ilustrados que se rebelan contra los cánones de la cultura dominante y
se muestran abiertos a las prácticas artísticas subalternas, como una forma de
enriquecer su propio acervo simbólico y sus medios técnicos, deben acudir en
apoyo de los artistas populares, para permitirles acceder a los espacios de
exhibición y expresión que gozan de prestigio. Para ello resulta de especial
importancia la redacción de textos críticos que contextualicen debidamente
dichas obras, subrayando sus aspectos estéticos y valores antropológicos, lo
que contribuirá asimismo a su valoración económica. Deberán crearse también
galerías de arte popular que funcionen en base a exposiciones bien presentadas,
con catálogos y textos críticos, las que podrán vender luego como obras de
trastienda los sobrantes de esas exposiciones, junto con obras nuevas
provenientes de la misma práctica o del mismo artista. Tales galerías se
diferenciarán así de las tiendas artesanales, donde los objetos se venden por
lo común sin referencia alguna. Los programas de apoyo deberían proporcionar
también a estas tiendas algunos elementos teóricos que les permitan dar una
contextualización mínima a los objetos que venden, y sobre todo separarlos del kitsch, como expresión de un arte de
masas que no es un arte y ni siquiera artesanía, sino un burdo remedo, un
simulacro. Contextualizar teóricamente dichas obras es la mejor forma de
propiciar un diálogo real, una interculturación simétrica que beneficie a ambas
partes del proceso. El racismo y la discriminación social se alimentan no sólo
de intereses económicos y políticos concretos, sino también de estereotipos, de
ideas adquiridas que la gente no revisa hasta que se enfrenta a hechos que
desnudan su inconsistencia. Y el arte popular es a menudo uno de esos hechos
deslumbrantes que llevan a los sectores dominados a ganar adeptos para su
causa, a la vez que debilita las “razones” del opresor. El reconocimiento del
valor estético de las obras hace de pronto visible a un pueblo que no sólo
mantiene en la opresión su compromiso con la belleza y el sentido, sino que
busca también el triunfo de la verdad, la libertad y la justicia. Verdad
estética y verdad política parecen coincidir en el arte popular, pues ambas se
perfilan claramente en una actitud vital no intelectualizada ni ideologizada,
como un sentimiento visceral enraizado en una experiencia histórica común y una
imagen compartida del mundo.
La conservación, entonces, no puede
ser nunca la política a seguir en el ámbito de las culturas subalternas.
Además, ésta constituye hoy un mal método de resistencia, por ser estático y no
dinámico, o sea, por rehuir esa ofensiva cultural que caracteriza a la
descolonización, a todo intento de romper la condición subalterna. La
conservación podrá mantener la validez de una forma, pero al riesgo de
estereotiparla, de fosilizarla o al menos de restarle vitalidad. La asimetría
entre dos o más sistemas simbólicos no se eliminará nunca deteniendo la marcha
del más rezagado, sino más bien con la actitud contraria, que pasa por
imprimirle un fuerte impulso nivelador. Claro que ésta no puede consistir en
producir el mismo tipo de obras que el sector dominante, adoptando su canon
estético, sino obras diferentes en lo formal y conceptual pero a la vez capaces
de situarse en un nivel semejante de calidad.
La
apuesta de la cultura popular debe ser al cambio, pero no a un cambio
aculturativo, pues tal avance es ficticio, desde que no hace más que privarla
de sus restos de autonomía y desdibujar sus rasgos de identidad. Estará así abandonando el cauce de su propia
historia para situarse en otra historia y asumir los ejes simbólicos y patrones
estéticos ajenos como si fueran propios. Este hacerse cargo de una historia y hasta
de una problemática ajenas como si fueran propias es la más lamentable prueba
de sumisión, de renunciar al desarrollo de las propias posibilidades, tal como
lo señalara Marta Traba. O sea, por la vía del desarrollo aculturativo no se
logrará nunca una descolonización del mundo simbólico, sino que, por el
contrario, se profundizará la dependencia. Por llevar a la pérdida de identidad
y a la sumisión tanto en lo que hace a los contenidos como a los patrones
estéticos, resulta a la postre más perniciosa que la actitud conservadora.
El único cambio que se concilia con
la descolonización y hasta se identifica con ella es el evolutivo, que pasa por
la exploración de los recursos de la propia cultura para potenciarlos y
producir así, desde su matriz simbólica, obras más avanzadas en lo conceptual y
también más elaboradas en lo formal. Este proceso implica sobre todo una
innovación, aunque probablemente tendrá que apelar también a los préstamos
culturales (o sea, a la adopción selectiva y adaptación de elementos ajenos),
especialmente en el campo de los medios de producción artística. Suelen
incorporarse asimismo los símbolos ajenos, pero no sin resignificarlos y hasta
invertir su sentido, para poner en evidencia su función colonizadora o
recuperarlos desde otra mirada. Si no opera una verdadera adopción selectiva,
no estaremos ante un préstamo cultural, sino probablemente ante una
incorporación acrítica, descuidada, o, peor aún, ante una aceptación fascinada
y pasiva del orden de valores dominante, lo que ha sido en el Tercer Mundo la
forma más miserable de colonialismo cultural, que podría denominarse autocolonialismo si no fuera que este
camino no se emprende si no existe un sistema de poder que lo aliente o induzca
de algún modo a ello, premiando la deserción de la propia cultura.
El desarrollo evolutivo de la
cultura popular no debe entretenerse con lo híbrido, como quien juega a entrar
y salir de la modernidad dominante, pues la descolonización exige
fundamentalmente cierto esfuerzo de depuración, así como para revitalizar un
cultivo se elimina la maleza que lo asfixia. Como plan de trabajo compartido, o
participativo, para descolonizar la cultura popular y allanarle así el camino a
su propia modernidad, se proponen las siguientes medidas: 1º) Denunciar los
aspectos de la tradición que de hecho han venido sirviendo a la dependencia
cultural, para tratar luego de desalienarlos; 2º) Redimensionar creativamente
en el contexto actual los aspectos de la tradición que se consideren positivos
para la construcción de nuevos modelos; 3º) Criticar y combatir los elementos
culturales introducidos en tiempos recientes por el sistema dominante que se
consideren contrarios al proyecto popular; 4º) Activar la innovación dentro del
propio proceso e incorporar por adopción selectiva elementos nuevos que puedan
contribuir al desarrollo de la propia cultura; 5º) Asumir plenamente el control
de la propia imagen y de los resortes de la cultura, para ser los primeros
beneficiarios de ella y sus únicos administradores.
El
desarrollo de la cultura popular no puede soslayar en modo alguno la
confrontación crítica con otras prácticas, y no sólo con las dominantes, sino
también con las de otros sectores populares y grupos étnicos que viven en la
región, e incluso en otros países. Sólo tal confrontación puede darles plena
conciencia de su identidad, y estimular a la vez el proceso creativo. Toda
matriz simbólica, mientras no se halla seriamente afectada por un proceso de
aculturación, está en condiciones de reinterpretar y rearticular los elementos
que recibe. Claro que hay casos en los que la excesiva confrontación puede
resultar perjudicial, como ocurre con los grupos cuya matriz simbólica se
encuentra confundida por un proceso de aculturación. En tales casos, antes de
librarse a una activa interacción es preciso devolver coherencia a dicha
matriz, fortalecerla mediante la recuperación de la memoria, el rescate
cultural y el análisis crítico.
En Nuevos ritos, nuevos mitos, libro
editado originariamente en Turín en 1965, Gillo Dorfles considera ya como una
de las características del kitsch su
condición de ser un sustituto de las obras de arte, un seudo-arte o sucedáneo.
Baudrillard, coincidiendo con él, escribe que el kitsch produce pseudo-objetos, es decir, objetos como simulación,
copia, estereotipo, pobreza o ausencia de significado real. A la estética de la
belleza y la originalidad, el kitsch
opone la estética de la simulación2. Lo que en el arte ilustrado
suele traducirse en una reproducción infinita de la obra en un formato reducido
y transportable (piénsese en la
Venus de Milo), en el arte subalterno este sustituto reúne
los atributos del disfraz, pues la reproducción industrial o artesanal se
propone como auténtica y trata de ser vendida como tal, o sea, como objeto
producido en una determinada esfera simbólica. Este mecanismo de falsificación
confunde en primer lugar al receptor-comprador del objeto puesto en venta (no
olvidemos que la cultura de masas es esencialmente mercantil), y luego al mismo
productor, cuando éste imita la imitación, por no tener suficiente conciencia
de su práctica artística o creer que eso es lo que más se vende.
Esta
idea del kitsch como falsificación
pesa más en el ámbito de lo subalterno que el tan discutido problema del mal (o
buen) gusto, pues los juicios de ese tipo que se expresen estarán invalidados
por realizarse desde otro sistema simbólico, lo que implica la ausencia de un
código compartido en el proceso de comunicación. Se quiere decir con ello que
desde la óptica de la clase dominante una obra de arte popular o indígena puede
ser considerada de buen o mal gusto, pero que tal juicio no la compromete
realmente, por hacerse desde otros cánones, desde una estética distinta. En un
reportaje reciente, Dorfles reconoce que el elogio o condena del arte de otras
civilizaciones es algo completamente arbitrario. Más que de kitsch, dice, se trataría en estos casos
de una cuestión de diversidad cultural, con lo que niega expresamente la
transculturalidad del concepto3. Lo que más afecta a los sectores
subalternos no es tanto la valoración negativa que se haga de sus obras desde
afuera de su sistema simbólico, sino la intromisión en éste y en su estética de
elementos de la cultura de masas que degradan su sentido y arrastran a un arte
que, más allá de sus altos o bajos valores estéticos, se presenta como noble y
original, a esa ciénaga que ha dado en llamarse kitsch, que es el ámbito de lo carente de valor. O sea que si bien
por un lado el arte, llevado por su propia dinámica, degenera en kitsch, como lo advertía Baudrillard ya
en 1970, por el otro el kitsch,
operando desde el folk-market,
corrompe al arte subalterno, por lo que para éste no es un problema vinculado a
su propia dinámica, y menos una opción, sino una forma de dominación económica
y de colonialismo estético.
La
industria cultural fue ya duramente criticada por la Escuela de Frankfurt, por
reducir el arte a su menor grado de comunicación simbólica, y en tanto
promotora de la cultura de masas, el kitsch
y lo híbrido. Umberto Eco llamó “apocalípticos” a quienes detentan esta línea
de pensamiento, y también “elitistas”, dando así a entender que toda persona
con un verdadero sentido democrático debe defender a la cultura de masas, pues
ésta permitiría a las clases populares el disfrute de bienes culturales que
antes no estaban a su alcance. Pero al igual que la Escuela de Frankfurt, Eco
confunde cultura de masas con los medios de comunicación y las industrias
culturales, como si todo lo que éstos tocaran se convirtiese en aquélla. De
aceptar dicha tesitura, atacar a la cultura de masas sería oponerse a la
democratización de la cultura por vía mediática, democratización que –como el
mismo Eco lo reconoce- no equivale a igualitarismo y soberanía popular, pues el
pueblo consume en definitiva productos de la sociedad burguesa y teñidos con su
ideología, creyéndolos expresiones de su propia cultura. El temor a la difusión
y reproducción excesivas es, sí, de carácter elitista, pero la crítica que se
hace desde la cultura popular a la (pseudo)cultura de masas no se alimenta en
absoluto en este temor, sino en sus propios contenidos, definiéndola sólo por
ellos y no por los medios por los que circula, pues a menudo estos mismos
medios sirven para transmitir otras formas de cultura. Tampoco se le critica
que el pensamiento sea compendiado en fórmulas, el arte antologado con
estereotipos y comunicado en pequeñas dosis, sino la visión pasiva, acrítica y
conservadora del mundo que alienta, la abolición de la dimensión de profundidad
para allanar el camino a la “lógica” de la mercancía. Esta “lógica”, impuesta por
el discurso publicitario, además de uniformar la sensibilidad introduce nuevos
modelos perceptivos, un lenguaje que es en verdad una ausencia de lenguaje, un
simulacro de comunicación que invade principalmente el ámbito de las culturas
subalternas, penetrando y desorganizando sus sistemas simbólicos, hasta el
punto de que en ciertos contextos los términos cultura popular y cultura de
masas parecen designar un mismo objeto, lo que consuma el triunfo del
simulacro. Simulacro que actúa primero sobre lo real, remedándolo, y mata luego
la dimensión de lo real, paso necesario para que el simulacro se erija en
“realidad”, en una copia que no puede ser cuestionada desde un original, pues
éste dejó de existir. Ahora sí el kitsch
podrá presentarse impunemente como obra de arte, sin más recaudo que el de
remedar los modos expresivos que tradicionalmente se utilizaron para crear una
obra de arte. Es la publicidad con sus luces y técnicas de manipulación
sensorial, y no ya la naturaleza intrínseca y valor de la obra, la que le
otorgará el aura.
Y ya
que se vinculó lo híbrido con el kitsch,
es preciso detenerse en la caracterización de aquél, desde que no puede definirse simplemente como un producto cultural
mestizo. Se trata más bien de una mezcla anodina, estéril, infame, realizada o
promovida no por las culturas populares, sino por la cultura de masas y los
medios puestos a su servicio. Si una cultura popular toma elementos de otras
culturas y los legitima como propios mediante un proceso selectivo y
adaptativo, incorporándolos así a su sistema simbólico, no se convierte por eso
en una híbrida, ni el nuevo producto puede ser llamado así, pues bajo dicho
patrón todas las culturas del mundo serían híbridas. La hibridez, entonces,
estaría dada por una falta de conciencia del proceso histórico-cultural al que
se pertenece o en el que se actúa, una deriva que sólo puede conducir al kitsch y la rendición ante la cultura de
masas. Aun más, se podría definir a lo híbrido como un accionar realizado o
inducido por la cultura de masas para destruir la base solidaria y compartida
de la cultura popular, alejarla de su proceso histórico y apropiarse de sus
elementos, previa resignificación, con fines comerciales. El kitsch, así impuesto por la cultura de
masas, promueve esa caótica mezcla de estilos que para Nietzsche representaba
la barbarie, y coadyuva a lo que Castoriadis llamara “el ascenso de la
insignificancia”.
La del
folk-market es una producción en
serie orientada no hacia los gustos de unos pocos viajeros exquisitos o al
menos capaces de comprender al otro, sino hacia una industria turística que,
como observa Lombardi Satriani, está inmersa en la cultura de masas4.
Pero como se dijo, esa masa no es por desgracia una consumidora pasiva, que se
limita a comprar las genuinas creaciones de una cultura, sino que, por el
contrario, genera y regula el folk-market
al exigir a la producción subalterna que incluya temas, elementos y valores de
su pobre visión del mundo, y preste además una utilidad en su sistema, que
resulte funcional dentro de él. O sea, la cultura subalterna tiene que producir
no lo que la representa de verdad, sino los objetos que el mercado necesita,
añadiéndole algún elemento de su propia identidad, el que para resultar visible
a gente que no sabe captar la diferencia y menos aún dialogar con ella, debe
estereotiparse al máximo.
Claro
que no se puede descartar la vía inversa, o sea la apropiación por parte de las
culturas populares de elementos de la cultura de masas para hacer obras que
sólo una mirada simplista puede calificar de híbridas, pues entrañan a menudo
una sana crítica, mediante los recursos de la risa, de la modernidad dominante,
con lo que la imagen dirigida a descomponer su imaginario es devuelta al
emisor, para desnudar sus propósitos y obligarlo a mirarse en el espejo de su
propia necedad. Por cierto, tal apropiación implica una resignificación y una
refuncionalización. Quien busca estupidizar, banalizar, cae así ridiculizado
por una devolución retocada, intervenida, que lo pone en evidencia. Esto es un
capítulo innegable de la guerra de imaginarios, pero no se debe perder de vista
que la relación de fuerzas sigue siendo altamente desfavorable a la cultura
popular. La intensidad del bombardeo mediático produce en esta última un daño
mucho mayor de lo que puede ganar tomando elementos de la cultura de masas para
revertir su sentido y alimentar de tal forma una conciencia de identidad por
efecto de contraste, o sea, del rechazo a ese modelo.
Mientras la modernidad occidental se
viste de kitsch, identificándose en
forma creciente con la “estética” de los medios de comunicación, las culturas
populares elaboran como pueden su propia modernidad y muchas de ellas pasan ya
a la ofensiva con el apoyo de artistas e intelectuales comprometidos con su
destino, como un frente insoslayable de una guerra que busca detener ese
Apocalipsis que se ve ahora más real que cuando Umberto Eco escribió su tan
célebre como incauto libro.
En la medida en que la modernidad
aparece estrechamente ligada a las incesantes búsquedas de las vanguardias
europeas y sus emuladores entre las elites del Tercer Mundo, se la tiende a
ubicar en la esfera de lo ajeno, de lo dominante, y como contrapuesta al ámbito
de lo propio, que estaría representado por una tradición a la que se pretende
inmovilizar, como un modo desesperado de defenderla de un cambio que es sólo
visto en términos de descomposición, de corrupción de una esencia noble y
secular. Se habla de modernización, como proceso que nace no de una evolución
interna, sino de una exigencia externa, de una imposición de tipo colonial o
neocolonial. No obstante, poco se habla de la otra modernidad, la propia,
entendida como un esfuerzo que lleva a los grupos subalternos no a plegarse al
discurso y la estética dominantes, sino a darles una respuesta dialéctica desde
sus propias necesidades simbólicas. Se quiere decir con ello que la modernidad
de una cultura subalterna pertenece también a la esfera de lo propio, y hasta
puede jugar un papel más destacado que la misma tradición en el proceso de
identificación, pues hay partes de esta última sobre las que los pueblos
perdieron todo control y se tornaron poderosos instrumentos de dominación,
mientras que elementos relativamente nuevos, que reelaboran o no el substrato
tradicional, se legitiman como altamente valiosos y articulan de manera
efectiva el imaginario actual.
Hablar
de modernidad en el ámbito subalterno no implica asumir el discurso filosófico
occidental que dio origen a este movimiento. La modernidad propia no puede, por
lo pronto, entregarse a ese antitradicionalismo acrítico, vesánico, al que se
libró la modernidad occidental llevada por la superstición del Progreso, sino
que abrevará en la tradición para tomar de ella todo lo posible. Tampoco
atacará a la comunidad, puesto que se presentará como un nuevo comunitarismo
tamizado por la crítica, a fines de activar su potencial revolucionario. No se
inclinará ante la Razón
imperial, única, sino que indagará en su propia racionalidad y la jerarquía de
valores que la sostiene. En consecuencia, no caerá en el dogmatismo y la
intolerancia, ni se tornará cómplice de la “racionalidad” consumista. No
desterritorializará el pensamiento y la creación artística, sino que, por el
contrario, obrará desde el lugar antropológico, desde el espacio recuperado.
Ninguna fiebre rupturista le cerrará los ojos al pasado ni le impedirá pisar
con fuerza el presente. Tampoco destruirá al individuo so pretexto de exaltar
su libertad, arrojándolo en los abismos de la insignificancia. No negará la
base social del estilo, sino que buscará insertar la creación en el proceso
histórico de la cultura, estableciendo anclajes visibles con él.
Al rechazar la inmovilidad
que le proponen o imponen a menudo los sectores dominantes, la modernidad en el
ámbito de lo subalterno podría homologarse con el concepto de descolonización
simbólica. Avanzar, reelaborar el propio imaginario, no es perder identidad,
como tampoco la permanencia a cualquier precio es lo que más fortalece a la
cultura popular. Si ésta se fosiliza, expulsa, incita a la fuga, mientras que
si se enriquece convoca, aglutina y se proyecta con fuerza hacia el futuro. Por
lo tanto, la reelaboración de sus tradiciones es el único camino que permitirá
a los sectores subalternos, en este mundo tan cambiante, potenciar su
identidad. La tradición no puede ser usada para negar el futuro, sino como una
forma de buscar el propio futuro, un nuevo orden que guarde cierta coherencia
con sus raíces y su proceso histórico. Si se detiene en el tiempo, la cultura
dominante le tomará ventaja, y esgrimirá luego la distancia evolutiva entre
ambas como argumento para legitimar su pretendida superioridad. Por el
contrario, cuando se revoluciona a partir de sus tradiciones, suele dar por
tierra con las legitimaciones simbólicas de la dominación, al potenciar su
espíritu.
Ponencia leída
en el Vº Congreso Mundial de Cultura y Desarrollo, La Habana ,
junio de 2005
NOTAS
1
Antonin Artaud,
“Los ritos de los reyes de la
Atlántida ”, en Los
Tarahumara, Barcelona, Tusquets Editores, 1985.
2
Cf. Jean
Baudrillard, La société de consommation,
Paris, Folio, 1997; pp. 165-168. La edición original de esta obra data de 1970.
3
Página/12,
Buenos Aires, 16/2/2003
4
Luigi M. Lombardi
Satriani, Apropiación y destrucción de
las culturas subalternas, México, Editorial Nueva Imagen, 1978; p. 173.
HACIA UNA
TEORÍA INTERCULTURAL DE LA
LITERATURA
I
Se podría decir que nuestra literatura, y
especialmente a partir del "boom", es lo que más ha contribuido a
prefigurar la idea de que América es una civilización diferente y en proceso de
emergencia. Resulta extraño que esto se haya logrado con leyes del juego
ajenas, o sea, casi sin cuestionar la concepción occidental de la misma, que
terminó de definirse, con el sentido que hoy se le atribuye, recién hacia 1800,
en Francia y Alemania. Lo que funda el concepto occidental de literatura es el
paso de lo oral a lo escrito y de lo sagrado a lo profano, así como el
creciente olvido de todo lo que entraña la palabra viva, que aún apasiona al
resto del mundo. O sea, la misma pretensión de autonomía frente a lo religioso
y otras funciones sociales que se halla en la base del concepto de arte. En el
mundo periférico, en cambio, esto no constituye un objetivo, porque lo sagrado
desempeña un rol distinto al que tuvo el Cristianismo en la Europa del Medioevo. Así,
por ejemplo, la literatura guaraní es casi enteramente sagrada, y si renegara
de dicha dimensión quedaría poco de ella, y justamente lo más prescindible.
Cabe señalar además que no hay una frontera clara entre lo sagrado y lo
profano, y menos aún en las sociedades tradicionales, por lo que la pretensión
de autonomía, además de carecer de universalidad, no resulta fecunda ni
siquiera para el mismo Occidente. Es que toda literatura sagrada es en alguna
medida profana, por cuanto añade al mito original elementos que hacen a las
circunstancias existenciales del autor o intérprete, lo que va desde El cantar de los cantares y San Juan de la Cruz a las plegarias
indígenas. Siempre la palabra sagrada, para llegar a los fieles, establece
lazos con lo cotidiano, con personas concretas y las situaciones por las que
atraviesa la sociedad.
La
oralidad constituye el mejor resguardo de los mitos; es decir, de los relatos
fundamentales de la cultura. Y en cuanto expresión del mito, el rito no puede
ser ajeno a la literatura. Por el contrario, toda palabra viva se da siempre en
una situación ritualizada que la escritura elimina al incorporar el relato a su
esfera, como si careciera de valor, sin ver que tal mutilación es algo todavía
más grave que reducir un film a su banda sonora. Es que el mayor poder de
sugestión del relato reside con frecuencia en este ritual que favorece a la
palabra, al crearle un marco propicio, y también al evitarle el desgaste que
significa tener que describir pobremente cosas que pueden ser mostradas con una
alta expresividad, lo que le permite concentrarse en su función nombradora.
Podemos recurrir nuevamente al ejemplo del cine, donde las palabras se usan con
mesura y síntesis, al verse relevadas por la imagen del papel descriptivo.
El
relato oral existió en todos los tiempos y en todos los pueblos, y constituye
por lo tanto un patrón verdaderamente universal, lo que no puede decirse del
relato escrito. Es que la narración y la poesía nacieron milenios antes que las
primeras formas de escritura, y cuando ésta surgió, se utilizó para otros fines
o tan sólo para guiar el ritual del relato y el canto, como una partitura. En
ese lejano comienzo la palabra debe entenderse como el verbo descarnado, el
esqueleto del mundo simbólico, que al nombrar crea el ser de las cosas. En el Pop Wuj leemos que no había nada dotado
de existencia, que se irguiera sobre el agua en reposo, y que llegó entonces la
palabra: Tepeu y Gucumatz hablaron en la oscuridad. O sea, la palabra no esperó
para existir que existiera el hombre, pues sin ella ¿cómo se hubiera creado el
mundo y al mismo hombre que lo habita? Es el viento de la palabra, con su tono
imperativo, el que engendra el universo. Hágase la luz, dijo el Dios del Génesis, y por cierto hubo luz.
Para
los guaraníes, todo es palabra. La identificación es tan plena, que se habla de
palabra-alma (Ñe'eng). La función fundamental del alma es la de transferir al
hombre el don del lenguaje. La palabra es la manifestación del alma que no
muere, del alma original o alma humana de naturaleza divina, que se diferencia
del alma animal, ligada a la carne y la sangre, a la vida sensual. En la noche
originaria, antes de que la
Tierra existiera, Ñamandú Ru Eté, el padre verdadero, desplegó
ya en la soledad el fundamento de la palabra futura. La palabra queda así
definida como la esencia de lo humano, algo que circula por el esqueleto y lo
mantiene erguido. Esta celebración del lenguaje alcanza en el ayvu pöra un alto valor metafórico, un
grado tal de belleza, que llevó a Roa Bastos a situar a los himnos
guaraníticos, así como a los cantos agónicos de los axés, entre las mejores
expresiones de la poesía paraguaya contemporánea.
Cuando
Occidente construye el concepto de literatura sobre la escritura alfabética, el
etnocentrismo establece su dominio sobre un milenario arte narrativo y lírico
que se sostenía en la palabra viva y sus complejos recursos semánticos y
estéticos, desplazándolo hacia ese plano subalterno en el que aún se debaten
las literaturas indígenas y populares. La literatura comparada, que tendría que
haber tendido puentes sólidos entre esta concepción y las prácticas que se
daban en otros ámbitos en relación al lenguaje, no alcanzó resultados
reveladores, quizás por haber descartado en su misma base metodológica
(establecida en 1951 por Marius F. Guyard) los contextos sociales y las
situaciones de dominación, y también por haberse movido preferentemente en el
ámbito de las literaturas escritas reconocidas por Occidente. Por su parte,
Angel Rama acusa a la “ciudad letrada” y la concepción de la modernidad en que
se sustenta la misma de haber museificado a la oralidad en América Latina, y,
junto con ella, la alteridad en que se nutre.
El
textualismo, que alcanzaría en Francia su más alta expresión, difundiéndose
desde allí a ciertas élites de los países de América, que lo asumieron como una
ideología de la escritura, configura la antípoda de la narración oral
ritualizada. Diría que se cierra con él un largo proceso de desritualización
iniciado con las primeras formas de escritura, y que se aceleró con la
invención de la imprenta. El relato perdió aquí lo último que le restaba, y que
constituía su principal patrimonio: lo estrictamente narrativo, la historia que
se cuenta, la que pasa a ser tan sólo un pretexto, o pre-texto. Ya todo
sucederá en el plano del lenguaje, sin una auténtica correlación objetiva. Se
cayó por esta vía, al decir de Julio Cortázar, en la masturbación verbal de
desordenar el diccionario, sin ver que el lenguaje que cuenta no es el que se
complace en sí mismo, considerando todo un mérito el decir poco o nada en un
texto, sino el que abre ventanas a la realidad. Es que tanto el formalismo como
el estructuralismo y la semiótica que alientan esta visión de la literatura,
responden en realidad a modelos decimonónicos que muestran ya en Occidente
señales de agotamiento, mientras crece el asedio de la epistemología. En la
deconstrucción que ésta realiza del saber se ha constatado que la diferencia
entre la escritura de ficción (artística o poética) y la de las ciencias
sociales e incluso naturales, es mínima. Las tres tendrían un estatuto similar,
en la medida en que operan sobre la base de metáforas. O sea, Europa retornaría
por este camino, aunque con nuevos lenguajes, hacia la concepción anterior a la
que ella misma definiera alrededor del año 1800.
Ello
nos devuelve a la palabra, a la necesidad de crear -especialmente en Nuestra
América y el resto del mundo- una ciencia literaria que incluya a la oralidad y
las literaturas indígenas y populares. Esta deberá comenzar cuestionando la
pretendida universalidad de la concepción occidental, que estuvo desde el
principio al servicio de una hegemonía, para abrirse sin prejuicios hacia otras
literaturas escritas, y sobre todo al sistema de la oralidad, lo que implica
fundarse en el lenguaje en sí y no en el texto impreso. El desafío pasa
entonces por construir un sistema comprensivo de ambos sistemas, y que
establezca entre ellos una relación
simétrica, es decir, no jerárquica, a través de un diálogo enriquecedor.
Para lograr esto, es preciso apelar al auxilio de otras disciplinas, como la
antropología, la filosofía, la sociología, la lingüística, la historia y la
teoría de la comunicación.
Deberá
asimismo esta ciencia dar un mayor relieve a la historia que se narra (elemento
de verdadera universalidad), con sus contenidos humanos, éticos, políticos y
sociales. No se trata por cierto de restar importancia a la preocupación por la
forma, que en mayor o menor medida está presente en la literatura popular, sino
de afirmar la idea de que la mejor literatura, la más necesaria, es la que
cuenta bien (o sea, con un buen
despliegue de recursos formales) una buena historia. Este criterio vendrá
a acortar la brecha entre las bellas letras y la literatura popular,
favoreciendo un diálogo provechoso para ambas. Las plegarias de los
mbyá-guaraní y los cantos agónicos de los cazadores axé nos dicen mucho, y lo
dicen con belleza, con forma. Nuestros pueblos perciben que donde falta belleza
formal falta eficacia, concepción que vincula estrechamente la función estética
a la religiosa y demás funciones sociales.
La
literatura existe en tanto esfuerzo por decir lo que el lenguaje corriente no
suele decir, o para expresarlo con una eficacia mayor. Literatura sería
entonces el conjunto de obras creadas por una sociedad, tanto en prosa como en
verso, y hablaremos de literatura popular cuando estas obras pertenezcan a los
sectores subalternos de dicha sociedad. La literatura popular puede ser tanto
anónima como autoral, oral como escrita y
tradicional como moderna.
En
la concepción occidental, si no hay belleza en la expresión no hay literatura,
pero ocurre que los sectores populares rara vez se proponen hacer literatura,
desde que no persiguen la belleza como un valor separado de la función social
de la narración y la poesía. En consecuencia, la caracterización del hecho
literario popular será en la mayor parte de los casos realizada desde afuera
del sistema y conforme a criterios que le son en gran medida ajenos, pero no
por esto inaplicables. Porque resulta perfectamente lícito incorporar al
concepto de literatura discursos escritos y orales creados fuera de sus
convenciones, como de hecho se viene haciendo, siempre que se evite el reduccionismo
fácil en lo que respecta a los géneros, y no se homologuen las leyes de la
oralidad con las de la escritura. Lo grave es que dicha incorporación no se
realice comúnmente en términos de igualdad, de coexistencia e intercambio en
similares condiciones, sino dentro de un sistema jerarquizado, donde las
creaciones populares son tildadas de "folklóricas" y confinadas a
otro plano, algo que no puede codearse con la bellas letras, que son las letras
de los que ejercen (o pretenden ejercer) el monopolio de la palabra.
La
literatura subalterna tendría en América cinco grandes vertientes: 1) Las
literaturas indígenas, cuyos mitos suelen alcanzar un mayor grado de
originalidad que los cuentos; 2) La literatura de los sectores campesinos de
raíz mestiza, que constituiría el llamado "folklore literario" en
sentido estricto; 3) La literatura de
los sectores afroamericanos, que ha tenido hasta ahora un muy escaso acceso a
la escritura; 4) La literatura popular urbana, que hoy se debate en una tan
dramática como compleja interacción dialéctica con la cultura de masas, la que
tiende a apropiarse de sus contenidos y desvirtuarlos; 5) La literatura, tanto
oral como escrita, que se deriva de procesos migratorios hacia países de otra
lengua, y que sería el caso de la producida por los chicanos y los
"nuyoricanos" (portorriqueños de New York).
El
problema de la incorporación de las literaturas indígenas lleva a trabajar al
menos en cuatro líneas. La primera sería la literatura de tradición oral de
estos pueblos, narrada o cantada en su lengua y con la totalidad de los
elementos que definen el estilo social y aportan unidades semánticas no
verbales. La segunda está dada por el tránsito de los relatos y cantos de
tradición oral a la escritura, lo que obliga a distinguir los casos en que
dicho tránsito fue realizado por personas ajenas al grupo de los que fue obra
de miembros del mismo, y a preguntarse si se utilizó la lengua materna o una
segunda lengua. La tercera línea sería la creación literaria escrita en lengua
indígena, actualmente en emergencia, y que reclama un sitio en la literatura de
América Latina que vaya más allá de contar sus mitos y cuentos a los niños
mediante adaptaciones estereotipadas. Una última línea de trabajo serían las
creaciones literarias escritas en los idiomas coloniales (español, portugués,
inglés) por miembros de dichas minorías, quienes se apoderan así de lenguas de
gran difusión para poder publicar sus obras y encontrar un público lector que
de otro modo no tendrían, por pertenecer a pueblos ágrafos o que carecen de la
práctica de la lectura. Africa y Asia optaron por esta línea, no sin desatar
encendidas polémicas en el seno de las sociedades nacionales y hasta en los
mismos grupos tribales. Por otra parte, no se trata sólo de realizar un buen traspaso
de la oralidad a la escritura y los nuevos medios -lo que se ha dado en llamar
oralidad mediatizada-, sino de retroalimentar el sistema de la oralidad con la
devolución de todo lo que se registró y publicó por los diferentes medios, como
parte de un proceso de reculturación y apuntalamiento de su propia lengua, la
que deberá jugar un rol fundamental en la alfabetización.
Es
que, como señala el escritor zapoteco Víctor de la Cruz , la literatura india
contemporánea se plantea en primer término el problema del alfabeto. Los
escritores comienzan a escribir utilizando las letras del alfabeto latino, pero
adaptándolas o combinándolas para adecuarlas a los fonemas de su lengua materna
y formar así un alfabeto práctico. Pero ocurre a menudo que éste no se encuentra
uniformado, y surgen criterios disímiles al respecto que se disputan la
primacía y hasta producen confusiones en el sentido, ya que a los serios
desacuerdos sobre cómo resolver un problema lingüístico se suman las variantes
dialectales de una misma lengua. Tales dificultades llevan en la mayor parte de
los casos a utilizar la lengua colonial, donde los criterios, sí, son uniformes
(1). Sucede así que muchos alfabetizados pueden leer sin problema el español,
pero tropiezan al leer textos en su propia lengua,
por
falta de costumbre. Mas ocurre asimismo, como contrapartida, que los grupos
indígenas con mayor dominio de la lecto-escritura en su lengua la están usando
no sólo para escribir cuentos y poesías, sino también ensayos científicos y
textos oficiales. Esta es sin duda la mejor vía para lograr que dichas lenguas
dejen de ser vistas como "dialectos" sin posibilidad de escribirse
(2).
La
entusiasta aceptación por Occidente de las ventajas de la escritura impidió,
hasta épocas muy recientes, comprender la magnitud de sus limitaciones, y
produjo una desvalorización apresurada y acrítica de la oralidad, cuyas
sutilezas técnicas recién están siendo estudiadas en toda su complejidad. Pero
el vehículo fundamental de la cultura no es la escritura, sino la lengua. Ella,
de por sí, ha sido capaz de permitir la transmisión cultural durante siglos y
milenios. El lenguaje es un fenómeno principalmente oral, pues de las miles de
lenguas que se hablaron a lo largo de la historia de la humanidad, sólo l06 se
plasmaron por escrito en un grado suficiente como para generar una literatura
de este tipo, y la mayoría de ellas no llegó a la escritura. De las tres mil
lenguas que hoy existen, nos dice Walter Ong (otras fuentes posteriores
duplican y hasta triplican esta cifra), sólo 78 poseen una literatura escrita
(3).
O
sea, el desafío pasa entonces por construir una teoría verdaderamente universal
(es decir, intercultural) de la literatura, un sistema comprensivo de todos los
sistemas, ya sean centrales o periféricos, y basados tanto en la escritura como
en la oralidad. Tal sistema ha de establecer relaciones simétricas en su
interior (es decir, no jerarquizadas), y no entender la diversidad como una
yuxtaposición conformista y despreocupada de lo diferente, sino como un esfuerzo
real por establecer un diálogo enriquecedor entre las prácticas que lo
conforman. Al fin de cuentas, los poetas y narradores orales recibieron siempre
influencias estilísticas y ejes temáticos del ámbito de la escritura, así como
ésta los recibió de la oralidad, en un intercambio por lo común fecundo.
Al
definir esta nueva concepción no se debe privilegiar a la América mestiza como eje
de un proyecto de identidad, como hizo el criollismo, para tomar en cuenta
todas las prácticas lingüísticas de las diferentes matrices simbólicas que aún
mantienen un resto de autonomía. Es que una teoría que se pretenda realmente
científica y universal debe abolir el ámbito de lo subalterno, pues mantenerlo
bajo cualquier máscara sería no sólo renovar a conciencia las formas de una
vieja dominación, sino también desconocer el rol de la literatura en el
proyecto de identidad de todos los pueblos del mundo que, después de sobrevivir
siglos en la noche de la marginalidad, buscan hoy su rostro en un espejo
fragmentado.
II
Salvo raras excepciones, se podría decir que durante
la Colonia y
el siglo XIX la literatura que se produjo en la región opacó nuestra identidad,
al sobreponerle lentes distorsionantes, como la asimilación de lo propio a la
barbarie y de lo ajeno a la civilización. Así, incluso hasta la mitad del siglo
XX, los parámetros de creación y valoración partieron de Europa, salvando
algunas excepciones, como sería el caso sorprendente del modernismo brasileño.
Con el desarrollo de la conciencia política, a partir de los años '50, la
literatura se va desfolklorizando, para definirse como una fundación mítica del
modo de ser americano. Así como Europa partió siempre del presupuesto de la
superioridad de su cultura, nosotros partimos del presupuesto de la insuficiencia
de la nuestra, y quisimos suplir ese hipotético vacío con reverencias, con
miradas extrañadas, exotistas, como si fuéramos viajeros europeos de paso y no
nativos de este suelo. Así se vio al indio, al mestizo, al gaucho, desde
afuera, con ojos ajenos. Se tejieron versiones románticas de los mismos, como La cautiva de Esteban Echeverría, Tabaré de Zorrilla de San Martín, Cumandá de José de León Mera y El guaraní de José de Alençar. En estos
dos últimos, salta la influencia del Attala
de Chateaubriand. Mientras los plásticos pintaban al indio como un héroe
griego, ajustándose a las leyes de la Academia , también la literatura se complació con
indios nobles y valientes, colmados de virtudes cristianas y occidentales,
porque todo lo bueno debía identificarse a la postre con lo occidental y
cristiano. La dignidad del que resiste, de quien defiende a ultranza su cultura
e identidad frente a la civilización occidental, no era siquiera concebible.
Para ser verdaderamente noble, el indio debía someterse de buen grado a los
valores de la civilización, como se patentiza no sólo en la obra de los autores
antes mencionados, sino también en Clorinda Mato de Turner y otros que
continuaron la corriente indianista. El realismo socialista daría luego cuenta
de esa visión romántica, impulsando el crecimiento del regionalismo y el
indigenismo. Dichas corrientes significaron desde ya un avance, pero no el
logro de la meta. Es que el realismo socialista, al fin de cuentas, es más una
degradación maniquea del realismo burgués que la superación del mismo. Al
confundir sus esquemas con verdaderos paradigmas fue incapaz de ir más allá de
la falsificación del lenguaje del campesino, del indígena, del obrero y el
minero, mutilando ese plano interior que constituye a menudo el único patrimonio
de los oprimidos. Si es la palabra lo que humaniza al hombre, despojar al otro
de su palabra, hablar por él, es deshumanizarlo. Así, en Huasipungo y otros libros de Jorge Icaza no se ve la humanidad del
indio, sino más bien su bestialidad. Mostrándolo como un animal, Icaza quiere
despertar la compasión del lector, sin comprender que lo verdaderamente
movilizador es la visión de una dignidad pisoteada, de una humanidad humillada,
lo que sí resulta patente en la obra de José María Arguedas, y especialmente en
una novela como Los ríos profundos
(1958), que marca a nuestro juicio la culminación del indigenismo literario. El
siguiente paso será ya una literatura india moderna, o de autores no indígenas
que trabajen con estas culturas fuera del cauce del realismo, y sobre todo del
realismo socialista, esa estética que, al decir de Ivanovici, pecó por
generosidad, llegando a ser en última instancia una retórica vacía, cuando no
una ideología reaccionaria (4).
La
cuestión no es sólo abordar lo popular como un tema, sino penetrar en sus
sistemas simbólicos y mentalidades para reconstruir desde lo profundo de esa
conciencia nuestra realidad en tanto "otros" culturales, es decir,
nuestra alteridad. Y más allá de los mecanismos psicológicos con los que
nuestros pueblos arman su visión del mundo y de Occidente, están los múltiples
géneros de la literatura popular y los distintos estilos narrativos y poéticos,
los que casi siempre fueron desdeñados por la otra literatura. Por eso abunda
una literatura de mestizos y sobre mestizos, pero falta aún una auténtica
literatura mestiza que pueda conjugar las vertientes narrativas occidentales
más vigorosas con los estilos populares de narración, con todos los recursos
técnicos que éstos despliegan.
Un
antecedente temprano dentro de esta línea tan poco recorrida fue Macunaíma, la ya célebre novela de Mário
de Andrade, que se publicó en 1928. Mário y Oswald de Andrade, como usstedes
saben, lideraron el movimiento modernista brasileño en el plano literario, el
que supo sortear el servilismo a las mitologías grecolatinas en que cayó el
modernismo hispanoamericano, más allá de los toques de sabor local. Mário de
Andrade basa su obra en serias investigaciones sobre las mitologías amazónicas,
en estudios folklóricos y también en los mitos urbanos y los que elaboran los
campesinos en la ciudad. El resultado es un bricolage
narrativo que conjuga tres estilos: uno solemne, épico-lírico, propio de la
leyenda; otro de crónica, cómico y desenvuelto; y un último de parodia. Obra de
una gran humanidad y un intenso humor que no se queda en simple juego, desde
que conforma una alegoría crítica del Brasil, país que había abandonado, o
quería abandonar entonces, la posibilidad de construir una civilización
tropical para emprender rumbos europeizantes. Novela construida con adobes de
decires indios, tejas de arcaísmos mestizos y la cal de las erudiciones del
autor. Obras mayores de la literatura mundial se construyeron con este
procedimiento, como el mismo Gargantúa y
Pantagruel de Rabelais y, en otro plano, Don Quijote de Cervantes, el El
Decamerón de Bocaccio y los Cuentos
de Canterbury de Chaucer. Es que la risa que sustenta a las mismas
constituye el recurso popular por excelencia, el arma más eficaz para demoler
las almidonadas torres de la opresión.
El
fatalismo de signo negativo que tiñe la visión de la naturaleza respecto al
hombre que la puebla en obras como La
vorágine de José Eustasio Rivera (1924), Anaconda (1921) de Horacio Quiroga y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, para citar sólo algunas,
resultará revertido (es decir, convertido en algo positivo, en la expresión de
una identidad que se valoriza y proyecta) por Mário de Andrade y otros
escritores que le sucedieron. Este proceso de reversión arranca en verdad en
las últimas décadas del siglo XIX, en obras como el Martín Fierro de José Hernández, quien rescató al gaucho, aunque ni
siquiera llegó a vislumbrar la humanidad del indio. En la literatura argentina,
este mérito correspondió curiosamente a un refinado aristócrata como Lucio V.
Mansilla, en Una excursión a los indios
ranqueles. Ambas obras se ocupan así de mostrar que tanto la pampa del
gaucho como la del indio no eran desiertos, sino un ámbito de seres que
pensaban de un modo diferente al de la intelectualidad de Buenos Aires, cegada
por la dialéctica civilización / barbarie. En Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, tal reversión es
aún más patente, por lo que se podría decir que esta obra completa el proceso.
El
trabajo con el paradigma y el mito encuentra un amplio lugar en la producción
de Miguel Angel Asturias, y en especial en Hombres
de maíz (1949), que se construye sobre los textos de la antigüedad kiché.
También en Pedro Páramo, de Juan
Rulfo, editado en 1955, toman formas paradigmáticas las voces secretas de los
Altos de Jalisco. En 1956 se publica la que bien podría constituir la obra
cumbre de nuestra literatura: Gran
Sertón: veredas, de Joao Guimaraes Rosa, considerada como el punto de
partida de la nueva literatura brasileña. Por su énfasis en los mitos, en los
paradigmas culturales del sertón, significó una gran vuelta de tuerca al
regionalismo, un regionalismo transfigurado, universalizado, que se dio en
llamar "suprarregionalismo". Esta vertiente se prolonga en otras
obras importantes, como Cien años de
soledad (1967), de García Márquez, Yo
el Supremo (1974) de Roa Bastos, e incluso en la producción de Manuel
Scorza, autor mal incluido por algunos críticos en la corriente del realismo
socialista. Redoble por Rancas, así
como la saga que esta novela inaugura, no peca de esquemática y maniquea. Por
el contrario, conjuga muy bien la dimensión de la lucha, la mejor tradición del
realismo, con el mundo mágico, mostrando a este último como algo positivo desde
un espíritu revolucionario americano, que no se contrapone a la realidad sino
que la ilumina.
Los
estudios de Angel Rama, y en especial su libro Transculturación narrativa en América Latina, muestran una
preocupación recurrente por nuestra modernidad literaria, la que a su juicio se
logró gracias a la conquista de una autonomía crítica, la que permitió reunir
una serie de obras sin una relación discursiva evidente entre sí en un “sistema
literario latinoamericano”, que hizo más visible la identidad de la región,
hasta el punto de que hoy cuesta pensar, por ejemplo, en el Perú sin recurrir a Ciro Alegría, José María
Arguedas y otros autores que abrieron al mundo el dolor y la belleza de los
Andes.
Esta
literatura de mitos, de paradigmas, no sólo se refiere al área rural. También
la ciudad fue convertida en un espacio arquetípico. Obras como El juguete rabioso (1926) y Los siete locos (1929) de Roberto Arlt
marcan acaso el despegue de dicha actitud, que se afirma en obras como el Adán Buenosayres (1949) de Leopoldo
Marechal, en La vida breve (1950) y
todo el ciclo de Santa María de Juan Carlos Onetti, en Sobre héroes y tumbas (1961) de Ernesto Sábato, Rayuela (1963) de Julio Cortázar y Tres Tristes Tigres (1965) de Guillermo
Cabrera Infante, así como en algunas novelas de Carlos Fuentes, José Donoso y
otros.
Las
concesiones al ensayo, la filosofía, la historia y la teoría del arte a la que
se libró esta literatura urbana de la época del "boom" son en buena
medida eliminadas por el llamado "post-boom", que prefiere regresar a
las raíces del género novelístico, para lo cual toma otra vez el ejemplo de la
mejor narrativa norteamericana, y también del buen cine de este país. Si bien
la sujeción a lo real maravilloso es aquí menor, se recupera el coloquialismo,
el sabor popular del lenguaje, y también los mitos y las leyendas.
Se
diría que algún sexto sentido permitió a la literatura norteamericana
mantenerse en gran medida al margen de las vanguardias que en Europa
sacralizaban el texto, para seguir cultivando un vigoroso sentido de la
narración, que actuó como fermento no sólo del "boom" de la
literatura latinoamericana, sino también del "post-boom". Frente a la
exaltación de lo puramente lingüístico se alzan como robles las figuras de
William Faulkner, Ernest Hemingway, Erskine Caldwell, John Dos Pasos y tantos otros,
que nos recuerdan que la literatura no puede agotarse en una pura pirotecnia
verbal, sino que debe dar cuenta del mundo, de su realidad, y también, por qué
no, construir la realidad. El "boom" no sólo sirvió para que
escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y
algunos otros vendieran más libros. Sirvió, sobre todo, para mostrar que a
pesar de la diversidad, del aparente caos, había elementos convergentes, un
común denominador irrefutable. No es por eso gratuito afirmar que lo que hoy
llamamos América, o cultura americana, es en buena medida producto de la fuerza
de la palabra, que en un momento determinado supo desplegar nuestros
paradigmas, nuestros distintos sistemas simbólicos y los nexos que los unen,
dándoles una coherencia antes no visualizada.
Podríamos decir entonces, para
terminar, que la literatura de Nuestra América arranca del mito, sigue con el
distanciamiento del mismo por el corte que realiza el colonialismo, y luego, en
la medida en que se descoloniza, avanza nuevamente hacia una progresiva
reinstauración del mito, lenguaje que permite ir de la realidad visible a la
invisible. El mito, así, no es mera ficción, sustitución de la realidad, sino
la revelación más profunda de la misma, es decir, su fundamento. En la medida
en que no lo pierda de vista, nuestra literatura será un buen puntal, y también
una manifestación clara, de la emergencia civilizatoria de la región.
NOTAS
1)
Cf. Víctor de la Cruz , "Literatura
indígena: el caso de los zapotecos del Istmo", en Situación actual y perspectivas de la literatura en lenguas indígenas,
de Carlos Montemayor (Coordinador), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,l993;
p. l4l.
2) Cf .Juan Gregorio Regino,"Escritores en
lenguas indígenas", en ibidem; p.
l24.
3)
Cfr. Walter Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, FCE,
l980;
p. 17
4)
Cfr. Víctor Ivanovici, "Por una teoría
del texto", en La Bufanda del Sol, Nº 11-12,
Quito, junio de 1977.
(Ponencia presentada en la Feria del Libro de Porto
Alegre, julio de 2003)
ANTROPOLOGÍA VISUAL: DEL CINE-OJO AL
DOCUMENTAL SOCIAL
Se
podría decir que la antropología visual es una antropología de la mirada, pero
no de cualquier mirada, sino de la que recae sobre el otro, y también de la que
se vuelve sobre la proia sociedad tras haber recorrido los caminos de la
diferencia. Si toda persona, en definitiva, no es más que una cierta mirada
sobre el mundo, un modo especial de ver las cosas, cabe indagar el sustrato
antropológico de esa mirada, para saber hasta qué punto está teñida (y
deformada) por la ideología, el etnocentrismo, el subjetivismo, los
estereotipos y otras enfermedades de la percepción que a su vez afectan a la
sensibilidad. Cabe también indagar, saliéndonos ya del sujeto que mira, el
papel de la imagen visual en la formación de identidades colectivas, cómo es
visto el oprimido por el ojo dominante y cómo participa aquél en la producción
de la imagen. La cuestión no reside tanto en el medio que se utilice, sino en
la forma en que se lo utiliza, en analizar qué selecciona la mirada, cómo se
estructura el relato y todo el proceso de producción audiovisual, y qué destino
se le da finalmente al producto, pues esto último será la prueba de fuego de la
intención de fondo de los realizadores. Pero la antropología visual no es algo
que quede reducido al cine antropológico, pues todo film puede ser sometido a
esta mirada y el gran arte debe pasar por esta prueba, es decir, estar
orientado antropológicamente.
Al parecer, el
antecedente más remoto de cine etnográfico data de 1895, cuando Félix Régnault, un
antropólogo francés, decidió apelar a esta técnica para hacer un
estudio comparado del comportamiento humano, y filmó en París a una
mujer ualof que fabricaba cerámica en la Exposición Etnográfica del África Occidental. Hacia 1900, Regnault
propone que todos los museos coleccionen “artefactos en movimiento” del
comportamiento humano para el estudio intercultural de los movimientos
corporales y su exhibición. Entre los antecesores, cabe citar al alemán Karl
Weule, quien entre los años 1906-1908 utilizó una cámara fabricada en Dresden
para hacer registros de campo en Tanganika, así como las filmaciones del
antropólogo norteamericano Franz Boas. Pasos más firmes serían Le voyage du "Snark" dans les mers du Sud, rodada en 1912 por el
capitán Martin Johnson, y Tiempos mayas y La voz de la raza, filmadas ese mismo
año por el mexicano Carlos Martínez Arredondo.
Poco tiempo
después comenzará a moverse Robert Joseph Flaherty por los hielos del Ártico, en la larga y
complicada gesta de lo que sería el primer documental tratado como obra de
arte: Nanouk of the North (1920–1921), conocido
entre nosotros como Nanuk, el esquimal. Flaherty no era
etnógrafo ni se proponía hacer etnografía. Tampoco filmar un
"documental". Tal palabra fue usada por primera vez en 1926
por John Grierson –un sociólogo escocés que personalmente dirigió
un solo film: Drifters, sobre los pescadores del Mar del
Norte (1929)– para nombrar toda elaboración creativa de la
realidad y separarla de las simples descripciones de viaje, los
noticiosos y filmes de actualidades. Lo que Flaherty deseaba era
hacer del cine un documento vivo y no sólo un espectáculo
regido por imperativos industriales que le quitaban autenticidad,
convirtiéndolo en una mera máscara de lo real. Pensaba en un
cine sin actores contratados para simular pasiones y situaciones,
sin ambientes falsificados. Los mismos hombres del lugar, con su
vida y costumbres, y el paisaje real, con sus plantas y
animales, debían ser las "estrellas" del film. Pasó por eso un
año con los esquimales antes de ponerse a rodar. Su método es la
observación participante. Nanouk participa en la película,
proponiendo escenas y detalles, asistiendo a las precarias
proyecciones realizadas por Flaherty del material revelado y reflexionando
sobre lo visto. Si consideramos que se trata del comienzo de este tipo de cine,
con la falta de referencias que esto implica, la experiencia sorprende, pues recurre a métodos
verdaderamente revolucionarios, como la puesta en escena
documental para reconstruir dramáticamente la realidad con sus
actores naturales y crear así un testimonio poético de ella. Como
apoyo al hilo argumental, utiliza la narración verbal, o sea, mensajes
escritos para el espectador que son claves de interpretación. Ante Nanuk,
Flaherty es en cierta forma un romántico que huye de la civilización, cuyo
método
y propósitos soslayan el trasfondo político de la situación colonial. Con
respecto a Moana of the South Seas (1923–1925), declaró que no le
interesaba la decadencia de esos pueblos como consecuencia de la dominación
blanca. Su fin era mostrar su originalidad y majestuosidad, "antes de que los blancos anularan no
solamente su personalidad, sino a
los propios pueblos, ya en vías de desaparición"1. Su actitud
ratifica tal condena, considerándola fatal, inevitable. No se trataba de ayudar a estas sociedades a
sobrevivir, sino de rezarle un responso. Vemos entonces que, al igual
que la antropología, el cine antropológico es desde sus comienzos connivente con el colonialismo. Si bien en Moana
Flaherty luchó contra la pretensión de Hollywood de acomodar el drama vivo al convencional,
entrando en la realidad con una forma dramática preconcebida, no deja de ser un neo–rousseauniano que busca la
simplicidad de antaño, lo no contaminado que debe morir.
Al ruso Dziga Vertov, tenido por Rouch como otro
padre del cine etnográfico, tampoco le interesó nunca la etnografía, ni abordó contextos culturales con códigos
diferentes. Para él, toda la
realidad era extraña, y la cámara debía ser un ojo abierto a lo desconocido. Fue el pionero del nuevo
cine soviético, en el que
aparecerían luego figuras como las de Kuleshov, Pudovkin, Eisenstein y
Duvzhenko, con obras que llevarían a Arnold
Hauser a declarar que el cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene logros
en su favor2. Vertov se propuso concretar el caro sueño de suprimir toda intermediación ideológica
entre la realidad y el espectador, y también fundir o acercar en la medida de
lo posible los lenguajes estético y científico, aplicando un método
científico–experimental al mundo visible para explicarlo. Su trabajo, con todo,
fue muy personal. Sus impulsos y desplantes
estéticos tienen esa arrogancia de
las vanguardias de la época, y en especial del futurismo, lo que lo
lleva a la exaltación de la máquina y el movimiento mecánico,
que simbolizaban la dinámica del Progreso. Propone una cámara de objetividad absoluta, que sea un reflejo directo
de la realidad, y para esto rechaza los elementos dramáticos tomados del teatro (actores, guión –al que
sustituye por un mero plan de
rodaje–, estudios cinematográficos, escenografía, dirección). La estilización provendrá de la calidad de la imagen y el ángulo de la toma. También hay que
liberar al cine de sus tributos a la literatura y la música, a
las que considera asimismo
desviaciones, para realzar su propio ritmo, su lenguaje específico, que se consigue investigando la
máxima expresividad por medio de la
selección de los ángulos adecuados frente a la realidad bruta, y sobre todo por el montaje, que empieza durante la observación inicial directa, sigue
durante la filmación y termina después de la misma. Comprende que la correlación de las imágenes cinematográficas, base del
ritmo, es una unidad compleja
formada por una suma de diferentes correlaciones (de planos, de los ángulos de
la toma, de los movimientos en el
interior de las imágenes, de las luces y sombras y las velocidades del rodaje). Con esta invención, la
cámara y su visión dejan de contar demasiado; lo importante es la construcción de segundo grado que se puede plasmar a
partir de tal visión. Y esto no es ya la realidad pura, sino la elaboración
plástica que un sujeto (artista)
realiza de ella. Se trata de un lenguaje
estético, sí, pero de una estética de lo real, que llamó cine–ojo (kinoki). Rompe
por cierto lanzas con el cine industrial, al igual que Flaherty,
negándole el carácter de auténtico arte. Ese "arte" será
incendiado por la revolución que él propugna.
Vertov apeló a todos los medios de rodaje al alcance de la cámara,
considerándolos procedimientos normales y no trucos. Al rechazar el cine
industrial dio por cierto un gran golpe a la ideología, pero ésta
volvió a introducirse en la obra por el artificio del montaje, porque
todo empleo de una técnica para lograr un efecto especial está subrayando algo,
privilegiando a un elemento de la realidad sobre otro, procediendo por selección, y ésta
siempre, en mayor o menor grado, es subjetiva, valorativa, ideológica y, en cuanto tal, priva
al ojo de su pretendida neutralidad. No obstante, al prescindir de
la experiencia y los juicios personales para permitir que el ojo funde la
realidad, dio un importante paso metodológico hacia el cine etnográfico.
Se puede decir, como resumen, que Vertov acciona la cámara con la
esperanza de que pase algo interesante ante ella, o de volverlo luego
interesante gracias a la magia del montaje. Su método es así
distinto al de Flaherty, quien, en virtud de la convivencia y
concertación previas, sabe lo que va a suceder cuando accione la
cámara y desea que suceda eso y no otra cosa. Lo espontáneo tiene
poco lugar en su esquema.
En lo analizado hasta aquí, vemos que el cine etnográfico es un
desprendimiento del cine documental en cuanto arte de lo real, y no un
mero intento de aplicar dicha técnica al registro de la investigación
científica. Esto último se desarrollará luego de las búsquedas de
Vertov y Flaherty bajo el impulso de
los jóvenes etnólogos que seguían a Marcel Mauss. Lo artístico será echado
entonces a un segundo plano, como subjetivismo deformante de la observación
científica. Se procurará retratar con los menores recursos formales posibles la realidad del otro. El
montaje, base del arte cinematográfico, pierde sentido, así como la noción
de ritmo, por las distorsiones que implican del tiempo (y
orden) cronológico y la duraron real. Lo puramente científico parece conducir a
lo tedioso, al cerrarse a lo expresivo. Quedarán así abiertos dos caminos
que nunca terminarán de encontrarse pese a los intentos de síntesis. Los antropólogos
"serios" menospreciarán a los buenos filmes etnográficos por sus concesiones al estilo, y
los artistas negarán a los registros científicos la calidad de cine.
Claudine
de France distingue entre el cine etnográfico documental en el que la
investigación etnográfica es anterior a la descripción fílmica de sus
resultados, al que llama cine explicativo
o documental, y los casos en que la cámara forma parte del proceso de
investigación, al que llama cine de exploración
etnográfica.3 Este último caso viene signado por la
incertidumbre, pues no existe un guión previo y la cámara no sabe aún con certeza
qué significa lo que está registrando. Tampoco adónde conducirá la escena, ya
que no tiene el control del proceso ni puede intervenir en él sin interrumpir o
modificar la experiencia. Su intención no es además comunicativa, pues el uso
que se dará a la imagen dependerá de los resultados.
El
llamado cine observacional
se desarrolla a partir del direct cinema. Se
basa en la observación, no en la participación, y quiere ser un registro fiel
sobre la base del sonido sincrónico. Descarta las luces, la dirección, la
actuación y la planificación, buscando registrar la vida cotidiana en su
espontaneidad, sin modificarla ni
manipularla. No acepta por eso el montaje ni los primeros planos. Recomienda
usar planos largos o medios, y en lo posible una cámara fija, a la que se debe
situar en el punto de observación privilegiado, a fin de no parcializar la
realidad. Quiere presentar el acontecimiento completo y sin cuñas de
subjetividad que alteren las dimensiones del espacio y la duración de la
escena. Rechaza asimismo toda intervención del antropólogo. También las
reconstrucciones y toda intención dramática, al esforzarse en lograr una
objetividad y neutralidad máximas, sin la mediación de la palabra y la
interpretación. Esta última queda completamente vedada. Señalan unos que la
filmación ininterrumpida, sin movimientos de cámara ni montaje posterior, nos
da una visión más exacta de lo sucedido que una filmación artística, pero otros
replican que esto es falso, porque olvida la mediación de la imagen
audiovisual, toma al cine como un instrumento independiente del lenguaje y de
la posición del investigador respecto a la técnica que utiliza, así también
como de su ideología, que determina su mirada sobre el mundo. Además, la cámara
no es un instrumento objetivo, en tanto opera un proceso de selección (enfoque,
cuadro, ángulo). El cine observacional es tedioso, no ayuda a significar, a
reparar en los detalles. Para eso se precisa el primer plano, y el ritmo
necesita la alternancia de planos. El dato audiovisual crudo además no basta a
la antropología, pues éste se torna relevante cuando es interpretado dentro de
un contexto etnográfico, y el cine observacional niega la interpretación
teórica de la imagen. Este método suele usarse en el registro de espectáculos
artísticos, pero a mi juicio es insuficiente para mostrar la calidad artística
de los mismos, y debe complementarse con otro que trabaje los planos y
detalles.
El
direct cinema nace en Estados Unidos en
los años 60, impulsado por Richard Leacock, antiguo colaborador de Flaherty.
Acepta el montaje y el acercamiento de la cámara a la acción en diversos
planos, pero elimina la mayor parte de los recursos de edición del documental
clásico, evitando todo lo que sea ajeno a la escena filmada, como los
comentarios en off, la música y los sonidos ajenos a la situación, las reconstrucciones, las
puestas en escena documentales y las entrevistas dirigidas. La cámara debe
estar lo más ausente que se pueda de la acción, limitarse a registrarla casi de
un modo desapercibido, si es posible como una mosca en la pared de una
habitación.
Quizás el llamado cine etnográfico se hubiera acabado chapoteando en los
pantanos de un racismo no del todo consciente y cegado por los
resplandores de lo exótico, de no ser por la tan polémica como monumental
figura de Jean Rouch, cuyas búsquedas y hallazgos en el terreno estrictamente cinematográfico han
convencido más que sus planteos conceptuales, en los que se vislumbra
un gran ausente: el colonialismo. Es que Rouch, al igual que Flaherty, rechaza la
historia. Sólo cree en el drama individual, en lo anecdótico, en el detalle
aislado de su contexto y su duración. Su manifestación de que el cine debe
testimoniar con gravedad y nobleza los momentos supremos de los hombres y las civilizaciones no lo
llevó a menudo a escoger los personajes adecuados, los que fuesen
una fiel expresión de la conciencia de un pueblo, capaces de unir los aspectos más
profundos de su tradición cultural a una voluntad de liberar a dicha tradición de sus
rémoras retardatarias y el colonialismo que la destruye. Bajo el cine–trance y la alegría de
filmar Rouch no se pregunta con frecuencia lo que hace y por qué o para qué
lo hace. Lo importante es remontar los milenios, reencontrar la noche inmemorial
poblada de muertos, sumergirse en el agua vivificante de los mitos
que se creían perdidos para siempre, y una vez adentro escribir con los ojos,
con las orejas, con el cuerpo, sobre esa realidad a la vez invisible y presente. Confía en la
improvisación de los actores, como la Comedia del Arte. No quiere imponer
un sistema de pensamiento, aunque muchas veces impone un texto desmesurado. Él es el
ojo tierno de Flaherty munido del ojo y la oreja mecánicos de Vertov. Si bien la cámara
participa en los ritos, los pueblos no participan realmente en el film con poder de decisión. Aún el
colonizado no llega a ser sujeto cinematográfico, es decir, con plena
intervención en los mecanismos y objetivos de la experiencia fílmica, por lo que no
puede someter a ésta a sus puntos de vista ni ponerla al servicio de su proyecto. Hablará
poco o nada pues la palabra corresponde al antropólogo–narrador, que se siente
más capacitado para contarlo todo, y en especial lo no propuesto ni aceptado de antemano por los
actores.
Rouch se respalda en lo antropológico como si la mera aplicación de
ciertos lentes y métodos "científicos" pudiera bastar para
tranquilizar la conciencia y asegurar resultados dignos. Su concepto de la
antropología no difiere mucho del de sus colegas que
asesoraban a la administración colonial, pues ambos convierten al colonizado
en mero objeto de estudio o acción transformadora, y al observador externo en el único capaz de
comprender la realidad. Durante esos años felices y prolíficos Rouch no
intuyó las enormes posibilidades que abre la autopercepción
consciente, o prefirió no explorar ese camino para no malquistarse
con el poder colonial. Sólo mucho tiempo después llegará a hablar de un cine–diálogo permanente, que concibe
como la más interesante perspectiva del cine antropológico. El
conocimiento, declara entonces, no debe ser más un secreto robado a los
"salvajes" para terminar devorado en los templos occidentales
del saber. Tal cine resultará de una búsqueda sin fin, donde
etnógrafos y etnografiados se comprometan a marchar juntos en
el camino de lo que llamó antropología compartida. Esta conciencia
de que el oprimido no puede quedar reducido a la condición de objeto de conocimiento, sino
que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho
conocimiento, es realmente la única forma de destruir la relación
colonial. Por esta vía será a la vez dador y receptor, objeto y
sujeto, rompiendo la base dual, positivista y jerárquica propia de todo
colonialismo. Al ceder sus armas, la antropología se descoloniza y
desmistifica, y diría que también se autodestruye en cuanto
ciencia del otro, pues la reflexión sobre sí pasa a ocupar el sitio
más destacado. Por esta senda nos acercamos a lo que en otro
libro definí como "antropología social de apoyo”4,
que no es una antropología aplicada, sino una acción de apoyo a otra
acción, desde que no hay en ella una razón científica ni
política situada por encima de la razón del oprimido. Éste propone
los fines, que son su proyecto social, y el antropólogo, junto a
otros especialistas, pone a su disposición las "armas
milagrosas" de su ciencia, que en adelante serán sus
medios–para–el–fin, o partes sustanciales de ellos. Esta crítica a la obra de
Rouch se propone extraer de ella una enseñanza útil y no invalidar su carácter
monumental. La endeblez de su conciencia política y las profundas grietas
en su rigor antropológico (que lo tuvo) debilitan pero no niegan sus
logros formales en el terreno documental. Sus realizaciones son de un
gran aliento, marcadas por continuas búsquedas técnicas,
estéticas y antropológicas, que aunque a menudo no interpreten
bien o solucionen mal los problemas que plantea este tipo de cine, tienen al
menos la virtud de ir trayéndolos al tapete, hasta el punto de que se podría escribir sobre la
historia y vicisitudes de esta rama del documental a partir de una crítica a
Rouch. Le faltó valentía en su diálogo con la realidad, o total consecuencia con sus
postulados, pero salió airoso de muchas escaramuzas libradas contra sus propios
condicionamientos culturales. Es que su gran confianza en la
improvisación, que heredó de Vertov, no lo condujo por lo general a
tierra firme, sirviéndole más bien para justificar su oportunismo,
dándole vías de escape. En Chronique d'un été (1960) prueba, quizás sin
percatarse, la observación conjunta como alternativa a la cámara
participante, el diálogo real frente a los artilugios del soliloquio
del cineasta–demiurgo, que somete a los grupos a una idea preconcebida del
film, pero al regresar al África engaveta esta experiencia para restaurar la odiosa dualidad
etnógrafo–etnografiado, perdiendo la oportunidad de abrir un diálogo profundo
y sincero entre la civilización francesa y esas naciones sólo
parcialmente liberadas del dominio colonial, pues quedaban ahora bajo
una dependencia neocolonial. Algo que fuese el enfrentamiento de dos visiones del
mundo, y no sólo una charla inteligente sobre temas dispersos.
Además de impulsar al cine etnográfico hacia su madurez y definir su campo
específico, Rouch, retomando la propuesta de Vertov (cuya búsqueda
era la verdad del cine y no el cine de la verdad), realizó
asimismo un sustancial aporte al cine argumental francés, al llevar a una
expresión más acabada al cinéma–verité (visto como
versión francesa del cine directo norteamericano, aunque más abreva en el kino-pradva de Vertov, que en ruso quiere
decir justamente cine-verdad) en Chronique d'un été. Este film pasó a ser una piedra de toque de la nouvelle vague, movimiento que
había empezado a manifestarse en 1958, con una nueva gramática
cinematográfica que reniega de las antiguas técnicas
narrativas. Con una metodología propia del cine etnográfico, que intenta, con
el refuerzo de Edgar Morin, sintetizar los puntos de vista de Flaherty y
Vertov, Rouch da un paso decisivo para acercar el argumental al documental, cruce de
coordenadas que permitiría alcanzar ese notable florecimiento
fácil de apreciar en Godard, y también en Truffaut y Chabrol.
El
cinéma-verité no pretende ser fiel a la
realidad, pues reconoce la distancia entre el acontecimiento filmado y su
representación. Renuncia a tratar el dato audiovisual independientemente del
modo narrativo. El cine, dice Rouch, construye su verdad, que es una verdad
cinematográfica. Los personajes actúan para la cámara, representando su propia realidad.
La cámara no se esconde: participa. El film etnográfico es una ficción que
reposa sobre un conocimiento antropológico, aunque no teme a la subjetividad
(la ve como una forma de llegar al espectador y conmover) y apela, abusando
incluso en algunos casos, a la interpretación, limitando la libertad del
espectador de elaborar la suya. El tiempo real casi se esfuma, y aparece el
tiempo sintetizado, recortado, del arte. La mirada de la cámara, dice, es ya
una mirada teórica, porque se basa en un método.
La participación de la cámara en las sendas de una antropología
compartida llevó a Rouch a darse cuenta de que los personajes filmados forman
realmente parte del proceso de investigación y de construcción del relato y
aceptarlos como tales. Pero esta antropología compartida, ¿no seguirá
escamoteando la visión desde adentro, al sobreimprimirle una mirada exterior
que viene teñida por el prestigio del antropólogo documentalista? El cine que
precisan los grupos oprimidos es justamente aquel que dé cuenta desde adentro de
su cosmovisión, profundizando en sus rasgos culturales específicos para
incitar así a su recuperación y reconocimiento en un contexto plural, fundado en el respeto
mutuo, de modo que su alteridad deje de ser la "razón" (o el
pretexto) del colonialismo, es decir, de la explotación y la
estigmatización. La cultura será presentada así como una contribución al patrimonio cultural
de la humanidad. Pero tampoco ha de reducirse a lo cultural. Debe ser también
capaz de impulsar en lo social un proceso de conciencia dirigido a fortalecer su identidad
como clase o pueblo oprimido, punto en el que la conciencia étnica
se une a la social.
Se puede decir que la visión desde afuera de las luchas sociales y las
realidades culturales ajenas está condenada a muerte por la marcha de la
historia, desde que lo verdaderamente revolucionario es reconocer el derecho
del oprimido a elaborar su imagen y decir su palabra, y no usarlo para ilustrar
puntos de vista ajenos. Porque el camino a la descolonización pasa por la
autopercepción consciente, por la revalorización profunda de lo vivido, y el cine antropológico, al
igual que lo que llamamos antropología, no sólo comienza por casa
(como decía Malinowski en su ya célebre prólogo al libro de
Jomo Kenyatta sobre los kikuyu), sino que se acaba (al menos
como tal) cuando los de casa toman conciencia de sí y el control absoluto de su
imagen. La desmistificación lo convertirá en cine a secas, y sólo se podrá llamarlo
antropológico en función de la naturaleza de la mirada que lo funda o del diálogo intercultural
que establece, o como todo lo que es serio y profundiza en la
condición humana podría ser llamado antropológico, ya en un
sentido más filosófico del término. Por dicho camino se logrará
eliminar totalmente el etnocentrismo, así como aquel odioso
dualismo entre dadores y receptores de civilización y la
manipulación ideológica.
En
los años 80 aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el
campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los
sectores oprimidos ni usurparle la palabra y el protagonismo despertaba
recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un “purisno”
reaccionario. Pero la marcha de la
Historia terminaría convirtiendo en una autopista lo que entonces
era apenas un discutido sendero. El Movimiento de Documentalistas, formado en
Argentina y extendido al mundo mal llamado “periférico” a través del Festival
de los Tres Continentes (América, África y Asia), señala en sus manifiestos la necesidad de apoyar a
los movimientos sociales en su afán de esclarecer las situaciones confusas.
Como nadie puede poseer toda la verdad al respecto, no queda más que extraerla
de los mismos acontecimientos, en un trabajo realizado junto al pueblo que
lucha. El papel (o deber) del documentalista, tal como quedó confirmado en el
curso de la misma acción, es antes que nada cuidarse de usurpar el protagonismo
a los trabajadores ocupados y desocupados en el terreno de la comunicación y de
la producción documental. Había más bien que traspasarles las herramientas
necesarias para que produjeran su imagen y difundieran sus propios mensajes sin
depender de otros sectores o instituciones, y ni siquiera de los mismos
documentalistas que los ayudan. Instituyeron así como principio básico no
establecer ninguna relación con los usurpadores del protagonismo social en la
comunicación. Recomiendan también no hacer ya registros sobre la lucha, sino en la lucha. No ser un camarógrafo de las
manifestaciones, sino un manifestante con cámara. No hacer documentales sobre los desocupados, sino con ellos, poniendo los medios a su servicio. Al tomar
así partido por la autogestión y la independencia política, afirman la idea de
que los distintos sectores populares deben ser sujetos plenos de su propia
historia, sin tutelas paternalistas. Señalan asimismo que no hay imágenes
libres si éstas se incorporan al mercado de las imágenes dominado por los
grandes grupos económicos, si la producción y reproducción de imágenes son
mercancías sometidas a las leyes del capitalismo. El documentalista no debe
dejarse absorber por las redes mediáticas que neutralizan los mensajes, sino
ser un activista de la imagen que actúa desde vías alternativas. Ponen como
ejemplo el movimiento zapatista de Chiapas, que desde 1994 utiliza el correo
electrónico, así como videos, audios y fotografías de circulación mundial, lo
que lo salvó de ser aniquilado por el ejército mexicano. Recomienda por último
romper con el mito de la objetividad periodística, afirmando que el documentalista
debe tomar partido contra la opresión y no ponerse una máscara aséptica.
Como se
puede observar, el Movimiento asume un marcado perfil militante en las luchas
sociales, tratando de ser cada vez más radical en sus planteos. Pero si bien
esto resulta necesario para enfrentarse a un capitalismo que se muestra cada
vez más salvaje y dispuesto a todo, incluso a un ecocidio generalizado que pone
en peligro la subsistencia del planeta, con tal de incrementar y no sólo de
perpetuar sus ya altos beneficios, creo que no se puede exigir a todos los que
tomen una cámara para acercarse al otro que adopten una actitud semejante, ya
sea este otro un grupo étnico oprimido o un sector social explotado o
marginado. Hay otros temas válidos aunque no encaren frontalmente la dimensión
política, y la libertad de elegirlos no puede ser cercenada al realizador,
sobre todo si se acepta que estamos en el terreno del arte y no ante un mero
instrumento de comunicación social. El compromiso político puede en ciertos
casos ser reemplazado por el ético, el que pasa tanto por la mirada crítica y
el ponerse al lado del que recibe los golpes, como por el hecho de dar
verdaderamente la palabra al otro, sin imponerle los temas y menos aún un tipo
de discurso que resulte ajeno a su mentalidad y lenguaje. Cualquier
aproximación honesta mostrará, por más que no se ponga énfasis alguno en ello,
la justicia de una causa, la dimensión exacta de ese pedazo de humanidad que la
opresión niega y humilla. A veces basta con mostrar en todo su esplendor la
belleza negada de los otros, la profundidad de su pensamiento, pues ello se
alzará como un faro ante los que se ocupan de vaciar al mundo de sentido. No
hay que olvidar que la poesía no es una forma de huida o connivencia, sino
también un arma cargada de futuro, y más en un tiempo en el que cualquier viaje
a la profundidad se presenta como subversivo.
NOTAS
1
Cfr. Jean Mitry, Historia
del cine experimental, Valencia, Fernando Torres Editor, 1984; pp. 185-186.
2
Cfr. Arnold Hauser, Historia
social del arte y la literatura, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1964 (3ª ed.); Tomo II, p. 495.
3
Cfr. Claudine de France, Cinéma
et anthropologie, Paris,
Foundation de la Maison
des Sciences de l’ Homme, 1989.
4
Adolfo Colombres, La
hora del “bárbaro”. Bases para una antropología social de apoyo, México, Premia Editora, 1982.
(Publicado en la revista Cine
Cubano, La Habana ,
julio 2008.
LENGUA E IDENTIDAD EN LA AMÉRICA HISPANOHABLANTE
La
celebración en Rosario del Congreso de la Lengua Española
agitó hasta el encono del conflicto una cuestión que nunca dejó de tener una
importancia fundamental, pero que rara vez entraba en los temarios de las
grandes discusiones de la cultura. El proceso globalizador, cuya lengua es el
inglés, parece jaquear seriamente a la lengua de Castilla, por más que ésta se
encuentre entre las más habladas del mundo. Es que si bien ella no enfrenta
ningún peligro de extinción, se siente bastardeada, colonizada o penetrada por
el inglés, que abarrota su léxico de palabras extrañas, las que no sólo entran
como neologismos técnicos, pues a menudo palabras de existencia secular son
desplazadas por su homóloga inglesa, como llamar “Art Galery” a una galería del
arte, “outlet” a los descartes y “sale” a la liquidación de mercancías.
El
español es la lengua de Cervantes y del Siglo de Oro, cuyo esplendor se
mantiene vivo en muchas zonas de Nuestra América como una parte irrenunciable
de nuestra herencia, pero también, por desgracia, de los herederos de la España Negra ,
clerical, etnocida y esclavista, que fue y sigue siendo usada para dominar,
excluir y recluir al otro en el círculo de la “barbarie”. Asumir esta dualidad
implica defender por un lado a los hijos de Cervantes de los asaltos de la
nueva barbarie que avasalla el mundo, y por el otro, sin llegar al parricidio,
poner con energía las cosas en su lugar, ayudando a que las “minorías” tengan
su lugar en el conccierto social. Mal pueden tenerlo si de entrada se les pide
de un modo expreso o tácito que olviden su lengua.
En lo que se refiere al español como
lengua agredida, no me opondría, como ciertos sectores intelectuales, a una ley
de defensa de esta lengua en la esfera pública, pero esa ley, como llegué a
proponerlo alguna vez en la
Cámara de Diputados de la Nación , no tendría que referirse sólo a “la
lengua”, sino a “las lenguas”, o sea, a la defensa de todas las lenguas que se
hablan en el país. Porque a nadie se le escapa que esas otras lenguas, en su
mayoría indígenas pero también criollas, están en una situación muy crítica, y
ese mismo español que reclama tónicos contra los males que vienen de afuera las
empuja cada día a su desaparición, sin dedicar siquiera unos minutos a esos
actos de contrición que tanto gustan a la conciencia cristiana, aun sabiendo
que no se dejará de pecar.
Señalan
los estudios de la UNESCO
que casi el 60% de la humanidad habla alguno de los ocho idiomas de mayor
difusión, mientras que, en el otro extremo del arco, el 96% de las lenguas hoy
existentes son habladas apenas por el 4% de la población mundial. Esto último
ha llevado a algunos expertos a vaticinar que en el curso del siglo XXI se
extinguirán el 95% de las lenguas que hoy existen. Algo más cauteloso, el Atlas
de Idiomas en Peligro de ese organismo pone en riesgo de extinción al 68% de
las lenguas, cifra algo menor pero igualmente alarmante. Es que son pocas las
que alcanzan hoy los cien mil hablantes, el umbral mínimo que han fijado los
lingüistas para que una lengua sobreviva.
Se
puede responder a este cuadro sombrío que la extinción de las lenguas no
obedece a un ciclo natural, como el que tienen los seres biológicos, sino que
es el resultado de una fuerte discriminación, de la estigmatización de una
determinada identidad y de la presión escolar y social. A fin de salvar a sus
hijos del estigma, a menudo los padres optan por el recurso dramático de no
transmitirles su lengua, para que tengan la lengua dominante como primera e
incluso única, sacrificando con ello todos los contenidos emocionales y los
saberes que conlleva. Por eso, sin atacar a fondo la discriminación las lenguas
seguirán en peligro de extinguirse, y muchas se extinguirán en un plazo no muy
largo. Cabe destacar también que junto con ellas se perderán todos los
elementos de la cultura que no pueden ser transferidos a la lengua dominante.
Por otra parte, si alguien sepulta su lengua para eludir una discriminación, se
cuidará también de practicar costumbres vistas como exóticas por la sociedad
dominante, para no ser señalado como un "primitivo".
Se
sabe que la lengua es un indicativo sustancial de la identidad, y más aún el
habla, porque ésta termina de anclar al individuo en un territorio y una
historia. Toda sociedad se funda en un lenguaje, y su derecho a él es
inalienable, hasta el punto de que debería figurar entre los primeros derechos
humanos. Los inconvenientes que se quieran endilgar al bilingüismo en la
práctica social no pueden ser jamás un pretexto para tornarse cómplice de la
extinción de una lengua dominada e imponer como única la lengua dominante, tal
cual se vino haciendo hasta ahora. Nadie puede arrogarse desde afuera la
facultad de decidir, y ni siquiera de cuestionar, algo que compromete tan
hondamente el destino de un pueblo. La lengua determina la estructura misma del
pensamiento: se piensa porque se habla, y no al revés. Aun más, se piensa
conforme se habla. Quien pierde sus propias estructuras de pensamiento y de
aprehensión simbólica del mundo ha perdido ya el alma de su cultura, por más
que se empeñe en conservar algunas costumbres y ropajes.
En
el caso de bilingüismo, es forzoso avanzar hacia una complementación no
antagónica de los sistemas lingüísticos, como una forma de apuntalar el
fortalecimiento y no la extinción de nuestras lenguas. Esto puede ser visto
como una utopía, pero se trata de una utopía realizable, como lo pusieron ya de
manifiesto varios ejemplos. En México los indígenas han apelado a la
informática para resolver una serie de cuestiones prácticas que impiden a sus
lenguas convertirse en un vehículo eficaz en el mundo moderno, y no ya tan sólo
en el ámbito de lo cotidiano y sentimental. El quechua, el aymara y el guaraní
han pasado al cine y la TV ,
y hay emisoras que transmiten programas en muchas otras lenguas amerindias y
criollas.
Sin
este salto hacia la vida contemporánea, las lenguas americanas no pueden tener
su futuro asegurado. El problema más urgente que se les presenta es su
autodeterminación (es decir, desplegarse sobre su propio horizonte), como una
forma de salvar el largo congelamiento provocado por el proceso aculturativo y
devolverles la dinámica que hoy precisan para resolver las complejas
situaciones comunicativas que se les plantean. Muchos pueblos del continente
vienen desarrollando desde hace años grandes esfuerzos de modernización
lingüística, aunque todavía en forma dispersa y sin todo el apoyo oficial que
el tema merece.
La
emergencia de nuestras lenguas no puede darse ya en un marco de monolingüismo,
cosa que ningún grupo étnico reclama. Sí, el bilingüismo es necesario, pero
éste ha de ser encarado con precauciones, para evitar que se convierta en la
primera etapa en la extinción de las lenguas dominadas, como ya en 1954
advertía Rosemblat. Tal bilingüismo no dejará a la deriva a la lengua dominada,
sino que la privilegiará en todos los campos, para apuntalar su real emergencia.
Es decir, la lengua dominada no debe seguir siendo un mero instrumento de
aproximación conceptual, sino materia de estudio y un objeto central del
proceso de desarrollo. Sólo por esta vía se podrá llegar a ese bilingüismo
perfecto que constituye la solución. Si alguien se expresa mal en la lengua
dominante será discriminado, y si habla mal su propia lengua estará poniendo de
manifiesto que la situación colonial permanece, y que tal bilingüismo puede ser
tan sólo de transición.
El
guaraní goza en el Paraguay de un gran reconocimiento, que alcanza incluso a
los más altos niveles de la sociedad. La nueva Constitución lo oficializó, pero
no bastó esto para darle una validez institucional ni generalizar su uso en la
prensa escrita ni en los medios audiovisuales. Algo similar ha pasado con el
quechua y el aymara en Perú y Bolivia, aunque la situación se irá modificando a
medida que dichas etnias alcancen una mayor visibilidad política y fortalezcan
su presencia cultural en la vida del país. Como señala Esteban E. Mosonyi,
resulta prioritario que estas lenguas puedan pronto moverse cómodamente en el
ámbito de la programación escolar, de la ciencia y la tecnología elementales,
del periodismo básico, de los textos jurídicos más corrientes. Pero hasta el
día de hoy, para abordar tales terrenos el hablante de quechua o aymara utiliza
un español quechuizado o aymarizado, mientras que el hablante de guaraní apela
al yopará, una lengua mezclada.
El
desafío es grande, pues el tiempo se acorta y las viejas trabas coloniales
impiden a los grupos amerindios producir todas las respuestas necesarias. Esto
debe ser asumido como un problema nacional, y brindar un franco apoyo a las
etnias en la tarea de descolonizar su idioma, generando a partir de su propio
horizonte lingüístico los neologismos que precisa, para no colmarlo de vocablos
ajenos que vengan a poner de manifiesto su impotencia expresiva.
La oficialización plantea en lo
inmediato el problema de definir una lengua estandarizada, que pueda contar con
un diccionario y una gramática unitaria. Cada una de las 37 variantes
dialectales que tendría el quechua, por ejemplo, puede mantener plena vigencia
en su propio territorio, sin realizar mayores sacrificios en aras de una lengua
general, pero el desarrollo literario y científico precisa, sí, de ella, aunque
para esto se tenga que recurrir a una convención erudita, como lo fue el latín
de iglesia, el árabe clásico, el hebreo rabínico y el chino clásico, entre
otros casos que nos presenta la historia, que permitieron sortear una compleja
fragmentación lingüística e imprimir a sus culturas básicas una dimensión
civilizatoria universal. Podría haber tranquilamente una rica literatura en
quechua con suficientes lectores, puesto que son varios millones los hablantes
de este idioma que han accedido a la escritura, siempre que se alcance una
lengua literaria uniformada y se la enseñe en las escuelas de la región.
Esto
último sería tarea de las academias de la lengua que algunos pueblos indígenas
han creado. O sea, conciliar por un lado los dialectos al menos en el terreno
de la escritura, y acuñar por el otro neologismos dentro del propio sistema de
la lengua, para nombrar la multitud de elementos nuevos que se designan hasta
ahora con palabras tomadas de la lengua dominante. La academia puede
legitimarlos como válidos, por más que tales neologismos no se usen todavía en
ningún ámbito territorial específico y queden reducidos a la esfera de una
convención literaria. En el caso del quechua, existen ya varias academias
desplegadas en los distintos países de su área de influencia, las que podrían
abordar un trabajo conjunto, bajo la égida de la Academia de la Lengua Quechua del
Qosqo. Esto sería parte del autodesarrollo lingüístico de los pueblos, con
miras a alcanzar su propia modernidad y evitar el naufragio de la lengua por la
incorporación excesiva de vocablos tomados del idioma dominante. En todo esto
resulta de fundamental importancia una clara voluntad política, tanto de la
sociedad nacional como de los mismos grupos étnicos, los que a menudo, movidos
por la desesperanza, se dejan despojar pasivamente de su lengua y hasta se
fugan de su propia identidad.
Este
problema que se plantea como una necesidad de las lenguas amerindias que buscan
su descolonización, puede no serlo en el caso de las lenguas criollas, como
observa Mosonyi, pues son sistemas por naturaleza abiertos a otras lenguas,
desde que constituyen productos mestizos o de fusión. Así, por ejemplo, cuando
el papiamento no dispone de un lexema específico puede tomarlo directamente del
español (su otra matriz), sin que eso lo degrade. El créole haitiano y el
papiamento de Curaçao se están convirtiendo en la lengua más importante de sus
respectivos ámbitos, aunque sin desplazar al francés y el holandés.
Por
lo pronto, y en apoyo a la emergencia de nuestras lenguas, es preciso encarar
de inmediato la tan escamoteada cuestión de su reconocimiento legal a nivel
nacional o regional, e incluso también local, pues las lenguas muy minoritarias
(las pertenecientes a las microetnias) tienen asimismo derecho a ser admitidas
en la estructura jurídico-institucional del Estado, de igual modo que el más
miserable de los ciudadanos posee el derecho a un documento de identidad que
acredite su condición de tal.
Dicho
reconocimiento no debe quedarse en lo meramente declarativo, sino implicar un
deber del Estado de instrumentar la educación indígena y de otras minorías
lingüísticas en los territorios que se especifiquen como ámbitos de aplicación
de la ley, lo que hasta ahora suele ser optativo. En las regiones declaradas
interétnicas, la educación debe ser intercultural también para los miembros de
la sociedad nacional. Enseñar a éstos los fundamentos de las otras culturas con
las que se confronta, sus valores y relatos, es educarlos para el diálogo
interétnico y la no discriminación. El reconocimiento legal de las lenguas
contemplará también la validez del uso de ella en los ámbitos administrativo y
judicial, así como el apoyo con recursos genuinos al desarrollo cultural de
dichos pueblos, por que no puede existir un verdadero desarrollo lingüístico,
un proceso de descolonización de las lenguas, sin un concomitante proceso de
desarrollo cultural, que permita a los grupos producir su propia modernidad,
como alternativa válida, oponible a la de la sociedad dominante.
En
la dinámica social de la liberación, el concepto de "lenguas en
extinción" debe ser abolido, pues tal muerte no ocurrirá si nos proponemos
impedirlo, utilizando todos los recursos a nuestro alcance, y sobre todo los
resortes educativos. Un plan coherente de salvamento las convertirá en poco
tiempo en lenguas en emergencia. Quienes hablan categóricamente de
"lenguas en extinción" suelen ser los que no sólo no hacen nada para
impedirlo, sino también los que incluso apuran su muerte, recortando los
espacios sociales en los que esas lenguas son empleadas, como las escuelas que
prohíben a los indígenas expresarse en ellas incluso fuera del aula. A menudo,
tal actitud proviene del cientificismo extremo, que sólo asume el compromiso de
estudiar esas lenguas antes de que se extingan, sin plantearse siquiera la
posibilidad de ayudarlas a sobrevivir.
Al
ya viejo problema de la colonización de las lenguas se suman hoy otros, como el
del empobrecimiento generalizado del lenguaje, pues el inglés que domina ni el
español dominado son ya las lenguas de Shakespeare y de Quevedo, sino pobres
formas dialectales que se van vaciando de contenido a medida que asciende la
insignificancia. Ya en l96l George Steiner alertaba sobre el acelerado
empobrecimiento del lenguaje, así como sobre la forma en que la cultura de
masas iba destruyendo la cultura literaria. A su juicio, la palabra configuraba
ya un medio de intercambio tan perverso como el dinero, formando parte del
fetichismo de la mercancía, como secuela de la publicidad y otras
manipulaciones ideológicas. En los 43 años que pasaron desde entonces, en los
que s dio una sorprendente revolución en los medios de difusión, el problema no
hizo más que agravarse, hasta el extremo de que la comunicación sólo puede hacerse
ya efectiva dentro de un lenguaje disminuido y corrupto.
En
esta era de la palabra devaluada, adocenada, domesticada, se torna necesario
recuperar ese valor mágico, numinoso, que aún poseen los “lenguajes en vías de
extinción”, claves capaces de salvar al mundo de la desertificación del
sentido. Es que una palabra vaciada de sentido no puede tener ya vínculos con
la acción, o sólo sirve para poner trabas a todo acto capaz de transformar la
realidad, como se ve con harta frecuencia.
Por
eso, defender a las lenguas oprimidas es hoy defender al Homo sapiens, a ese bípedo insatisfecho que, en su afán de conocer
el mundo, inventó millones de palabras para dar cuenta de los más sutiles
matices al inteligir la realidad o expresar un sentimiento. El Homo consumens, por el contrario, no
experimenta ningún deseo de profundizar, de saber, ni posee sentimientos
especiales que transmitir y menos aún las palabras para hacerlo. Por el
contrario, hizo de su renuncia al lenguaje una llave mágica que le abrirá las
puertas de una felicidad tan pobre como ilusoria. Es que la cultura de masas,
dice Baudrillard, excluye de plano la cultura y el saber. Y sin saber, ¿puede
haber Homo sapiens?
Nos
sentimos a menudo inclinados a vivir tal especie de mutación antropológica como
una gran tragedia, sin advertir que esta última se trata, como ya lo señalara
Steiner, de un género reaccionario por su derrotismo. En efecto, la tragedia se
despliega sobre la ceniza de las cosas, como una consolación por el verbo y la
metafísica. Occidente nos ha imbuido de un profundo sentimiento trágico, algo
poco cultivado por otras civilizaciones, las que frente a la desigualdad de las
fuerzas militares optaron por abroquelarse en su fuerza moral, en una
resistencia cultural que les permitió sobrevivir sin cantar su propia muerte
con una lira y entregar luego el alma.
En
el espíritu de la tragedia subyace el fatalismo, la aceptación de que las cosas
son así por disposición divina, o del destino. Así pensamos hoy que la
globalización y el neocapitalismo salvaje son la condición inevitable de estos
tiempos, algo que los sencillos humanos no podemos revertir. Pero no es así.
Estamos ante una agresión a nuestros más arraigados modos de vida, a los
fundamentos mismos de nuestras culturas, y lo que hay que hacer es enfrentar a
esos frágiles tinglados, donde no imperan las luces de lo sagrado, la
intensidad de los símbolos verdaderos ni las conquistas morales que alcanzó la
humanidad al cabo de más de tres millones de años de evolución. Se trata de una
regresión enmascarada con los destellos de una ciencia y una técnica autistas
que van a la deriva, cada vez más ajenas a toda ética y despreocupadas del
bienestar de los pueblos.
Es preciso recordar
que la función del lenguaje, antes que expresar el pensamiento y reproducir la
compleja actividad del espíritu, es jugar un papel pragmático activo en el
comportamiento humano, y sobre todo ético. En la defensa del ethos social, la
palabra ha de extremar sus recaudos para no hacerse cómplice, por acción u
omisión, del ascenso del consumo como gran mito de la aldea global.
Las ciencias sociales frente a los saberes ancestrales de las otras culturas
En 1991, en un encuentro internacional realizado en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Darcy Ribeiro afirmó que América Latina se hallaba en vías de ser recolonizada, pues estaba naciendo un nuevo orden mundial, y si no comprendíamos esto y luchábamos por el lugar que nos correspondía en él, perderíamos todo rol protagónico. A su juicio, los intelectuales de la región no comprendían esto, pues ni siquiera se interesaban mayormente por el tema, y de hecho habían renunciado ya a definir un proyecto latinoamericano. Pero ¿cómo puede asumir el destino de América –se preguntaba Ribeiro- una intelectualidad colonizada, enferma, que casi no conoce el pensamiento gestado en la región, o lo ha observado muy por encima y con prejuicios, por manejarse con categorías y paradigmas producidos en otros contextos culturales?
Más de un cuarto de siglo transcurrió desde entonces, y sigue en pie la urgencia de reabrir la discusión y extremar la crítica en torno al papel de los científicos sociales, y los intelectuales en general, frente a los vientos de una globalización neoliberal que no sólo borra la memoria de los pueblos, sino que destruye los más caros valores desarrollados por la especie humana en su ya larga historia. Las ciencias sociales no pueden, bajo ningún concepto, ser usadas en vano, como si fueran un arte por el arte mismo, lo que implica sostener la palabra con los actos. En todo momento ha de tener presente que los objetos de estudio son también sujetos históricos y de conocimiento, y antes que eso, seres humanos que padecen injusticias y sostienen reivindicaciones. En el acto de pensar una realidad concreta, se deberá en primer término someter las categorías de análisis a la prueba de la verdad, para no incorporar mecánicamente, sin adecuaciones, el pensamiento generado en otros contextos socio-culturales. Porque pensar es criticar las fuentes, enfrentarse al dogma, superar los estereotipos y lugares comunes. Deberá buscar así las vías de salida del modelo que se impone mundialmente, proponer alternativas y afirmar el lugar de lo propio en nuestro proceso civilizatorio. Para esto tendrá que profundizar en su cultura, nutrirse con sus elementos y tomarlos especialmente en cuenta en sus construcciones. Por último, deberá perder el temor a elaborar proyectos sociales, aun cuando éstos puedan ser tildados de utópicos o contrarios a la corriente.
Cabe destacar que ya en los orígenes de la sociología (en Durkheim, por ejemplo) estaba la idea de que ella debía constituirse en un saber reflexivo capaz de brindar a la sociedad los instrumentos para que pueda operar sobre sí misma con un sentido transformador. Poner como objetivo de las ciencias sociales la búsqueda desinteresada de la verdad sería librarla al cientificismo. Ponerlas por completo al servicio del poder es también desnaturalizarlas, reducirlas a la condición de meras técnicas distanciadas de lo ético. Debemos entender que las ciencias sociales conforman en verdad una parte privilegiada de la cultura, cuya función es alimentar los procesos simbólicos, indagando en su origen y particularidad.
Señala Edgardo Lander, apuntando a la colonialidad del saber de las ciencias sociales, que las alternativas a las propuestas neoliberales y al modelo de vida que propugnan no pueden buscarse en otros modelos o teorías en el campo de la economía, ya que la economía misma, tal como hoy se la entiende, asume en lo fundamental la cosmovisión liberal. O sea, su construcción ha sido naturalizada por la vía de la imposición, hasta tornarla invisible. De este modo, el economicismo sirve hoy para convalidar un modelo civilizatorio único, que torna incluso innecesaria a la política, al no haber alternativas posibles que se consideren viables y ni siquiera racionales. Y lo que sucede con la economía se podría extender al conjunto de los saberes y jergas que conocemos hoy como ciencias sociales, un tipo de discurso montado por el positivismo sobre una pretendida racionalidad, más falsa que neutra, que muy poco intentó legitimarse frente a los otros modos de construir el conocimiento y dialogar con ellos.
Se proclama el pluralismo cultural y hasta se muestra a menudo avidez por recibir desde el mundo mal llamado “periférico” propuestas alternativas que inyecten sangre nueva a los sistemas anquilosados, pero los discursos que expresan esta diferencia son mirados con recelo y hasta como hijos de la superstición, por alejarse de los paradigmas académicos, que se presentan como universales sin que ningún cónclave intercultural los haya aceptado como tales, y que se impusieron junto con el capitalismo, al igual que las religiones monoteístas. Además, si esos valores aspiran a ser reconocidos y divulgados, deberán expresarse en las lenguas europeas dominantes y encorsetarse en las construcciones racionalistas de las ciencias sociales, reacias al pensamiento simbólico, basado en los sentidos, los paradigmas y las vastas redes de significados que sostienen a toda cultura, como vía válida de conocimiento. Los círculos áulicos están siempre a la pesca de toda palabra fuera de tono, que se relacione con lo sagrado, lo mágico y lo poético, para desterrar esos lenguajes alternativos al campo de lo no científico. Y si lograran pasar el examen, algo nada fácil, esos sistemas simbólicos no entrarán en el terreno de la simetría y el diálogo honesto, pues el saber de las ciencias sociales eurocéntricas se autositúa desdeñosamente por encima de los otros saberes del mundo y su forma de expresión, del mismo modo en que los misioneros cristianos aún consideran a su dios como el único verdadero, viendo en toda otras deidad un embuste del demonio para apartarlos de la fe. Al proceder así, esta ciencia, aun cuando dice defender los derechos de los pueblos, termina legitimando la misión civilizadora de Occidente y sirviendo al pensamiento único por una vía elíptica. Sólo profundizando en las particularidades históricas y buscando entre ellas los nexos que permitirán construir una ciencia social transcultural, es decir, verdaderamente universal, se podrá servir a la causa de la libertad y de una humanidad que hoy parece correr hacia el Apocalipsis, por un irracionalismo extremo disfrazado de racionalidad económica.
Se ha definido a la filosofía, por su base etimológica griega, como amor a la sabiduría, y los mismos griegos entendían que ésta no pertenecía sólo a los filósofos reconocidos como tales, sino a todo ser humano pensante. Hoy, en el tiempo en el que se empiezan a reconocer los derechos de la naturaleza y alcanzó un gran desarrollo la etología y la botánica, se podría añadir que no sólo los vertebrados superiores, sino también los minúsculos pájaros e insectos y hasta las plantas tienen mucho que enseñarnos sobre la vida. Y que a menudo los humildes, esos “pobres de la Tierra” a los que se refería José Martí, suelen ser más sabios que los eruditos, que ven en toda magia no una forma poética de encantar el mundo, sino una mera superstición.
El campo científico, inventado por Franz Boas y Bronislaw Malinowski, impuso a la disciplina antropológica la idea de que el investigador debe recoger, él mismo, los datos a analizar. Esta observación desde afuera se basa en una falsa pretensión de neutralidad, porque hoy se sabe que el objetivismo imparcial no existe. La observación participante vino a enriquecer el método, al establecer la necesidad de mirar la realidad tanto desde afuera como desde adentro. Tal confrontación de ambos puntos de vista deriva hacia una crítica a la mirada que se proclama científica y en base a esto se reserva la última verdad. Nace así la antropología reflexiva, que objetiva la relación subjetiva del investigador con su objeto de conocimiento. En el análisis político, se confronta la visión del que domina y responde a sus intereses y prejuicios de clase o grupo social, y la visión del oprimido o colonizado que padece esa política. ¿Dónde reside la verdad? O en otros términos, ¿quién tiene la primacía de la interpretación? A nuestro juicio la víctima, por más que su lenguaje se presente sin toda la elocuencia y contundencia que esperamos, y no en los productos de un intelectualismo elusivo y prescindente, al que Pierre Bourdieu consideraba un objetivismo ingenuo, por ignorar que se trata de un rol construido. En efecto, nadie está exento del etnocentrismo, al que bien se podría llamar el determinismo de la subjetividad. Reconocer esto, extiende un acta de defunción a la etnografía exótica o exotizante, y también a la que soslaya la situación colonial.
Establecer una simetría entre las ciencias humanas occidentales y los otros saberes no legitimados por ella implica que puede ser tan válido citar a Kant como a los dogon y los guaraníes, pueblos cuya concepción del mundo son profundamente filosóficas y hasta desestabilizadoras de muchas concepciones. Sus armas principales son las metáforas y la poesía, que calan hondo, y no esas descripciones lineales y tediosas a las que son adictos muchos científicos sociales. Los grandes antropólogos y sociólogos dejan atrás los parámetros elementales que se exigen a las tesis académicas y las jergas con las que a menudo se oculta la pobreza de conceptos, para navegar en aguas profundas. Clifford Geertz considera a la antropología una ciencia más interpretativa que explicativa o descriptiva, y para interpretar no cabe más que recurrir a un lenguaje analógico, acercándose así a los grandes paradigmas; es decir, al mito y la poesía. Porque todo texto escrito, al igual que la palabra viva, respaldada por un cuerpo, preferida por los otros saberes, más que una realidad pretendidamente objetiva reflejan una sensibilidad, un modo de sentir la vida, el mundo y la propia cultura. Muestran también la relación de las palabras y las cosas, la que, como se sabe, está lejos de ser transparente. Trabajar entonces desde la escritura no es imponer una subjetividad, sino acercarse al lenguaje de la filosofía y de los saberes de los otros, los que casi siempre apelan al poder de la metáfora, y no a una tediosa linealidad. Además, este lenguaje simbólico no se opone al analítico, sino que más bien lo complementa, a la vez que evita sellar la clave única, o última, de las cosas. Más bien gira a su alrededor, para enriquecerlas y no para acabar con sus encantos y misterios. Cuánto mejor esto que esas monografías ilegibles que tanto deploraba Maurice Godelier, las que a veces no pasaban ser meras fichas.
Al pensamiento de la modernidad dominante le entusiasmaron siempre las teorías de vanguardia, hasta que Sousa Santos, al desarrollar su concepto de Epistemología del Sur, incitó a instrumentar teorías de retaguardia, que acompañen de cerca la labor de transformación de los movimientos sociales, sin apelar a un intelectualismo para ellos ajeno y hasta vacío de realidad. Es decir, pensar con, en vez de pensar sobre. Un presupuesto de la Epistemología del Sur es un diálogo horizontal entre los distintos saberes, que incluye al científico como uno más, no como el superior. Las teorías de retaguardia, sostiene Sousa Santos, son tan intelectuales como emocionales, pues se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y piensan el Sur global desde adentro y desde abajo. La acumulación capitalista implica para ellas oponer el individualismo a la comunidad; la competencia salvaje a la reciprocidad; la rentabilidad insaciable a la complementariedad y la solidaridad que propone el socialismo del siglo XXI.
El eurocentrismo representa apenas un quinto de la humanidad, y sin embargo se arroga el derecho de juzgar e interpretar desde su óptica al resto del mundo, estableciendo un universalismo que no se tomó el trabajo de confrontar sus principios con los de las otras civilizaciones y culturas, y que a menudo se muestra indulgente y contemplativo a fines de seducir, y hasta compra las conciencias “periféricas” con prebendas académicas y económicas, con tal de ser aceptado como propio.
En su Sociología de las Ausencias, Sousa Santos afirma que todo lo que no existe en el campo social y cultural fue activamente producido como no existente, o sea, puesto como una alternativa no creíble a lo existente, que es lo dominante. Su propuesta epistemológica apunta a transformar a los objetos imposibles en objetos posibles, y a los objetos ausentes en objetos presentes. Hay varias maneras de producir ausencias, dice, y lo que las une es una racionalidad monocultural. La primera de ella, y que aquí nos atañe de un modo especial, es la monocultura del saber y del rigor del saber, que impone cánones exclusivos para la producción de conocimientos o de creación artística, de modo que no existe lo que el canon no legitima.
La Sociología de las Emergencias, que se contrapone a la anterior, consiste en la investigació0n de las alternativas que caben en el horizonte de las posibilidades concretas. Debe proceder a una ampliación simbólica de los saberes, prácticas y agentes, de modo que se identifiquen en ellos las tendencias del futuro. Actúa tanto sobre las posibilidades (potencialidad) como sobre las capacidades (potencia). Y lo que resulta relevante, es que sustituye a la mecánica del progreso por una axiología del cuidado.
La Epistemología del Sur es el reclamo de nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y el colonialismo. El Sur global no es un concepto geográfico, aunque la mayoría habite en el Hemisferio Sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global y de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, las minorías étnicas o religiosas y las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay también un Norte global en los países del Sur, a lo que llama el Sur Imperial.
La Epistemología del Sur conlleva la complementación de todos los saberes. El conocimiento llamado científico es un saber más, y no hay por otra parte un solo conocimiento científico, pues todos, en mayor o menor grado lo son, en la medida en que aporten al Buen Vivir, ese fundamento filosófico generado por la civilización andina. Creer en la verdad de los otros saberes no debe ser entonces visto como la negación de la ciencia occidental, sino como la instauración de una plataforma de interdependencia entre los conocimientos aceptados como científicos por Occidente y esos “saberes subyugados” a los que se refería Foucault. Es justamente la deconstrucción del saber dominante lo que permitirá reconstruir y salvaguardar esas sabidurías ancestrales de las que hoy depende el futuro del planeta Tierra. Es que los sistemas simbólicos no son sólo instrumentos de conocimiento, sino también instrumentos de dominación, como ya lo señalara Marx.
Ninguna cultura agota la sabiduría, por lo que la interculturalidad debe por fuerza poner en un plano de igualdad a los otros saberes si pretende ser tal. Los arduos debates de los procesos constitucionales de Bolivia y Ecuador dejaron todo esto a la luz, y son las normativas originadas en esos otros saberes menospreciados los que más asombraron al mundo, como la consagración del Sumaj Kausay y de los Derechos de la Naturaleza, más que los retoques al Derecho Romano que domina nuestro horizonte jurídico con su racionalismo extremo. Porque cuando la Constitución de Ecuador habla de los derechos de la Pachamama realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Tierra Madre, a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos. En tales debates quedó claro que la plurinacionalidad no debe entenderse como la negación de la nación, sino como el reconocimiento de que ella es diversa y se halla aún en proceso de construcción.
Entendemos además que la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, aprobada en octubre de 2001, difícilmente podrá instrumentarse sin el establecimiento de un verdadero diálogo intercultural, como expresión de un pluralismo que está en su misma base (Art. 2). Por definición, dicho pluralismo precisa, para ser tal, desarrollarse sobre un plano simétrico, de igualdad. O sea, las ciencias sociales deben aceptar la plena validez en su propio campo de los saberes de las otras culturas y civilizaciones, los que puedan así ser citados sin objeciones en los trabajos académicos, y en el mismo nivel. Lo que los distingue radicalmente es que mientras las primeras se conforman con la suma de teorías y pensamientos de autores específicos, con su nombre y apellido, que se juegan el prestigio en lo que dicen, los saberes de los otros pueblos son por lo general colectivos y a veces hasta milenarios, y quienes los esgrimen no son autores, sino intérpretes de un legado ancestral transmitido por tradición oral, cuya fuerza radica no en la trayectoria de un autor, sino en formar parte de un sistema simbólico compartido a menudo por millones de personas, como en el caso de la India y China o el pensamiento andino. Pero ello, en vez de consagrar su prestigio con la pátina de los siglos, suele ser causa de menosprecio y de su exclusión del campo académico, fundado en la escritura, lo que impide la concertación de conceptos, objetivos y políticas que afiancen a nivel mundial la diversidad cultural, tal como lo pide el Art. 12, inc. b, de la mencionada Declaración.
Adolfo Colombres
Buenos Aires, julio de 2018