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TEXTOS ANTROPOLOGICOS



TEXTOS TEÓRICOS


INDICE
Fundamentos de la Declaración de la Independencia Cultural de Nuestra América  
* Defensa de la palabra   
* La diversidad cultural en las encrucijadas actuales del latinoamericanismo        
* Las raíces del futuro. Descolonización y diversidad cultural          
* Folklore, cultura popular y modernidad    
* Hacia una teoría intercultural de la literatura         
* Antropología visual: Del cine-ojo al documental social       
* Lengua e identidad en la América hispanohablante      
* Hacia una revolución epistemológica
  
    



FUNDAMENTOS DE LA DECLARACIÓN DE LA
INDEPENDENCIA CULTURAL
DE NUESTRA AMÉRICA




DEL CONGRESO DE LOS PUEBLOS LIBRES AL DE TUCUMÁN


En abril de 1815, Artigas convocó al Congreso de Oriente o de los Pueblos Libres en Arroyo de La China (hoy Concepción del Uruguay, a la sazón capital de Entre Ríos). Éste contó con la presencia de diputados de las provincias de Corrientes, Entre Ríos, Misiones, Córdoba, Santa Fe y la Banda Oriental, las que el 29 de junio de ese año se declararon, cada una de ellas por su lado, independientes de Buenos Aires y de todo poder extranjero, a la vez que invitaban a las demás provincias que integraban las Provincias Unidas del Río de la Plata a sumarse al sistema federal allí establecido. La idea era que estas provincias independientes y autónomas conformaran, en lo que fuera el Virreinato, una Confederación de los Pueblos Libres, delegando parte de su soberanía, lo que consumaría el sueño de la Patria Grande. En el proyecto de Artigas, la capital de dicha Confederación no debía ser Buenos Aires, sino una ciudad mediterránea, con el argumento de que sólo las colonias tienen su capital en los puertos.
            El Congreso de Tucumán abandona el concepto de Provincias Unidas del Río de la Plata, utilizado en el Congreso de Oriente, pero se abre asimismo a la Patria Grande. El territorio al que se refiere el Acta de la Independencia se denomina “Provincias Unidas en Sud América”, una entidad que no existía entonces ni existió después como persona jurídica de derecho público. La Historia soslaya las razones de este llamativo cambio de nombre, aunque resulta evidente que dicho congreso no miraba hacia el puerto de Buenos Aires, donde se consolidaba el poder económico y político inglés y de otras potencias extranjeras, para abrazar la civilización andina, una tradición cultural de seis mil años que impregnaba, además del Alto Perú, allí representado por cinco congresales, al Noroeste argentino y la mayor parte de Cuyo. En este impulso se llegó incluso a proponer la coronación de un Inca en una monarquía constitucional, señalándose como posible candidato a Juan Bautista Tupac Amaru, hermano de José Gabriel Condorcanqui. Este proyecto, que tanto se criticó a Belgrano, había sido ya pensado por Francisco de Miranda, y contaba con la aprobación de San Martín, Güemes y los diputados del Alto Perú, entre otros de nuestros próceres, como un modo de que los pueblos originarios sintieran suya esa independencia. También para evitar la anarquía ya avizorada, que durante más de seis décadas habría de sangrar al país. La mayor oposición surgió de Tomás Manuel de Anchorena y los otros diputados por Buenos Aires,
No asistieron al Congreso de Tucumán diputados de las provincias firmantes al Congreso de Oriente, considerando acaso que ellos ya habían declarado su independencia, y sí Buenos Aires (ausente en Arroyo de La China, y que en esta ocasión envió a siete diputados), por el sur, y el Alto Perú por el norte, el que se consideraba entonces una parte legítima de la gran nación en ciernes. Sólo la provincia de Córdoba participó en ambos congresos.
Resulta importante destacar en esta efeméride que ninguno de los dos congresos declaró la independencia de Argentina, vocablo entonces poco usado en el terreno político, que se originaba en el poema de Martín del Barco Centenera, editado en Lisboa en 1602, y servía en todo caso para designar a la región de Buenos Aires. O sea, la IndependenciaArgentina, hablando con propiedad, no tuvo lugar en ese tiempo. Lo que sí quedó explícito en el Congreso de Tucumán es la voluntad de independizarse de España, y también, aunque con menor énfasis, de abrirse sin mezquinas reservas al proceso civilizatorio andino, y por su intermedio a la Patria Grande.


BERNARDO DE MONTEAGUDO Y JUAN BAUTISTA ALBERDI

Y es mirando hacia esa Patria Grande que proponemos declarar, en esta misma ciudad de Tucumán, la Independencia Cultural de Nuestra América, entendida como el nacimiento de una nueva civilización. Lo que nos lleva a elegir este lugar para un acto de proyección latinoamericana, es el firme propósito de honrar la memoria de dos personalidades ilustres que dio esta tierra a la región: Bernardo de Monteagudo y el joven Alberdi.
 Nacido en 1789 en un hogar humilde, Bernardo de Monteagudo es acaso el menos reconocido y venerado de nuestros próceres, a pesar de la importancia capital que tuvo no sólo en la independencia del antiguo Virreinato del Río de la Plata, sino también en los del Perú y Nueva Granada. Los monumentos y calles que lo recuerdan son pocos, y muy mezquino sitio le reservan los textos escolares.
Estudió en la Universidad de Chuquisaca, donde también se formaron en ese mismo tiempo Mariano Moreno y Juan José Castelli, con quienes conformará el trío más duro, o jacobino, de la Revolución de Mayo. Participó de la Revolución de Chuquisaca del 25 de mayo de1809, tomando a su cargo la redacción de la proclama, lo que le valió ser encarcelado por el General Goyeneche. A fines de ese año logró fugarse de la cárcel, y tras la batalla de Suipacha, cuando Castelli tomó Potosí, se dirigió hacia esa ciudad a ofrecerle su colaboración. Éste lo nombró auditor del Ejército del Norte, y se sumó así de pleno al brazo militar más radicalizado. Sus consejos incidieron probablemente en la proclama que hizo Castelli en Tiahuanaco, liberando a los indios de sus encomenderos.
En 1817, poco después de la batalla de Chacabuco, Monteagudo cruza la Cordillera de los Andes y se pone a las órdenes de San Martín, como auditor del Ejército Argentino, y también de O’Higgins, para quien redactó el Acta de la Independencia de Chile, jurada el 12 de febrero de 1818. En 1820 se embarca con San Martín en Valparaíso, con el cargo de Secretario de Guerra y Auditor del Ejército Unido Libertador del Perú. El 28 de julio de ese año, San Martín dispuso en la Plaza Mayor de Lima la jura de la Independencia del Perú, nombrando a Monteagudo Ministro de Guerra y Marina, para asumir luego el Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores. Al hallarse San Martín casi totalmente absorbido por los aspectos militares, el gobierno del Perú quedó de hecho en sus manos. Con este poder supremo, decretó la libertad de vientres, la abolición de la mita y la expulsión del arzobispo de Lima, así como la creación de la Biblioteca Nacional del Perú y de una escuela normal para la formación de maestros. Por todo esto, fue primero odiado en dicho país, y finalmente olvidado, mientras que San Martín es allí una figura muy querida y venerada.
A Simón Bolívar lo conoce en 1823 cerca del lago de Cuicocha (norte de Ecuador), poco después de la batalla de Ibarra. Fuertemente impresionado el Libertador por la claridad de sus ideas y la fuerza con que procuraba implementarlas, lo toma como un colaborador cercano y el principal mentor de sus planes americanistas, hasta el punto de encomendarle la convocatoria del Congreso Anfictiónico de Panamá, lanzada el 7 de diciembre de 1824, días antes de la batalla de Ayacucho. Al texto de la convocatoria lo redactó Bolívar, pero sobre la base de un documento escrito por Monteagudo, con el título de “Necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”. Al convocar dicho congreso, Bolívar le dijo a Santander, sellando así la base del latinoamericanismo, que Estados Unidos no debía formar parte de los arreglos americanos, y que no había por lo tanto que invitarlo. Dijo también, en otra oportunidad, que Estados Unidos estaba llamado por la Providencia a sembrar el mundo de males en nombre la libertad.
            El 6 de diciembre de 1824, Monteagudo entró en Lima precediendo a Bolívar, ciudad donde será asesinado en la noche del 28 de enero de 1825. Tenía apenas 35 años. Se cuenta que salió perfumado y vestido con sus mejores galas, para acudir a una cita amorosa, y terminó agonizando en un charco de sangre, acuchillado por un sicario en la callejuela San Juan de Dios.
Se dijo de él que fue una de las mentalidades más extraordinarias y sólidas, una de las conductas más abnegadas e insobornables de la epopeya emancipadora. También que su política pudo haber sido imprudente, y fue en verdad prematura, pero lo presenta sin duda como un hombre superior a sus contemporáneos.
En este intento de poner en valor los aportes intelectuales y políticos de relieve que hizo Tucumán a la causa de Nuestra América, se reivindica asimismo al joven Alberdi, especialmente por su Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho, su tesis de licenciatura, que escribió en 1837, a los 26 años de edad. Por esta obra, Leopoldo Zea lo llamaría un siglo y medio después “padre del pensamiento americano”. Decía el joven Alberdi que “un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y fórmula de su vida, la ley de su desarrollo”. Y añadía que “no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, de las formas exóticas”. Y a modo de conclusión, señalaba: “Ya es hora de que la filosofía mueva los labios”. No, claro, para seguir explayándose en sus viejas miserias, sino para abordar el espinoso tema de la identidad y articular las bases de nuestra racionalidad, entendida como una alternativa a esa Razón ya decrépita y maquillada hoy en términos de mercado. Para el joven Alberdi, sin una filosofía propia no podía haber nación, y añadiríamos hoy que tampoco puede existir una región culturalmente tan fuerte como Nuestra América. Con su capacidad de desmontar los mensajes que deforman y enmascaran lo real, la filosofía constituye un modo de vigilancia crítica, una nueva razón enfrentada a un irracionalismo depredador, por no decir a una barbarie más dañina que la de los “bárbaros” de antaño, pues no tiene otro dios que el consumo ni más meta que la usura y la ganancia desmedida. Tanto la filosofía como la antropología, bien entendidas, permiten entrar en esa tercera dimensión de la cultura, que es la de profundidad. Y no de cualquier cultura, sino de la propia, lo que implica ya bajarse de esa atalaya falsamente universalista que edificó la modernidad occidental, para territorializar y temporalizar de este modo nuestro pensamiento,  propendiendo a su difusión y universalización. En este mundo cada vez más superficial, todo viaje a lo profundo resulta subversivo, y pone en guardia a los profetas de la acumulación y el éxito personal.

                                                      
EL PROBLEMA CIVILIZATORIO


            La negación de Europa proclamada en los tiempos de la Independencia por la clase criolla blanca dominante no fue una negación de la europeidad, por lo que la división fue entonces entre europeos de Europa y europeos del exilio. Querían ser americanos sin cortar el vínculo cultural y civilizatorio, por lo que poco les cuesta hoy a sus descendientes reconocerse como occidentales, aunque más no sea de segunda, sin que nada se rebele en el hondo de su ser. Americanos, sí, pero claro que distintos de las masas indígenas y negras, a las que siguen dominando, y también de sus variados mestizajes aún no blanqueados social y culturalmente.
            Al concluir el siglo XIX, había triunfado ya en esas clases dominantes y en los intelectuales la idea de uncir a América al destino de Occidente, abandonando así el proyecto de abrir camino a una civilización propia, como algunos llegaron a proponerlo, sin renunciar por cierto de la europeidad. Se negaba así la identidad del país profundo, al que el sistema educativo alienaba en lo simbólico, imponiéndole un orden de valores ajeno.
            Por lo general, los antropólogos y filósofos de Nuestra América han eludido, salvo algunas honrosas excepciones, la cuestión civilizatoria. Prefieren hablar sólo de "cultura latinoamericana" y ocuparse de un grupo humano en particular, sin ver que la mayor parte de sus problemas se origina en una imposición que les niega la identidad, el derecho a desarrollar un modelo distinto y probar su eficacia en un medio determinado.
            Ya Bonfil Batalla, refiriéndose a los indígenas, señalaba que el concepto de civilización permite trascender las particularidades concretas de cada cultura e intentar ver en el conjunto de todas ellas un proyecto distinto, así como entender la continuidad milenaria de su civilización. Decía también que los préstamos y sus propias trasformaciones habían cambiado el rostro de esas culturas, pero que la matriz civilizatoria permanecía. Nada, a su criterio, impedía construir desde ella un proyecto alternativo que nos permitiera mirar a la civilización occidental desde la perspectiva de nuestra propia civilización original, en vez de seguir mirando a Nuestra América con ojos europeos y procurar mimetizarnos con su modelo. ¿Por qué no? Ya Martí había advertido que el mismo golpe que paralizó al indio paralizó a América, y que mientras éste no echase a andar de nuevo tampoco América andaría bien, algo que la historia de las últimas décadas vino a confirmar.
            El mismo Samuel Huntington señala a América Latina (antes la había llamado Iberoamérica) como una de las nueve civilizaciones que en el siglo XXI se disputarían el escenario del mundo. Resulta por demás irónico que desde el centro imperial de Harvard nos reconozcan una condición de civilización emergente que los intelectuales de la región aún vacilan en esgrimir, como si temieran caer en el ridículo.
            La idea de América Latina (que aquí, siguiendo a Martí, llamamos Nuestra América, para diferenciarla de la otra) siguió consolidándose a lo largo del siglo que pasó, pero la lenta construcción de este sujeto colectivo no ha generado hasta ahora entre nosotros una necesidad imperiosa, y ni siquiera manifiesta, de llevar la cuestión al plano civilizatorio, aunque al fin de cuentas, de lo que estamos hablando aquí es de civilización. Decía Bonfil Batalla que es a la escala de una civilización cómo se mide la trascendencia de los problemas y se reconocen la capacidad y las potencialidades de un pueblo.
            Claro que en nuestro caso, por tratarse de un sujeto colectivo que busca afirmarse como tal, no podrá haber civilización sin un proyecto civilizatorio, sin una construcción diferente a la occidental y una voluntad explícita de alejarse de los modelos ajenos para inscribir una particularidad en el concierto universal. Porque es en el marco de un proyecto civilizatorio donde adquieren sentido y se potencian las formas propias de estructurar la realidad, de acceder al conocimiento del mundo y elaborar las redes simbólicas. Si ya todo proyecto nacional debe definirse en términos civilizatorios, resulta aún más inconducente hablar de Nuestra América en términos que no sean de este carácter, es decir, que no propongan una alternativa, un modelo diferente opuesto a otros, por más que en su composición intervengan una multitud de elementos de origen europeo, como ser las lenguas mayoritarias de la región, para citar tan sólo un aspecto nada secundario.
            Asumir el problema civilizatorio obliga también a combatir de un modo más radical las distintas formas de discriminación cultural y social que no pudimos enterrar en el siglo XX. La negación de la diferencia puede tomarse como una definición de la barbarie. Cuanto más simétricas sean las relaciones entre las matrices culturales, mayor será el florecimiento de la civilización que propugnamos. Y no hablamos sólo de coexistencia pacífica, cimentada en un pacto de no agresión, de respeto mutuo, sino de un activo intercambio de experiencias creativas entre dichas matrices, pues es esto lo que producirá los frutos más sorprendentes. Y no serán frutos híbridos, sino inscritos en el proceso cultural de una matriz específica, de sujetos colectivos con carácter histórico que deben ser legitimados como unidades políticas con cierta autonomía. Ya decía el joven Alberdi, como se dijo, que un pueblo no alcanza el estado de civilización montándose al proyecto de otro pueblo, sino tomando conciencia de su ser en el mundo, de su identidad y su especificidad cultural.  
            América tiene una historia milenaria, donde no faltaron procesos civilizatorios que asombraron al mundo ni voluntad política de proyectar a nuestros pueblos como entidades diferentes, sin que ello implicara cerrarse a otros aportes, y en especial a los de Europa, que mucho contribuyeron a definir aquí nuevas matrices simbólicas. Hoy éstas se hallan en serio peligro, pues entramos en el nuevo milenio sin un proyecto capaz de asegurar, frente a una invasión globalizadora, la continuidad de nuestros procesos histórico-culturales. La conciencia de civilización crece en el mundo, como respuesta a los vientos uniformadores, pero en Nuestra América no se habla de ella.
             Nuestra propuesta civilizatoria no puede basarse en una idealización nacionalista del pasado indígena y de otras formaciones sociales que también integran la América profunda, pero deberá tomar especialmente en cuenta dichas matrices, incorporando al acervo común lo mejor su patrimonio cultural.
            La tarea de los filósofos, antropólogos y otros científicos sociales no es sólo buscar la verdad americana, sino también pensar el mundo desde aquí, preocupándose por la validez universal de nuestro pensamiento. Hasta ahora, más que filosofar nos ha preocupado coincidir, aunque fuese por la vía de una imitación sumisa, con lo que llamamos filosofía universal. O sea, más que pensar, nos afanamos en estudiar y repetir con algunas tímidas glosas lo que en Europa se consideraba filosofía.
            En 1953, Leopoldo Zea escribió que América no había hecho aún su propia historia, sino que pretendía vivir la historia de la cultura europea. En gran medida esto era entonces cierto, pero creemos que entramos ya en el buen camino, o sea, que estamos haciendo, aunque todavía con serios obstáculos, la historia de nuestras culturas, y que sólo nos queda, como tarea para las primeras décadas de este siglo, dar los pasos decisivos que nos definirán como una civilización diferente y con conciencia de sí, dispuesta a reclamar su sitio en el concierto mundial. Ha llegado la hora de ser, y este plazo que podemos aún tomarnos será sin duda la ultima oportunidad para optar, pues la avalancha globalizadota no nos dará otra.
            "La abstracción pura, la metafísica en sí, no echará raíces en América", decía el joven Alberdi, mas en esto se equivocó. Las clases dirigentes usaron la metafísica como consuelo frente a la "barbarie" nativa, y dejaron pasar el tiempo situándose fuera de dicho proceso, volviendo la espalda a su propia historia. Pero la larga siesta ha terminado, como lo advierten el creciente descontento de los pueblos, el discurso radicalizado de muchos de sus movimientos políticos y las experiencias últimas de gobiernos progresistas de la región. También la filosofía, por fortuna, ha empezado a mover los labios.
            Porque lo cierto es que buena parte de los pensadores americanos, de distinto signo político, están de acuerdo en afirmar la comunidad de destino de nuestros pueblos, probada a lo largo de una historia que, al ser escrita --más allá de enfoques parciales o sectoriales-- muestra su vocación unitaria, realidad formalizada hoy por la UNASURla CELAC y el ALBA Cultural, entre otros esfuerzos de integración, como el MERCOSUR y la Comunidad Andina de Naciones.
            Este nuevo milenio pone entonces a Nuestra América ante una opción de hierro: o emerge como una verdadera civilización, consciente de su particularidad y valor universal, y sobre todo armada de un proyecto propio, o queda convertida en un Occidente de segunda mano, despreciado por su falta de originalidad y su servilismo intelectual y político. Hablar de Nuestra América en términos de una civilización emergente no es una utopía irrealizable, algo ambicioso y descabellado, sino el único camino que tenemos de asumir nuestra diferencia en términos de un proyecto que nos asegure un lugar digno en el nuevo milenio.
            Emerger como una civilización, siguiendo el camino que tomaron otros conjuntos de pueblos unidos por factores históricos, implica un esfuerzo por apuntalar los procesos generadores de alteridad, desarrollar los aspectos específicos de nuestras culturas y promover su universalización. La opción por Occidente, por el contrario, corre aparejada a un creciente aplanamiento de lo propio, a una banalización de los símbolos y de todo nuestro imaginario social, para suplantarlos por los subproductos culturales de una modernidad consumista, que se ha vaciado ya de contenidos éticos y filosóficos.
El entusiasmo que ha despertado en los países de Nuestra América el hecho de que se estén cumpliendo dos siglos de la iniciación del proceso que habría de llevarlos a la relativa independencia de la que hoy gozan, resulta un tanto excesivo si se trata de celebrarlo con alardes patrioteros, pero oportuno si lo tomamos  como una conmemoración crítica, que mida los logros y retrocesos en la ineludible marcha hacia esa Segunda Independencia ya avizorada por el mismo Alberdi, y sobre todo que adopte una mirada desde abajo, desde esos “pobres de la tierra” a los que cantara Martí en sus versos sencillos. En 1816, prácticamente la mitad del territorio de lo que es hoy América del Sur pertenecía a pueblos originarios aún no sometidos por la Colonia, por lo que se puede decir que no les faltaba esa independencia que los criollos salieron a conquistar para sí. En cuanto a las comunidades agrícolas ya incorporadas al sistema colonial, Carlos III había dictado medidas protectoras, que entre otras cosas les garantizaban la propiedad de la tierra. Los pueblos originarios apoyaron la causa de la Independencia sin escatimar su sangre, pero lo primero que hicieron las nacientes repúblicas fue despojarlos de las tierras que habían logrado retener durante la Colonia, incluso con matanzas que permiten hablar de la continuidad del genocidio con métodos tan o más cruentos, que incluyeron fusilamientos masivos y diseminación de pestes. Hoy son ínfimas e insuficientes para su desarrollo las tierras que poseen, y siguen siendo asediados y despojados por una violencia cada vez más abstracta, pues ni siquiera pueden cifrarla, como antaño, en la odiosa figura de un patrón. Quienes la ejecutan ni siquiera saben a ciencia cierto de dónde vienen las órdenes y el dinero con que se les paga.
En este aspecto se puede decir que vamos hacia atrás, hacia la peor de las barbaries conocidas, pues se está acabando no sólo con la diversidad cultural y la soberanía alimentaria de los pueblos, sino con el mismo planeta. De ahí que Evo Morales se vio impulsado a presentar ante la Asamblea de las Naciones Unidas, en 2008, un documento titulado “Los 10 mandamientos para salvar al planeta, la humanidad y la vida”, basado tanto en la filosofía indígena ancestral como en las cifras alarmantes que revelan las fuentes de dicho organismo internacional. En reconocimiento de nuestros avances en el proyecto humano, Gianni Vattimo declaró: “No sólo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo.”
           

CAPITALISMO Y GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL

La globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anti-cultural. Sus pilares son concentración de la riqueza, distribución de la pobreza y devastación de la naturaleza. O sea, la más feroz de las barbaries conocidas por la Historia.
La lógica del sistema capitalista está acabando con el planeta, en su afán ilimitado de acrecentar las ganancias a cualquier precio, valiéndose para ello de mecanismos delictivos. Para el capitalismo nada es sagrado ni digno de respeto. En su fase actual, significa un retroceso en la historia moral de la especie, que destruye o torna ilusoria la democracia, los principios de solidaridad y reciprocidad que rigen en nuestras comunidades y la dignidad de la persona humana. En sus manos, todo se convierte en mercancía: el agua, la tierra, el genoma humano, las culturas ancestrales, la justicia, la ética y hasta la misma muerte. Todo, absolutamente todo, se compra y se vende. Hasta la resistida política de contrarrestar el cambio climático es objeto de transacciones, al negociarse los cupos que otorgan “derecho” a liberar gases que causan un efecto invernadero.
El capitalismo necesita también de la guerra para sostenerse, pues acaso su mayor negocio es fabricar y traficar armas sumamente mortíferas y abrir los mercados a fuerza de cañones. Más del 50% del gasto militar del planeta lo realiza Estados Unidos, lo que habla de por sí de “la vocación manifiesta” de este país. Para alcanzar la madurez de la especie, todo el gasto militar del mundo debería conformar un fondo para salvar a la humanidad y la vida sobre la Tierra, como han propuesto los pueblos indígenas.
El sistema capitalista se basa en la competencia salvaje, no en la complementariedad de los opuestos, principio que está en la filosofía de nuestros pueblos ancestrales. Su sueño no es convivir pacíficamente, sino dominar al otro, someterlo y controlarlo. Para que el pueblo dominado acepte de buen grado la opresión, es preciso destruir su cultura e identidad, sumándolo al culto global de la mercancía y la exaltación del consumo. Y todo en nombre de “la civilización”, como si hubiera una sola en el mundo. Nosotros también somos una civilización, y una civilización que, por apostar a la vida, posee las llaves del futuro, frente a un mundo “civilizado” que marcha sin preocuparse hacia el abismo.
La concentración de la tierra en escasas manos significa la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas e indígenas, lo que además de degradar su sistema ecológico, destruye tanto su sociedad como su matriz cultural. Es que estamos ante un nuevo proceso de acumulación de capital por despojo a las comunidades, a las que se expropia sus recursos, a la vez que se corrompe con sobornos y otras artimañas el capital simbólico que se opone a ella. Todo gobierno que diga hacerse cargo de la tradición nacional y popular no puede tornarse cómplice de este saqueo que pone en peligro la identidad y supervivencia de sus grupos sociales, y con ella la posibilidad de florecimiento de nuestra civilización.
El neoliberalismo conquista el mundo con su lenguaje pseudo-religioso. Promete el paraíso con frases tan simplistas como dogmáticas, y amenaza con el desastre económico y con quedar “fuera del mundo” a los países que repudian sus propuestas desastrosas. Este crecimiento económico capitalista funciona así como un fetiche que impide pensar el desarrollo social de nuestros pueblos, cifrado, no en las ganancias, sino en la satisfacción de sus necesidades postergadas. Para sostener esta ilusión, están la publicidad, el sueño del consumo, la demagogia, la distorsión mediática de la realidad y, cuando esto no basta, la represión y el terrorismo de Estado. Los medios concentrados formatean a una opinión pública con sus falsedades y ocultamientos, a la vez que la distraen con una maraña de juegos y entretenimientos banales, que siempre exaltan la competencia. Cada vez hay más consumidores y menos ciudadanos, lo que convierte en ficción a la idea de democracia.
La globalización se puso hoy como divisa la abolición del lugar en aras de la voracidad del capital y en detrimento de los mundos simbólicos, así como procura uniformar la sensibilidad a través de la cultura de masas y afianzar el pensamiento único con el prestigio de las universidades, que han naturalizado en buena medida la colonialidad del saber y del hacer, y en especial a la economía neoliberal, abandonando así el compromiso emancipador del pensamiento iluminista.
Nuestra opción, entonces, es entre la vida, la sabiduría y la paz, por un lado, y por el otro, la “cultura” de la banalidad, la basura y la muerte.


LOS DERECHOS DE LA  NATURALEZA

En rigor de verdad, nadie puede otorgar derechos a la Madre Tierra, pues ella es la fuente misma de todos los derechos y deberes, como lo entiende el principio del Buen Vivir del mundo andino, convergente con el Tekó Porä del área guaranítica de América del Sur, que se extiende por toda la costa atlántica.
Es hora de naturalizar al ser humano y humanizar a la Naturaleza, a la que ya se reconoce como sujeto de derecho. Para que este reconocimiento no se quede en el limbo de las buenas intenciones, se torna necesario imprimir un fuerte impulso al Derecho Ambiental, legislando sobre los principios que plantea la ecología profunda, sin quedarse en esos maquillajes y simulacros que tiñen de verde a los ecosistemas depredados.
Queda abolido el principio bíblico de que todo lo no humano es para el humano. Ningún ser viviente debe ser tratado como una cosa. El contrato social debe hoy complementarse con un contrato con la naturaleza. El hombre la derrotó ya con la tecnología, pero lejos de suspender esa “guerra” sigue adelante con ella, cada vez más empeñado en convertir a esa derrota en exterminio, lo que implica el suicidio de la especie humana.
La naturaleza no es un recurso libremente disponible, como pueden ser el dinero y las mercancías que se acumulan en los almacenes, sino un ser vivo que debe ser tratado como tal. Se puede extraer de ella elementos que se necesitan, pero en la medida en que no se afecte la capacidad de reproducción de los recursos renovables, y se ponga un cuidado extremo (lo que se dio en llamar “la axiología del cuidado”) con los no renovables.
La vía socialista -–y así lo entienden los pueblos originarios-- es la única forma posible de alcanzar una racionalidad ecológica que nos asegure un medio ambiente sano y sostenido, para no legar a nuestros nietos un mundo devastado por completo. Ya la carta orgánica de la UNASUR establece esta necesidad de un desarrollo sustentable, principio que muy poco se cumple, y constituye una de las principales incoherencias frente a los principios civilizatorios que se reafirman en este documento.
El cambio a lo sustentable no puede ser brusco, por los problemas económicos que podría generar, pero no cabe dilatar más el comienzo del proceso de transición hacia una economía y un mundo no sólo sustentable, sino verdaderamente sostenido, en todo el campo de la producción y manejo de los llamados “recursos naturales”. Dicha transición ha de basarse  necesariamente en la desmercantilización del mundo, para que las mercancías devuelvan su sitio a los valores humanos. También en una descolonización del saber, del hacer y del poder, para avanzar así hacia una democracia profunda, hacia un poscapitalismo y un poscolonialismo. Esto debe darse en todos los países de la región, como un mensaje de racionalidad ambiental dirigido al mundo entero, pues de lo que se trata, en última instancia, es de salvar al planeta.
Los gobiernos progresistas que mantienen los principios del viejo desarrollismo, o implantan un neodesarrollismo no menos agresivo al medio ambiente, son incoherentes con nuestros principios civilizatorios. Por más distributivo que se presente este proceso, ninguna distribución puede hacerse al precio de la destrucción definitiva de los recursos no renovables, ni de los renovables, más allá de su capacidad de renovación, pues eso es condenar a quienes vienen detrás de nosotros.
En esa transición, es preciso incrementar la inversión en la generación de energías limpias y renovables, para ir sustituyendo en forma gradual a las que producen un efecto invernadero.


NUESTROS PÙEBLOS ORIGINARIOS

En las últimas décadas, nuestros pueblos originarios, vistos antes como una rémora del pasado que dificultaba el desarrollo de la región, pasaron a ser las raíces del futuro, pues nadie se hizo más cargo que ellos de la salvación del planeta y el diseño de un orden social alternativo. Convirtieron así en principios constitucionales el concepto quechua de Sumaj Kawsay, homologable al Suma Camaña de los aimaras y el Tekó Porä de los tupí-guaraníes. Tales principios se oponen frontalmente al desarrollismo ajustado a los modelos neoliberales, pero no con los de un desarrollo que no sea sólo sustentable, sino sostenido en la realidad ambiental.
En numerosos encuentros, ellos declararon que la vía socialista es la que más consagra sus principios comunitarios, y constituye la única posibilidad de preservar sus culturas ancestrales, imprimiéndoles un desarrollo que les permita satisfacer sus necesidades actuales sin renegar de sus propios principios.
            Los pueblos de la América profunda no representan un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no ya en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada, no ya con la emancipación humana, sino con la sociedad de consumo y una grosera rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran muy bien hacia arriba pero aplastan a los de abajo, tanto en lo social como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un ser productivo, porque quienes no producen o producen menos (los ancianos, los niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los otros. Más aún, las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que poco producen, más que a la juventud productiva, porque sin su sabiduría no es posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la explotación del semejante y la pérdida de libertad.
Una propuesta de estos pueblos, dirigida a todo el mundo, es realizar un referéndum mundial sobre el cambio climático. También crear en cada país una Corte de Justicia para defender los derechos de la Madre Tierra, más una Corte Internacional que reciba los casos en segunda instancia, con poder coactivo y no meramente declarativo.
Estos pueblos hablan de una economía plural o compartida, no de un totalitarismo estatal. A la economía desarrollada por el Estado, en respuesta al mandato de las urnas, deben sumarse la social y cooperativa, la familiar y la privada, sujeta esta última a estrictas regulaciones del Estado.
            El respeto a la diversidad cultural que piden estos pueblos no implica necesariamente desunión, si se establece una relación simétrica. La unificación no debe conducir a la uniformidad. Lo igual no es necesariamente idéntico. Lo diferente no es de por sí inferior o superior. La diferencia no debe ya seguir dando pie, como hasta hoy, a la explotación y la discriminación.

           
NUESTROS PRINCIPIOS CIVILIZATORIOS

No somos un Occidente de segunda ni la periferia de Europa y de los imperios. Todo orden, todo sistema simbólico, tiene su propia estructura, sus propios centros y periferias. Periféricos serían hoy quienes, cegados por el afán de acumular riquezas y exaltar al consumo, se libran a una creciente barbarie, hasta el punto de despreocuparse por la supervivencia de la especie, no firmando o eludiendo el cumplimiento de los acuerdos internacionales que buscan preservar la vida en el planeta.
Nuestra tarea, entonces, pasa hoy por civilizar a los nuevos bárbaros, porque además de asegurar la vigencia plena del principio civilizatorio del Buen Vivir a los actuales habitantes de la región, hay que asegurárselo a las generaciones por venir. El Buen (o Bello) Vivir implica para nuestros pueblos originarios el deber de legar a sus hijos una naturaleza igual a la que recibió, y en lo posible mejorada, pero nunca destruida ni degradada, pues ello conspira con la ética de la vida. Y esta norma tan sabia debería adquirir una validez universal.
Nuestra propuesta civilizatoria parte de la recuperación y potenciación de los saberes ancestrales en materia ambiental y otros ámbitos de la vida, para abrirse luego a ese diálogo que precisa el ecodesarrollo en todos los terrenos de la actividad humana. A la barbarie actual del monocultivo se opone una eficiencia productiva cifrada en pequeñas unidades agrarias, fundadas en una biología de la conservación. Ello exige un rechazo enérgico a la creciente ocupación del territorio por las corporaciones, lo que ocurre aún en países que optaron por la vía progresista, lo que implica una llamativa incoherencia. Tampoco las economías regionales deben subordinarse a las metrópolis nacionales, y menos aún a las extranjeras. El derecho de consulta a las comunidades afectadas, consagrado ya por numerosas constituciones, debe ser respetado plenamente, sin instigar la formación en ellas de grupos sobornados para apoyar esa penetración, con miras a legitimarla. Vemos así proyectos mineros que consumen un alto porcentaje del agua usada para riego de sus cultivos y uso doméstico, o que la devuelven contaminada. Bajo este principio, surgieron los cantones ecológicos como el de Cotacachi, en Ecuador, que fue el primero, y otros que vinieron después, como el de Tambo Grande (Perú) y Esquel (Argentina).
Nuestros principios civilizatorios exigen acabar con las guerras (las que en nuestra región fueron internas y no internacionales en los últimos 70 años, lo que no ocurrió en el resto del mundo), así como con todas las formas de colonialismo. Precisa para ello poner coto a la voracidad de las corporaciones, que no sólo saquean los recursos naturales, sino que corrompen el ethos social de las comunidades y destruyen sus sistemas simbólicos.
Cabe destacar que a esta guerra suicida contra la naturaleza no la emprendió la cultura, sino una cultura: la occidental, que representa apenas un quinto de la humanidad.
Un mundo limpio requiere el uso creciente de energías limpias y renovables, así como una fuerte inversión en ellas. La provisión de agua potable, así como el poder respirar un aire sano, no contaminado, son derechos de todo ser humano, asegurados por numerosas constituciones y documentos internacionales, pero de los que poco se ocupan los gobiernos, al priorizar sus relaciones carnales con la voracidad capitalista y exaltar al dios Consumo.
            En los días que corren, el desarrollo científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad, no hace falta destruir la base territorial de la economía, como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo es definirnos como civilización mediante esta Declaración de nuestra independencia cultural y actuar en consecuencia, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya larga y sangrienta aventura de la especie con una racionalidad fundada en la solidaridad y no en el más crudo individualismo, que hizo del hombre el lobo del hombre.
Resulta de fundamental importancia reducir en forma gradual el nivel de concentración de la tenencia de la tierra mediante una distribución más justa de ella, apelando a una reforma agraria o a medidas que la limiten, expropiando los latifundios, y en especial los concedidos a las corporaciones. Legislar también sobre una restricción a la compra de empresas por otras que trabajen en el mismo rubro, para coartar así una acumulación de capital que tiende siempre al monopolio. Y sobre todo, combatir la concentración mediática, que torna ilusoria la democracia, al ponerse al servicio del capital concentrado y combatir, con falsedades y el ocultamiento de toda información positiva para las mayorías, los intentos de llevar adelante reformas contrarias a sus intereses privados.
Cabe reconocer a Hugo Chávez el mérito de haber retomado el pensamiento de Bolívar, Monteagudo, Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, San Martín, Artigas, Sucre y muchos otros de nuestros próceres más esclarecidos, al convocar a cuatro congresos anfictiónicos bolivarianos más, fundar la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) como alternativa al ALCA y empujar, junto con Brasil, la conformación de UNASUR, proceso que fue luego a desembocar en la conformación de la CELAC. Al firmar la Carta de Jamaica (1815) y excluir a Estados Unidos como miembro de lo que Martí llamaría luego “Nuestra América”, Bolívar marcó el nacimiento del latinoamericanismo. Mientras que éste traza el camino de nuestra propia y verdadera historia, de nuestra emergencia como civilización nueva, el panamericanismo, cuyo antecedente más lejano sería la Doctrina Monroe (1823), implica una sumisión a Estados Unidos, el que esgrime hoy el ALCA como mecanismo de dominación. Si bien éste fue rechazado en 2005 en la Cumbre de Mar del Plata, avanza por medio de acuerdos bilaterales y golpes institucionales, con loa      uw logeó conformar la Alianza del Pacífico. Ambos fueron a lo largo de dos siglos los grandes polos dialécticos de nuestra historia, la que no se puede comprender con claridad al margen de ellos.
 Debemos hoy pensar y programar nuestra realidad con una visión estratégica, para no ser pensados y programados por otros. Quien no se proyecta desde sí, es incorporado a un proyecto ajeno. Ello implica no quedarse en una actitud de resistencia, sino asumir el rol activo de renovar la tradición. Se muestra particularmente activo entre nosotros un tradicionalismo revolucionario, que procura revolucionar la tradición en todos los campos de la vida, o recuperar lo que ella tiene de valioso por su humanidad.
Una región es hoy un universal, y al actualizar su imaginario para alcanzar su propia modernidad tendrá su sitio en el concierto mundial. No hay países centrales y periféricos. Todo país, toda región, todo lugar, tiene su centro simbólico, o varios centros jerárquicamente dispuestos, y también sus periferias. El peligro de esta representación equívoca es que tiende a ontologizar algo que sólo se refiere a una situación desventajosa, la que no juega además en todo momento, sino apenas en algunas fases de la interacción social y política. Al ontologizarlo, se internaliza la dominación como algo ineluctable y definitivo.
 No podemos ceder a otros el establecimiento y administración del sentido. No podemos reducirnos a la condición de meros glosistas del pensamiento ajeno, proporcionando ejemplos locales para dar a los países hegemónicos un status universal. Más bien debemos defender nuestras propias creaciones, potenciando y actualizando nuestros valores, para alcanzar así un lugar genuino en el concierto universal, que no será el de la globalización neoliberal, sino el de otra forma de mundialización verdaderamente pluralista, respetuosa de la diferencia y los valores conquistados por la especie en su ya larga marcha por la oscuridad del tiempo. Porque nunca se exaltó tanto la diversidad cultural como en esta época en que las prácticas políticas y económicas la niegan de raíz, demoliendo sus cimientos simbólicos. Sólo descolonizando el saber podremos descolonizar el hacer y el poder.
El camino al futuro debe empezar por la recuperación crítica de nuestra historia, de sus mejores gestas y banderas, entre las que figura el ideario latinoamericano, que hoy como ayer nos demanda la integración. De esa capacidad de asumir nuestras raíces históricas sin discriminación alguna depende en gran medida el futuro de la región, y en especial un futuro que sea para todos, y no sólo para los pocos que concentran la riqueza, desinforman al pueblo con sus medios de incomunicación, promueven su marginación económica y tienen por Meca el santuario de Miami y los shopping centers locales. Y si es preciso tomar esta decisión, ¿qué mejor que aprovechar el Bicentenario del Congreso de Tucumán para hacerlo, a fin de que nuestros próceres, desde la ambigua gloria en que los confinamos tras malversar su legado, vean que no lucharon en vano?    
            La lucha por el destino de Nuestra América no puede plantearse hoy en términos de mera resistencia, porque se trata ya, como única forma de evitar el desastre, de pasar a la ofensiva, a fin de recuperar la independencia perdida o nunca terminada de conquistar, y también de aportar modelos para la nueva era que comienza, en los que no tendrán sitio alguno los Señores de la Economía Abstracta.
Entendemos que el crecimiento económico debe ir siempre acompañado por el desarrollo de la conciencia colectiva y la afirmación plena de una identidad cultural. Hundiendo los pies en el pensamiento bolivariano, el ALBA propone como segundo eje anteponer lo social a lo económico, para instaurar un nuevo socialismo de base humana, justa, no autoritaria. Propone para eso no colocar a la máquina ni al Estado por delante, sino al hombre. Su cuarto eje habla de un desarrollo endógeno, por dentro y desde adentro, que no esté pendiente de las inversiones extranjeras. El quinto eje se ocupa del plano internacional y reflota el proyecto bolivariano, el que de haber tenido éxito en el Congreso Anfictiónico de Panamá ocuparíamos hoy un lugar eminente en el mundo.
Otro desafío pasa por alcanzar una ciudadanía latinoamericana y caribeña, como ya se hizo en el MERCOSUR.

                                 
                                                                              ADOLFO COLOMBRES
                                                                               Buenos Aires, marzo de 2016



DEFENSA DE LA PALABRA


                                                                                        
En un principio, se sabe, era el verbo, es decir, la palabra que ilumina la sombra, brotando como un manantial inteligente. En la gran Nada primordial irrumpe la palabra en la boca de los dioses, los que sin ella no podrían haber creado al mundo ni a los hombres. Es el viento de la palabra, con su tono imperativo, el que engendra el universo. Entre la palabra pronunciada y el acto no podía haber, en esos luminosos orígenes a los que se remonta el mito, distancia alguna. Para los tupí-guaraní, el ser y el lenguaje son una sola cosa. La misma palabra tupí significa "sonido de pie", y este pueblo considera al ser un sonido, un tono de La gran música cósmica, regida por Ñamandú Ru Eté, el supremo espíritu creador, llamado también Tupa, que significa "sonido que se expande", y que fue asociado al trueno que precede a la lluvia fecundante, y también sería el estallido, igualmente fecundante, de la palabra.
                      Pero existe algo anterior a la palabra, sin la cual ésta resulta impensable: la misma voz que la sustenta. La voz transportó a la palabra como un carro sagrado hasta que la escritura la decretó prescindible, al fundar un lenguaje sin voz, privado de una gran cantidad de elementos semánticos que no sólo eran usados como recursos del éxtasis, desde un plano éstético, sino también como criterios de verdad poco falibles. Es que la voz, en tanto sonido, no puede dejar de registrar la estructura interna del cuerpo que la produce. Al juzgar esta transmutación, conviene tener presente que la aventura humana no se funda en la escritura, que es un mero artificio exaltado por la civilización occidental, la más grafocéntrica de todas, sino en la palabra, que es fuego nombrador, poder generador y normativo. Esta palabra-fuego de los orígenes está siendo suplantada hoy por la palabra-juego que tanto gusta al pensamiento único, porque no bucea el numen de las cosas sino que se despliega sobre la superficie de las mismas, en artilugios autocomplacientes que nada revelan. Y como bien se sabe, lo que no revela no rebela.
            Colindante con esta palabra-juego, está el vasto territorio de la mentira, "esa palabra que no se parece a la palabra", según los africanos, y que corrresponde a la inmadurez, la vacuidad, la insensatez y la injuria. El poeta no es allí un prestidigitador, sino un hechicero que busca el secreto de las hondas comunicaciones, de los grandes incendios. Si la palabra verdadera crea el ser de las cosas, la mentira no constituirá apenas un simple mal hábito, sino algo abominable, puesto que puebla el mundo de seres falaces, siembra rencores, confunde los límites, degrada lo sagrado y quiebra el equilibrio de la vida. Para los guaraní, una palabra en la boca es como una flecha en un arco, que puede tanto dar cuenta de la magnitud de un ser como destruirlo. Con el arco de la boca se abate mucha caza, dicen los pigmeos de Gabón. La mentira da flores, pero no frutos, remata un proverbio hausa.
            La buena palabra, la palabra fecunda, precisa del silencio. Quien celebra la palabra ama el silencio. El silencio es como una sombra que envuelve a la palabra, afirmando su dignidad, su valor numinoso. Para los bambara de Malí, el verbo verdadero, la palabra digna de veneración, es el silencio, realidad cargada de sentidos en la que germina el grano de la palabra. También para los tupí-guaraní, decía Kaká Werá Jecupe, un escritor de esa etnia, el silencio es el sonido de los sonidos, la esencia de todo. Añade que el sonido y el silencio están orgánicamente ligados al lenguaje guaraní, ya que el silencio sería algo así como la séptima sílaba (a las cinco vocales castellanas, esa lengua agrega la "y", que suena diferente a la "i" latina).
            La sociedad de consumo odia el silencio, así como toda forma de ausencia, cualquier pausa que propicie el delito del pensamiento. Al amparo del concepto de libertad de expresión se acrecienta día a día la manipulación impune y desvergonzada de la palabra, dirigida a neutralizar las contradicciones y desigualdades sociales y a homogeneizar las formas de vida y los modelos de consumo, vaciando para ello la historia y liquidando las tradiciones de los pueblos. No se puede por eso hablar de libertad de expresión sin instituir el concepto de libertad de recepción, lo que implica una responsabilidad total del emisor frente al contenido de verdad de los mensajes que emite, y también del modo en que lo hace, pues éste debe dejar al receptor la libertad de adherir a él. O sea, la manipulación consciente de los mensajes con fines políticos o económicos es una clara manifestación de violencia que no puede quedar impune, y más cuando dichos mensajes corrompen el ethos social.
            Es preciso cuestionar de manera radical la pretendida universalidad de la concepción occidental de la literatura, porque estuvo desde el principio al servicio de una hegemonía. Sólo así podremos abrirnos sin prejuicios hacia otras literaturas periféricas escritas,y sobre todo a los tesoros de la oralidad. Para ello, hay que fundarse en la palabra y no en la escritura, en el lenguaje en sí antes que en el texto impreso. El desafío pasa entonces por construir una teoría comprensiva de todos los sistemas, ya sean centrales o periféricos, y basados tanto en la escritura como en la oralidad. Tal nuevo orden debe establecer relaciones simétricas, es decir, no jerárquicas, entre sus partes, considerando lo enriquecedor que resultó siempre el diálogo, tanto para la oralidad como para la escritura.
            Esta ciencia de la literatura a crearse sobre tal base será verdaderamente universal, por reconocer todas las prácticas narrativas y poéticas del lenguaje. Además de la historia y la crítica literarias, tomará en cuenta la antropología, la sociología, la filosofía, la semiología y la teoría del arte. Devendrá así algo profundo, que no se quedará en el mero comparativismo. O sea, se trata de hacer algo que la literatura comparada aún no logró, acaso por haber descartado en su misma base metodológica (definida en l95l por Marius F. Guyard) los contextos sociales y las situaciones de dominación.
            En l96l,George Steiner alertó sobre el acelerado empobrecimiento del lenguaje que se estaba operando, así como sobre la forma en que la cultura de masas iba destruyendo la cultura literaria. A su juicio, la palabra configuraba ya un medio de intercambio tan perverso como el dinero, formando parte del fetichismo de la mercancía. Esto era consecuencia de la publicidad y otras manipulaciones ideológicas. En las cuatro décadas que pasaron desde entonces, en las que conocimos una sorprendente revolución en los medios de difusión, el problema no hizo más que agravarse, hasta el extremo de que la comunicación sólo puede hacerse ya efectiva dentro de un lenguaje disminuido y corrupto.
            En esta era de la palabra devaluada, adocenada, domesticada, se torna acuciante recuperar ese valor mágico, numinoso, que aún posee el lenguaje de muchos pueblos de la periferia, sistemas de pensamiento que guardan claves capaces de salvar al mundo de la desertificación del sentido. Es que una palabra vaciada de sentido no puede tener ya vínculos con la acción, o sólo sirve para poner trabas a todo acto capaz de transformar la realidad, como se ve con harta frecuencia.
            Celebrar al lenguaje es hoy celebrar al Homo sapiens, es decir, a ese bípedo insatisfecho que, en su afán de conocer el mundo, inventó millones de palabras para dar cuenta de los más sutiles matices al inteligir la realidad o expresar un sentimiento. El Homo consumens, por el contrario, no experimenta ningún deseo de profundizar, de saber, ni posee sentimientos especiales que expresar y menos aún las palabras para expresarlo. Por el contrario, hizo de su renuncia al lenguaje una llave mágica que le abrirá las puertas de una felicidad tan pobre como ilusoria. Es que la cultura de masas, lo dice Baudrillard, excluye de plano la cultura y el saber.
            Nos sentimos a menudo inclinados a vivir tal especie de mutación antropológica como una gran tragedia, sin advertir que esta última se trata, como ya lo señaló George Steiner, de un género reaccionario por su derrotismo. En efecto, la tragedia se despliega sobre la ceniza de las cosas, como una consolación por el verbo y la metafísica. Occidente nos ha imbuido de un profundo sentimiento trágico, algo poco cultivado por otras civilizaciones, las que frente a la desigualdad de las fuerzas militares optaron por abroquelarse en su fuerza moral, en una resistencia cultural que les permitió sobrevivir sin cantar su propia muerte con una lira y entregar luego el alma.
            En el espíritu de la tragedia subyace el fatalismo, la aceptación de que las cosas son así por disposición divina, o del destino, lo que es casi lo mismo. Así pensamos hoy que la globalización y el neocapitalismo salvaje son la condición inevitable de estos tiempos, algo que los sencillos humanos no podemos revertir. Pero no es así. Estamos ante una agresión a nuestros más arraigados modos de vida, a los fundamentos mismos de nuestras culturas, y lo que hay que hacer es enfrentar a esos frágiles tinglados, donde no imperan las luces de lo sagrado, la intensidad de los símbolos verdaderos ni las conquistas morales que alcanzó la humanidad al cabo de más de tres millones de años de evolución. Se trata de una regresión enmascarada con los destellos de una ciencia y una técnica autistas que van a la deriva, cada vez más ajenas a toda ética y despreocupadas del bienestar de los pueblos.
            Es preciso recordar que la principal función del lenguaje no es expresar el pensamiento ni reproducir la compleja actividad del espíritu, sino, antes que eso -que por cierto es importante- jugar un rol pragmático activo en el comportamiento humano, y sobre todo ético. En la defensa del ethos social, la palabra debe extremar sus recaudos para no hacerse cómplice, por acción u omisión, del ascenso del consumo como gran mito de la aldea global.
            Porque si el hombre no está rodeado de hombres y en comunicación real con ellos, sino por objetos fetichizados, la sociedad pierde toda argamasa, se convierte en algo virtual. Por otra parte, esos objetos no son pasivos sino que le exigen al hombre un culto atávico, lo someten a su tiempo, a su ritmo, a sus ritos y a su loca carrera hacia la nada. Por esta vía, el consumo desplaza a la palabra y se presenta como un nuevo lenguaje colmado de promesas de felicidad. De ahí que el mismo pueda ser analizado como un sucedáneo de los procesos de significación y de comunicación, y como una nueva forma de clasificación y diferenciación social, porque no se consume el objeto en sí, sino en tanto signo distintivo.
            Pero en esta devaluación moderna de la palabra hasta los objetos pierden el sentido cultural y afectivo que tuvieron siempre, para tornarse en pseudo-objetos cuyo destino es ser descartados en un plazo muy breve. El arte imita esta metamorfosis y produce también pseudo-objetos, marcados por la pobreza o ausencia de un significado real, ya que no se postulan más que como copias, estereotipos y simulacros, y todo en una mezcla de estilos que no es más que una ausencia de estilo, es decir, el kitsch. La historia del arte amenaza así con convertirse en una especie de consagración del vacío.
            Para pertenecer al arte moderno, decía Harold Rosenberg, una obra no tiene necesidad de ser moderna, ni de ser arte, ni de ser siquiera una obra. Se apela al sentido sagrado de la palabra para falsificar el mundo, para dotar de un ser ilusorio a lo que no es. "Esto es arte", afirman los críticos autoinvestidos de taumaturgos desde los abismos de su subjetividad, para revestir con la dignidad de lo artístico a un objeto carente de sentido real. Y del mismo modo, se dice "Esto no es arte", para sacar de la esfera del prestigio al arte popular y otras formas dignas que se atreven a defender el sentido del mundo en el templo de los simulacros.
            Un postulado ético mínimo exige no hacerse cómplice en modo alguno de la abolición de la realidad, poniendo la palabra al servicio de la estética de la simulación y esos falsos rituales que no vacilan en convertir al cuerpo humano en el más preciado objeto de consumo. Porque los objetos, para fortalecerse como tales y presumir de fetiches capaces de dar belleza, poder, seducción, éxito y todo lo que antes se pedía a los dioses, toman dichos atributos de los cuerpos, vaciando a éstos de significación real y transformándolos en mercancías.
            Connivente con esta práctica de desertificación del sentido que realiza la publicidad, manipulando la palabra, está lo que alguien ha llamado "la patria locutora", que es una forma sutil de no-comunicación. Ámbito en el que el lenguaje sirve para mentir, para ocultar, o para hablar con aplomo sobre otra cosa que carece de importancia, o no es lo que cuenta en ese momento. La patria locutora vive desgarrándose las vestiduras por pequeñas cosas, incitando al llanto y a la acción cívica por un caso individual y banalidades de toda suerte, sin nombrar a los grandes corruptos y criminales que agobian a los pueblos de Nuestra América. No nombrar el ser profundo de las cosas es allanar el camino al triunfo de la nueva barbarie.
            Es urgente hoy recuperar la sociedad, y en esa tarea son imprescindibles todos aquellos que cultivan la palabra viva, no sacrificada a los dioses de hojalata de la posmodernidad ni congelada por la escritura. Recuperar la sociedad es volver a la comunidad, que es donde todavía reside el sentido común, o del común. Y ahora que el consumismo se empeña en demoler el sentido más valioso de la modernidad, que es su viejo propósito de emancipar al hombre, sólo la comunidad puede reivindicar el derecho a un cambio propio que no traicione el ethos social, para acabar con ese Progreso sin hombres endiosado por el neoliberalismo.
            Celebrar la palabra es también celebrar a los cultores de la palabra, tanto oral como escrita, que aquí se han dado cita para mantener vivo ese fuego sagrado. Por ellos el mundo permanece, aunque ya los poderosos no lleven un séquito de 35 griots, como Da Monzon, el célebre rey bambara de Ségou que protagonizara una de las mayores epopeyas de ese pueblo.
            A todos ustedes quiero señalarles, a modo de síntesis, que hoy la verdadera dialéctica cultural es la que enfrenta a la cultura popular y la cultura ilustrada anclada en una identidad y un territorio con la de masas, aunque aclarando que en realidad esta última no existe, ya que no es más que una subcultura del embrutecimiento, el aislamiento y el despilfarro, que saca al hombre del mundo y lo encierra en la cárcel de su propia subjetividad. Es que allí donde se ausenta el sentido, y se ausentan también la sociedad y su proceso histórico, no puede haber cultura. La única manera de dimensionar a un sujeto es sacralizar el mundo al que pertenece, colmarlo de un sentido real. Si el mundo deja de existir, el sujeto deificado por ese individualismo sin individuos del que hablaba Castoriadis reinará sobre el vacío, tanto exterior como interior.

 

 



LA DIVERSIDAD CULTURAL EN LAS ENCRUCIJADAS ACTUALES DEL LATINOAMERICANISMO

                

I


En el punto de partida se podría señalar que Occidente lleva ya muchos siglos produciendo teorías de pretendida universalidad, en las que se postula como la cumbre de lo humano sin haberse tomado antes el trabajo de indagar en el vasto campo de la diversidad las raíces transculturales de sus concepciones del mundo. No es más que una de las civilizaciones que existen, pero su absolutismo se impone a las sociedades que no comparten sus enfoques, ignorando que sin pluralidad no pueden existir verdaderas democracias. Dicha particularidad disfrazada de universalidad ha naturalizado el neoliberalismo económico como el único camino razonable para el desarrollo de los pueblos, valiéndose de un pensamiento único y hasta de ese sentimiento único que promueve la cultura de masas. Se avanza así con un ritmo delirante hacia una consolidación del capitalismo global, del que no será fácil salir, pues la aspiración al consumo como único o principal rasero para medir el sentido de la vida se ha implantado en las grandes mayorías, gracias a las manipulaciones de la publicidad. Por cierto, las furias del dios Mercado acabarán así, a la postre, con la diversidad cultural, desintegrando las matrices simbólicas y recuperando luego sus restos más llamativos para dar un aura de originalidad a las mercancías, al invocar identidades de opereta, ya perimidas.
            Es que si bien las identidades no son fósiles, tampoco son piezas de un juego global sin arraigo alguno en un proceso histórico y un territorio determinados. Por eso este nuevo orden, para imponerse, trata por diversas vías de abolir el lugar, de convertir en no-lugares los espacios fuertemente tatuados por la cultura. Ya sin estos anclajes, la fiesta de las mercancías alcanzará la plenitud, un orgasmo que, por renegar de las conquistas morales de la especie humana, se hundirá, más temprano que tarde, en la basura y el vacío.
Pero claro que otro mundo es posible, y muchos soñamos con que el auge de las comunicaciones nos lleve a un plano de diálogo y entendimiento, en el que pueda reinar de nuevo la cultura de los valores, y los ojos y oídos se abran para percibir la diversidad cultural en todo su esplendor, de modo que ninguna de las múltiples caras de lo humano sea despreciada, porque todas tienen algo, o mucho, que enseñar, como lo ha manifestado ya la UNESCO.
Hasta el día de hoy, nuestros artistas e intelectuales temen romper con la plena pertenencia a la civilización occidental: prefieren ser su furgón de cola antes que alzarse como una civilización nueva. Se quiere, sí, ser americano, pero sin dejar la atalaya de esa civilización, como si representara la única racionalidad posible. Esta clase pensante y creativa sabe que no es europea, mas en el fondo aspira a serlo, pues siente a dicha identidad como la única imagen ecuménica de civilización. Además, aceptando un antiguo mandato, se propone como tarea redentora civilizar al indio y el negro, integrarlos a ese carromato desvencijado del consumo, que hoy rueda hacia el abismo. Ellos son los verdaderos otros, los que no pueden ser europeos. Para los pueblos indígenas y afro-descendientes, con la excepción de algunos que se esfuerzan en blanquearse, renegando de sus orígenes, la otredad radica en la civilización occidental, que es el poder despótico que los domina. Los revolucionarios haitianos (Toussaint L’Ouverture, Jean-Jacques Dessalines y otros) negaron tanto a Europa como a la europeidad sin hacerse mayores dramas. O sea, a los afro-americanos, al igual que a los indígenas, ni siquiera se les ocurre definirse como occidentales. Si la conciencia blanca, así como la de los mestizos que optaron por ella, pensara lo propio como una verdadera civilización, tendría algo más auténtico en qué afirmarse, y podría identificarse mejor con sus pueblos y las formas que estos tienen de construir la realidad y la historia.
Los pueblos de la América profunda no representan, por lo tanto, un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino, como vimos, las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no ya en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes, así como a sus modos de articularse y exponerse, sin que tengan que someterse a las jergas occidentales de moda ni a categorías ajenas. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada con la sociedad de consumo y la rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran bonitamente hacia arriba pero arrasan a los de abajo, tanto en lo social como en lo cultural y ambiental.
            El racionalismo occidental, como se dijo, se ha mostrado incapaz de llegar a una amplia comprensión del mundo. Los otros saberes, no considerados científicos por ser ajenos a su canon, quedaron fuera de la historia del conocimiento, a pesar de ser un campo privativo de la antropología. Se produce así una irracional homogenización del conocimiento. Esa incapacidad de Occidente de llegar a lo universal es una forma de ignorancia científica y relativiza sus ciencias sociales. El portugués Boaventura de Sousa Santos, advirtiendo la marcada tendencia de este universalismo a sustentar una visión imperial, propone a los europeos abogar por un Occidente no occidentalista, que se abra al diálogo intercultural y se abstenga de producir ausencias, considerando no existentes a los modelos alternativos que presenta lo que él llama «el Sur global». Señala que lo que caracteriza a todas las maneras de producir ausencias es una racionalidad monocultural. Así, lo que el canon occidental no legitima en arte y literatura resulta excluido. Lo mismo ocurre cuando se define como primitivo a lo contemporáneo, y como subdesarrollados a quienes tienen otra idea de lo que es evolución social y cultural. También cuando se naturalizan las jerarquías sociales, la dominación de género y la inferioridad étnica, o se impone una lógica productivista que exalta el crecimiento económico como un objetivo racional incuestionable, cualquiera sea el costo social o ambiental, maximizando el lucro. En virtud de ella, lo improductivo o poco rentable deviene inexistente o despreciable.1
            La justa aspiración a ensanchar el espacio de la igualdad suele entrar en conflicto con la igualmente justa aspiración a mantener una diferencia cultural, o sea, la integridad de las matrices llamadas a entrar en el diálogo intercultural. La igualdad deja de ser una buena causa cuando se la invoca para negar o relegar a un segundo plano la diferencia específica. Así, al poner el acento en el ciudadano o individuo, tal como ocurre en Ecuador, se descalifica a las reivindicaciones étnicas consagradas por la misma Constitución recientemente promulgada, tildándolas de «corporativas». Este desenfoque intencional allana el camino a un desarrollismo basado en la acumulación ilimitada, sin reparar en el daño ambiental producido, lo que choca frontalmente con el «Plan Nacional del Buen Vivir, 2009-2013» en vigencia, o sea, con el Sumak Kawsay que la carta magna toma de los indígenas para generalizarlo a toda la población, basado en el respeto al medio ambiente, el diálogo de saberes, la valorización de la experiencia de los pueblos y no solo de la ciencia occidental, así como la defensa de la diversidad cultural y la biodiversidad. También en Bolivia toma fuerza un desarrollismo de cuño occidental que choca con este mismo principio, reconocido por la nueva Constitución del país y las enfáticas prédicas ambientalistas. Sousa Santos resume esta contradicción con el aserto de que tenemos derecho a ser iguales cuando la diferencia nos vuelve inferiores, y a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza.2
            La interculturalidad, como política de la diversidad cultural, debe ser igualitaria, pero esa igualdad se asienta también en varios presupuestos, y difieren más de lo deseable las actitudes oficiales ante ella. El neoliberalismo, que responde al dios Mercado, rechaza esta política por peligrosa para su objetivo de globalizar los productos de las corporaciones, aunque a menudo apele livianamente a la otredad si ella se presta al marketing, sin hacer cuestiones de principios que se definan como alternativos. Entre los organismos públicos, lo más frecuente es el reconocimiento de las virtudes de la diversidad, pero sin comprometerse con su puesta en práctica. A veces tales virtudes están incorporadas a las constituciones nacionales y provinciales, sin que ello implique una acción dirigida a garantizar tales derechos. A menudo se promueven diálogos que no conducen a nada, por lo que solo sirven para alimentar el escepticismo de los pueblos. En ocasiones se reparten, sí, espacios y recursos destinados a la cultura, pero de un modo desigual, o sea, sin tomar en cuenta la cantidad de miembros de los grupos subalternos, así como la necesidad de realizar compensaciones históricas cuando se viene de la larga noche del colonialismo. Si se toman en cuenta estos dos últimos factores, estaremos aplicando, sin trampas, esta política. Pero la dialéctica intercultural exige asimismo una puesta en diálogo de la diferencia, lo que se logra no solo reconociendo a las matrices culturales que entrarán en el mismo, sino también apoyando el desarrollo cultural e intelectual de esos grupos, para que puedan hablar de igual a igual, sin asimetrías. A menudo se convoca a interlocutores no representativos, que se prestan a las prácticas paternalistas, e incluso a la corrupción. 

II


En los tiempos de la Independencia, la negación de Europa de la clase criolla blanca dominante no significó la negación de la europeidad. La división fue entre europeos de Europa y europeos del exilio. Querían ser americanos, pero sin dejar de ser europeos, o sea, sin cortar el vínculo cultural y civilizatorio. Por eso hasta hoy sus descendientes se reconocen como occidentales. Son americanos, sí, pero distintos de las masas indígenas y negras, e incluso de los mestizajes no blanqueados socialmente. O sea, una definición geopolítica de la identidad, pero no racial ni cultural. La ideología del Estado-Nación exigía la homogeneidad de la población, por lo que no podía esta casta dominante permitirse celebrar la heterogeneidad sin poner en peligro su proyecto. Jefferson negaba también a Europa pero no la europeidad. Los revolucionarios haitianos, en cambio, negaron tanto a Europa como a la europeidad, como antes se dijo.
            Si el criollo de la Independencia se consideraba un europeo de las márgenes, era por tener internalizado en su imaginario que lo que no encajaba en los moldes de la civilización occidental y cristiana quedaba confinado a la barbarie. Entraban en esta categoría los mestizos de clase baja y los descendientes de africanos, cuando por resistir las imposiciones de sus amos cometían desmanes, pero la más temible forma de otredad residía en los pueblos originarios, como bien se puede comprobar en el Martín Fierro, el poema nacional argentino. Ellos sí que eran la quintaesencia de la barbarie, a los que había que exterminar sin pena alguna si se oponían a la civilización invasora, o explotarlos como mano de obra semi-esclava si se dejaban cristianizar. América era entonces neoeuropea, o pretendía serlo, pero los negros y los indios no podían invocar este carácter, por más cualidades que reunieran. No lo lograron Guamán Poma de Ayala, Garcilaso de la Vega ni Du Bois. Los dos primeros realizaron un vano intento, pero Du Bois ni siquiera se planteó tal travestismo. Es que, como afirma Walter Mignolo, tanto para las poblaciones indígenas como para las afro-americanas, el concepto de hemisferio occidental no tuvo ninguna relevancia en los tiempos históricos.3 Tampoco el concepto de civilización occidental, aunque hoy sus movimientos políticos la invocan para diferenciarse plenamente de ella y no para asimilarse, porque aún mantienen la conciencia de ser otros. Los indios, al presentarse como habitantes de territorios invadidos y ocupados; los afro-americanos, como traídos de un modo forzado, tras desarraigarlos de sus culturas de origen para convertirlos tan solo en un «hombre de color».
 

III


A pesar del énfasis de los discursos que exaltan en nuestros países la diversidad cultural, lo cierto es que aún la alteridad suele ser vista como un elemento desestabilizador del Estado-Nación, pues el pensamiento y escala de valores de las identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados casi por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los más progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos, como si estas fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. El respeto –real y no solo declamado– a la diversidad cultural es algo que no se limita al tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas experiencias interesantes, como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida también del mundo entero. Y esto es así porque mientras en los otros continentes son escasas hoy las propuestas para salvar a la herencia humana y la vida del planeta, en nuestra América los movimientos indígenas y sociales se están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que van surgiendo nuevos paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia, lograr la inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional al que está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la Razón imperial. El mal llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero de hecho retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses mezquinos y prostituyendo a esa Razón que le permitió desarrollar las ciencias y enripiar el camino a su propia libertad, aunque luego la usaran contra la libertad de los otros.
Gianni Vattimo, en un reportaje reciente, declaró:

«No solo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo, que solamente aliándose productivamente con los líderes de izquierda de América Latina tendrá la posibilidad de construir una Europa capaz de enfrentar al poder exorbitante de los Estados Unidos y a las nuevas superpotencias neocapitalistas que se presentan en la escena del mundo actual».

Convergente con esto, el ecosocialismo, considerado por algunos de sus propulsores como un intento de renovar el pensamiento marxista, representa una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y el paradigma económico y tecnológico de acumulación indefinida del capitalismo, con la deificación de la productividad y el consumo. Esta tendencia, después de navegar por los clásicos europeos, termina haciendo pie en el Buen Vivir de los indígenas americanos, como el modelo más genuino de igualdad, democracia y bienestar común.
            A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y a la diversidad cultural no es un nuevo mea culpa de la tan cristiana conciencia occidental, que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir de un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión atenuada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada «civilizatoria». Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogeneizan en base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens. Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un homínido conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir con ese saber obras valiosas, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para destruirlas, colonizarlas y despojarlas, nos toca acaso hoy la penosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya Razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para despojarlos, a modo de venganza y reparación histórica, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.

IV


La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para medir la modernidad o «progreso» de los sectores dominantes, y los instaló en el futuro. Un futuro no solo para ellos, sino también para Nuestra América y el mundo entero, como un ejemplo a seguir y no como una imposición. El mismo día en que México traicionaba su propia historia, al firmar su pacto con Estados Unidos pensando que así ingresaba al Primer Mundo, los mayas lo rechazaron de plano, para no embarcarse en ese regreso a la barbarie, mostrándose así fieles a la gran civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.
            Esta defensa de las culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es de poner en manifiesto los nuevos avatares de la ya vieja ideología del crisol de razas, embuste que sirvió, y sigue sirviendo, para negar la persistencia de tradiciones culturales diferentes que aún luchan para hacerse visibles, reelaborando en términos actuales su matriz simbólica y recuperando su autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices, no fundirlas. Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso, añadía, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino, salvo algunas excepciones, en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices que destruimos de ese proceso. Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México profundo. Una civilización negada y en otros textos. O sea, nuestros pueblos originarios dan un no rotundo a la hibridación –a la que llamé alguna vez «el huevo de la serpiente»– y a la tan mentada como imposible «identidad cosmopolita», y un sí entusiasta a un pensamiento identitario fundado en el territorio, para defender de la depredación a sus lugares antropológicos, frutos de largos procesos de significación. Esto implica un rechazo enérgico a los monocultivos excluyentes, que hacen del campo un mero espacio productivo, en el que el paisaje rural, o lo que resta de él, se parece a una fábrica a cielo abierto al servicio de la inversión extranjera, con menos misterios, flora y fauna que un barrio residencial urbano, y con muy pocas inscripciones simbólicas que merezcan ese nombre.
            Cuando la Constitución de Ecuador habla de los derechos de la Pachamama, señala  Sousa Santos, realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Pachamama, esa Tierra Madre a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos, y que fija las pautas del Buen Vivir.4 Ya vimos como este principio vital se enfrenta con los emisarios de la muerte abstracta, que la depredan hasta agotarla y se van con su capital a otra parte, dejando a sus espaldas el desierto y basuras tóxicas.
            Son los indígenas, y no los que vienen con doctorados de Estados Unidos, quienes levantan la bandera de la refundación del Estado, la que es más una demanda civilizatoria que una simple reforma política e institucional, y no solo en nombre de ellos, sino de toda América. Claro que no puede haber una verdadera refundación si no se suprimen el capitalismo y el colonialismo, y tampoco sin tomar cierta distancia de la tradición crítica eurocéntrica. En Bolivia y Ecuador se hizo patente que hay un constitucionalismo desde abajo que se enfrenta al de tipo occidental. Ello se relaciona fuertemente con el concepto de cultura, que para los indígenas cubre todos los ámbitos de la vida y es lo central, por representar su cosmovisión. Para Occidente, en cambio, es algo más ligado al entretenimiento e incumbe a los organismos de Cultura (siempre secundario en nuestros países, y con escaso presupuesto), y rechaza en su miopía que el desarrollismo extractivista sea ecocida, etnocida y contrario a los fundamentos de nuestra civilización. Lo grave es que tal lectura del desarrollo humano está fuertemente instalada en todos los países de la región, y no solo de los que coquetean con el ALCA. Nada habremos avanzado históricamente si la integración latinoamericana se basa en esta concepción heredada y nos dedicamos a destruir nuestro territorio de una manera salvaje, que incluye explotaciones madereras y hasta petrolíferas en zonas resservadas, o sea, con más saña que los países llamados «centrales», que se abstienen de hacer dentro de sus límites lo que tanto propician fuera de ellos. En otras palabras, en este punto nada desdeñable que es la salvación del planeta, estamos repitiendo nuestro pecado original: tomar cierta distancia de las potencias imperiales, pero adoptando lo peor de sus costumbres, métodos y filosofía de vida, que nada tienen que ver con el Buen Vivir, nuestro principio civilizatorio fundamental, por la gran racionalidad que lo sustenta. El desarrollo sustentable fue instituido como un principio fundamental de las políticas públicas por el tratado de la UNASUR, pero muy poco se lo toma en cuenta, lo que lo convierte en letra muerta a poco de nacer. De proseguir esta mala práctica por omisión, nada podrá aprender el mundo de nosotros, y aquí no habrá futuro para nuestros hijos.

V


Señala Fernando Coronil que la globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anticultural. Traslada así el centro rector del crimen de Europa y Occidente a «lo global», o sea que todos somos criminales.5 Hay por eso que extender la crítica del eurocentrismo al globocentrismo, ya que este no es más que un nuevo avatar del occidentalismo. Con la globalización, continúa sin mayores disfraces el sometimiento a lo no occidental, y el daño que se le causa no se atribuye ya a un país determinado y ni siquiera a las corporaciones, ya que todo es consecuencia de la misma economía de mercado, y no de un proyecto político deliberado. Occidente se disuelve así en el mercado para matar con guantes blancos, y además anónimos.
            A estas «vanguardias» del progreso humano,  Sousa Santos opone lo que llama «teorías de retaguardia», que son no las de las elites que actúan en nombre de los pueblos sin conocerlos, sino las de quienes acompañen de cerca la labor de transformación de los movimientos sociales, pensando con ellos y no sobre ellos. Esas teorías de retaguardia son tanto intelectuales como emocionales; o sea, se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y acercándose al método de la investigación-acción, que convierte en teoría la propia praxis. Para él, hay que pensar el Sur global desde adentro y desde abajo, como el mejor camino para alcanzar el socialismo del siglo XXI.6
            El Sur global, aclara  Sousa Santos, no es un concepto geográfico, por más que la mayoría viva en el hemisferio sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global, así como de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Este Sur existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, minorías étnicas o religiosas, las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay asimismo un Norte global en los países del Sur, al que llama «el Sur Imperial».7
            Esta barbarie a la que nos dejamos arrastrar por la globalización neoliberal está destruyendo las matrices culturales del área rural, por la expansión vertiginosa de las fronteras agrícolas, unida a un alarmante proceso de concentración de la tierra con miras a los cultivos de exportación, en detrimento de la soberanía alimentaria y de una perspectiva civilizatoria propia. A título de ejemplo, la población rural argentina representaba, en 1970, el 21,5 % del total. En el censo de 2001 había descendido 10,7 %, y los datos del censo de 2010 acusan otro importante descenso, lo que habla no solo de una falta de políticas serias de arraigo, sino más bien de un vaciamiento sistemático, al que se considera espontáneo y voluntario y no producido por la expansión salvaje de las fronteras agrícolas sobre campesinos e indígenas legalmente desprotegidos. Entre 1969 y 2008 desaparecieron 232 419 pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias en el país, absorbidas por terratenientes que dicen representar al dios Progreso y a los humildes. De 2003 a 2010, la superficie sembrada de soja pasó de 13,7 millones de hectáreas a 18,6 millones, lo que según un cálculo representaba entonces el 61% de la superficie agrícola argentina. Esta economía sojera y agroexportadora exalta con la boca llena sus logros, sin dedicar siquiera un responso a la tierra que desertifica y envenena ni a la población que expulsa. Hoy el l,3 % de los propietarios poseen el 43 % de la tierra, y el 55 % de los contratos de arrendamientos rurales no son suscritos, como antes, por campesinos que acceden a una parcela de este modo precario, sino por terratenientes que buscan expandir la producción de granos exportables en sus latifundios.
            Si pienso que estamos «con la soja al cuello» no es para quedarme con estas frías estadísticas ni caer en la crítica de la economía neoliberal, ya harto lapidada en el mundo entero. Lo que más duele, porque nadie la nombra, es la demolición cultural que subyace bajo estas cifras funestas, esa nueva barbarie disfrazada de civilización y progreso. A ello cabe sumar la minería a cielo abierto, tan promovida por las grandes corporaciones, aceptada con gusto por los gobiernos de la región y resistida por nuestros pueblos, que prefieren el agua al oro, o sea, la vida al afán de lucro. Por cada gramo de oro, hay que volar cuatro toneladas de rocas, explosión que, además de destruir la montaña, y con ella el paisaje ancestral, libera minerales que, al oxidarse, contaminan el aire. Y esto sin contar los millones y millones de litros de agua pura que, en esas alturas donde siempre fue escasa, consume dicho proceso, a los que contamina con arsénico y otros potentes venenos, y van en gran medida a parar a los ríos, lagunas y napas profundas, sin reparar en que esos ámbitos se encuentran los últimos refugios de los pueblos originarios. De esta agresión capitalista no se salva ni el tan mentado Camino del Inca, consagrado como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Basta, para darse cuenta, con ir a Cajamarca y observar la dimensión del desastre que se puso en marcha. Con estas concesiones al gran capital especulativo, el Estado no recibe ni siquiera el dinero suficiente para atender a los cientos de miles de personas desplazadas en los últimos años, que migran a las ciudades, dejando atrás su vida comunitaria y memoria histórica. En Argentina, serían mas de 300 mil familias, y en Brasil, superarían las 850 mil. Bajo esta violencia simbólica ¿se puede realmente hablar de las bondades de la diversidad cultural? Las políticas sociales se financian con el mismo extractivismo intensivo que destruye la naturaleza y expulsa poblaciones de una gran tradición cultural, lo que parece un mefistofélico círculo vicioso. ¿No sería mejor arraigarlas en su propio territorio, potenciando una economía comunitaria y social, volcada a asegurar, antes que nada, nuestra soberanía alimentaria? A los expulsados se les puede dar una ayuda, lo que no hace más que convertir en mendigo a quien ha perdido su ser en el mundo.
            Sí, otro mundo es posible, pero debe ser posible para todos, y el precio del crecimiento no puede ser acabar con los mejores valores de la especie y con la identidad profunda de la región. La semilla de este mundo nuevo reside en el espíritu de la comunidad, y sobre todo en lo que llamo «tradicionalismo revolucionario», y no en los almacenes de Monsanto ni de las mineras que destruyen tanto el territorio físico y simbólico como la misma vida. Repito por eso que no basta con definirnos como latinoamericanos y luchar por el destino de la región y una sociedad más igualitaria, aunque esto es de por sí valioso y debemos defenderlo. La humanidad espera algo más de nosotros: que lo hagamos desde nuestra propia perspectiva civilizatoria, que condensa y actualiza los valores morales de la especie, tan traicionados por Occidente.
            De poco sirve entonces pronunciarse por América Latina si ello no se sustenta en una opción civilizatoria, emergencia que no puede darse sobre un extractivismo capitalista que privilegia al capital sobre el trabajo, fabrica pobres y excluidos y tiende alfombras a las trasnacionales que están destruyendo el planeta. De este modo, estamos retrocediendo dos siglos, a una sociedad americana que en el tiempo de la Independencia rechazaba a los europeos, tomando el poder en sus manos, pero veneraba su modelo civilizatorio como el único posible, y negaba todo lo propio, considerándolo pura barbarie. Si deseamos definir un modelo capaz de salvar al mundo, se debe empezar por respetar los derechos de la Naturaleza, convertidos ya en algunos países en un principio constitucional. Más que pronunciar exaltados discursos para democratizar el consumo, tendríamos que intentar un cambio cultural cimentado, no en él, sino en los valores de la especie humana, y que tome en cuenta la ya grave situación de la Tierra. Si bien resultaría utópico imponer un desarrollo sustentable en  un corto plazo, no hay ya tiempo para diferirlo hacia un futuro lejano: la transición hacia el uso racional y cultural del territorio y los “recursos” naturales (la naturaleza no puede ser vista solo en términos de recursos, porque esto es también propio del esquema occidental) debe empezar ya, pues de lo contrario el mundo nada puede esperar de nosotros, unos pueblos que invocan altos principios y destruyen su ambiente con una saña que los mismos inventores de ese modelo se cuidan de hacer en su suelo. En Argentina existen hoy más de 600 proyectos mineros, en buena proporción a cielo abierto (en el 2003 eran sólo 40), que producen unos 40 mil empleos (o sea, el 0,24% de la población económicamente activa), lo que representa en total el 2,55% de las exportaciones del país. Cabe preguntarse si tan magros porcentajes justifican la destrucción territorial, cultural y social de la que venimos hablando. El mero hecho de que esto ocurra, sin dar lugar a acalorados debates, habla del ningún lugar que ocupa la cultura en las altas decisiones de Estado, y del predominio de un materialismo positivista al que la izquierda no fue nunca inmune.  

NOTAS

1 Cf. Boaventura de Sousa Santos, Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur,
   Universidad de los Andes/Siglo XXI Editores, México, 2010 (3ra. ed,), pp. 42-45.
2 Ibídem, p. 77.
3 Cf. Walter D. Mignolo, «La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial
  de la modernidad», en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas,
  CLACSO/Unesco, Buenos Aires 2005, pp. 69-70.
4 Boaventura de  Sousa Santos, ob. cit., p. 76.
5 Cf. Fernando Coronil, «Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrismo al globocentrismo», en La colonialidad
  del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, ob. cit., p. 90.
6 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., pp. 14-17.
7 Ibídem, p. 49.


LAS RAÍCES DEL FUTURO

Descolonización y diversidad cultural

                                                                          
                                                                
Se termina la Edad Contemporánea y comienza una nueva edad histórica, dice Alcira Argumedo, profética, y la pregunta que surge en primer lugar es qué comienza o debe comenzar ahora. Todos deseamos entrar en la era de la madurez de la especie, que el auge de las comunicaciones nos lleve a un plano de diálogo y entendimiento, en el que puedan afianzarse las conquistas morales de este primate inquieto, y los ojos y oídos se abran para percibir la diversidad en todo su esplendor, de modo que ninguna de las múltiples caras de lo humano sea despreciada, porque todas tienen algo que aportar. La segunda pregunta es por dónde pasa el meridiano que lleva a ese estadio superior, y todos aquí sabemos que no es justamente por el que hoy se señala como una panacea, o sea, el capitalismo, tanto en su fase neoliberal como en otra que pueda resultar de los maquillajes que se intentan. En busca de una salida que sea a la vez factible y ética, se convoca a menudo a esos pueblos ancestrales que se afirman aún en sus raíces. Dichos pueblos han sido confinados sin más a lo que se llama “la periferia”, sin ver que toda cultura se produce en su propio centro, y que lo periférico no designa un ser específico sino una condición que ni siquiera se manifiesta en todo momento, sino tan sólo cuando se disputan los espacios y los recursos. Por otra parte, todo indicaría que Bolivia, la selva lacandona, Venezuela, los Sin Tierra de Brasil y otros movimientos sociales de la región se hallan hoy en el centro de la escena internacional, pues de esos laboratorios van surgiendo nuevos paradigmas y formas organizacionales que ni Europa ni Estados Unidos, por el agotamiento de sus modelos, están en condiciones de brindar al planeta. Ellos, que aún sueñan con ser la vanguardia, retroceden más bien hacia el pasado zoológico, aferrados a sus intereses mezquinos y prostituyendo esa razón que les permitió desarrollar las ciencias y enripiar el camino a su propia libertad, aunque luego la usaran contra la libertad de los otros.     
            A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y la diversidad cultural no es un nuevo mea culpa de la cristiana conciencia occidental, que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir a los otros de un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión morigerada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada “civilizatoria”. Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogenizan en base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens. Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un hombre conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir en base a ese saber grandes obras espirituales, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para colonizarlas y despojarlas, nos toca acaso hoy la curiosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para despojarlos, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.
            Tanto la modernidad como la postmodernidad negaron el espacio como soporte del pensamiento, algo que lo baje a tierra y coadyuve en la construcción del sentido. En este proceso de hibridación que realiza la cultura de masas (la que no debe confundirse con la cultura de los medios), al que he llamado alguna vez “el huevo de la serpiente", las diferencias se esfuman en un gran cóctel de semejanzas que se logran en base a aspectos muy superficiales. Si se profundiza un poco (cosa que no se le puede pedir a sus operadores) se verá que entre las culturas hay más diferencias que semejanzas. El desafío es usar esas diferencias para maravillarnos de la diversidad de la aventura humana, y no, como hasta ahora, para oprimir o discriminar a lo diferente. La globalización que hoy se ofrece como una panacea no es más que una nueva estrategia de la cultura de masas para cretinizarnos. De más está decir que ella es incapaz de captar la alteridad, de ver al otro. Para solapar su ceguera lo designifica, lo aplana o borra sus señas de identidad, a la vez que neutraliza toda filosofía que incite a compartir, no a competir. Por eso el caudaloso río de las imágenes mediáticas no nos lleva a una zona sagrada, sino hacia los orgasmos virtuales del consumo, que no dudan en presentarse como experiencias místicas. El consumo avanza así sobre la cultura, se inserta en ella y la devora a pasos agigantados, dejándonos a la intemperie.
A esto se debe añadir que aún en nuestros países  (sin que no se lo proclame mucho por ser políticamente incorrecto) la alteridad suele ser vista como un  agravio al Estado-nación, pues el pensamiento y escala de valores de las identidades históricas relativizan su discurso, encuadrado por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos, como si fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. No obstante, se ve a esos mismos Estados estirarse en elogios a la diversidad, la que por otra parte fue ya consagrada por las constituciones liberales del siglo XIX sin que ello haya afectado a las estructuras de explotación. ¿Seguiremos jugando ese juego patético de no ser coherentes con los principios que se proclaman con un do de pecho?  
El respeto -real y no sólo declamado- a la diversidad cultural es algo que rebasa el tema de los derechos humanos e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización en marcha, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. El integracionismo, hace tiempo derrotado en la teoría, sigue actuando en la práctica social sin modificarse. Salvando algunas experiencias, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y semillas del futuro del continente y en alguna medida del mundo entero. Para allanar este camino, en octubre de 2006 se formó en los alrededores de Cochabamba el Foro Social Mundial sobre Sabidurías Ancestrales, el que en el próximo mes de octubre tendrá su segunda edición en el mismo sitio.
            El lugar fue ignorado por la mayoría de los pensadores de la filosofía de Occidente, lo que genera la idea de que no cuenta en la construcción del conocimiento, que en todo el mundo se ha de pensar igual. No faltan incluso modernas corrientes antropológicas que cuestionan tanto el lugar como las formas de resistencia a la globalización que se articulan a él, como si desde el lugar no se pudiera acceder a lo universal. Por el contrario, somos más los que pensamos que sólo desde un lugar en el mundo se puede acceder a una verdadera universalidad, resultante de un consenso y no de una imposición. Los lugares son creaciones históricas, y fuera de ellos no existe la cultura, ni la identidad puede ser aprehendida, como señala Marc Augé, asignándoles el carácter de antropológicos como una cualidad indisociable. La destrucción del lugar arrasa la cultura, los significados que un pueblo fue tatuando en él a lo largo de la historia, y se regresa al espacio vacío de sentido, a los no-lugares que se diseñan en las torres de las corporaciones. Hace unos años, y a propósito de un hecho que conmovió al mundo, señalé que ninguna torre es inocente, porque desde ellas se organiza y dirige el saqueo de los lugares como creaciones históricas y culturales y se excluye a sus pobladores del aprovechamiento pleno de sus recursos. Hay quien cree que sólo el capitalismo tiene la capacidad de extenderse a otros ámbitos con relativo éxito, y que defender los lugares es pecar de romántico. Pero otros creemos, y apostamos a ello como a la última oportunidad de la especie humana, que sólo desde la sabiduría y la cultura que destilan los lugares será posible formular nuevos sistemas globales, verdaderamente justos, sustentables y sobre todo éticos.
            La lucha por el destino de Nuestra América no puede plantearse hoy en términos de mera resistencia, porque se trata ya, como única forma de evitar el desastre, de pasar a la ofensiva, a fin de recuperar la independencia perdida o nunca terminada de conquistar, y también de aportar modelos para la nueva era que comienza, en los que no tendrán sitio alguno los Señores de la Economía Abstracta, tal como llamara Augusto Boal a los partícipes de Foro de Davos. Las estadísticas del mismo Banco Mundial corroboran que el camino que han tomado las grandes potencias no conduce a la igualdad, sino, por el contrario, a la más profunda desigualdad que conoció la historia humana, pues lo que se está globalizando a marcha forzada es la esclavitud y no el bienestar de las mayorías. Tal abismo no puede seguir ya ahondándose sin generar grandes conmociones, que incluirán sin duda la violencia armada.
La diversidad cultural es un hecho notorio, que no escapa al observador más desatento, aunque más no sea por la incomunicación establecida por las miles de lenguas que existen. No obstante, la ideología, entendida como falsa conciencia que intenta justificar una dominación, se empeñó casi siempre en negarla, para convertir la diferencia en causa de inferioridad. El mito, el relato fundamental, fue así puesto al servicio del pillaje, en guerras tribales para lavar una ofensa o en conquistas que buscaban fundar o expandir imperios. Fue Herodoto quien advirtió a sus compatriotas que no es en el mito (relato fundacional propio) donde se debe buscar un pretexto para pillar las riquezas de Asia, y sobre esta base ética nace la historia como ciencia. La noción griega de bárbaro aparece en las Guerras Médicas (entre 492 y 479 a.C.). Si bien se le asigna al bárbaro una connotación negativa en lo ético y psicológico, por no hablar la lengua, mostrarse refractario al logos y constituir una amenaza al rol que se adjudica la polis, a menudo se lo admira. El mismo Platón habla de “civilizaciones bárbaras”, para referirse a Egipto y Persia. O sea, el bárbaro es peligroso y extraño pero en ningún momento se le niega la condición humana.
La ruina moral de Occidente comienza en Roma, cuando los cristianos perseguidos (los que morían en el Coliseo devorados por los leones y se escondían en catacumbas proclamando la igualdad de los hombres y la abolición de la esclavitud) pactaron primero con sus perseguidores en los tiempos de Constantino, y luego, tras el Concilio de Éfeso (año 431 d. C.), que dio al obispo de Roma la potestad de bendecir (y regir) a todo el mundo, se convirtieron en poder y proveyeron al imperio de la más inhumana ideología de desintegración cultural y negación del otro que conoce la historia humana. Bien sabemos que el cristianismo no es ajeno en absoluto a los excesos del capitalismo, como lo vemos hoy funcionar en el fundamentalismo cristiano de Bush, fiel hijo de una religión que colmó de privilegios, a expensas de los mismos Evangelios,  a una casta sacerdotal arrogante y fastuosa, que ha transitado ya todas las instancias del autoritarismo y la opresión, llegando incluso al genocidio y el etnocidio, no conforme con quemar a los “herejes” en las plazas públicas. La concepción romana-cristiana de barbarie considera a los otros no como pueblos con una religión diferente y respetable, sino como paganos a los que hay que convertir, por lo que se reemplaza el verbo romanizar por un proyecto de conversión forzosa del resto del mundo. Se da así una formidable empresa de asimilación política, jurídica y cultural por parte del Imperio. Civilizar será imponer sin más la propia civilización, que deviene la única verdadera, y convertir es por lo tanto la única forma de civilizar. Carlomagno, tras vencer a los sajones en el año 796, los bautiza de un modo compulsivo. Ese mismo modelo se transportó luego a América. Aquí muy pocos pueblos intentaron la empresa de imponer a otros su religión y sus valores, por más que los vencieran en lo militar y convirtieran en tributarios en lo económico. Por el contrario, los dioses de los vencidos eran incorporados a sus altares. Europa trajo la intolerancia religiosa y cultural, la idea de un Dios único válido para todo el mundo, y que rebajaba a los dioses vencidos a la condición de patrañas del demonio. Y ajustando el modelo romano, llamó desierto al territorio de quienes resistían a su conquista, como si estuviera poblado de bestias feroces y no por seres humanos diferentes. Quien se oponía a la célebre alianza de la cruz y la espada carecía de derechos públicos y privados sobre sus tierras y recursos, y podía ser asesinado con justicia, torturado, violado, esclavizado.
Se puede decir entonces que el concepto de civilización ha sido algo así como la conciencia de sí de Occidente, que buscó siempre mediante el terror excluir al otro de los banquetes de la vida. Su razón devino así imperial. Las otras racionalidades son negadas hasta el día de hoy como racionales, pues no se dice que toda razón funciona sobre una escala de valores, que no hay lógica sin una axiología, salvo la lógica formal.
            Con estos parámetros no hubo nunca libertad de cultos para los indígenas. Sus culturas no son consideradas tales, sino territorios vacantes que excitan el ánimo redentorista de los misioneros, ansiosos de sacarlos de la noche del pecado y asegurarse así (para ellos) la salvación eterna. Creen que se puede destruir a un pueblo su religión sin que deje de ser lo que es, como si se tratara sólo de ponerles zapatos para no anden descalzos. Destruir la zona sagrada de una cultura es despedazarla, desosificarla, dejarla convertida en jirones un tanto ridículos, al faltarles la argamasa de una visión en profundidad. Todo ser no convertido es una presa en la mira de los cazadores de almas. Si el indígena quiere salud o educación, debe entregar su conciencia, dejar sus creencias “salvajes”. Desean a ultranza "salvar" al otro para salvarse ellos del vacío de su propia cultura. Esto, en las sectas cristianas, llega al delirio, pues toda manifestación cultural propia se considera pecado. Nada tiene que ver esto con una sociedad pluralista y democrática, por lo que un Estado que permite tales compulsiones no puede afirmar que respeta la diversidad cultural. Más bien, el Estado que entrega a un credo religioso la salud, la educación y las atenciones mínimas que constituyen sus funciones básicas indelegables de una población que detenta una cultura diferente, se vuelve claramente culpable de etnocidio. Creo que en la nueva era que deseamos pronto inaugurar tales actos (el destruir el mundo simbólico de un pueblo y propiciar así la desaparición de la matriz cultural) deben ser penalizados y no, como hasta hoy, exaltados como heroicos. Misión y etnocidio son inseparables, como hace más de tres décadas lo puso de manifiesto la Declaración de Barbados.
Indiferente a estos reclamos de los antropólogos y los mismos pueblos originarios, las iglesias cristianas no renunciaron a la cacería de almas, y sólo admitieron las críticas para maquillar un poco sus métodos, no para reconocer el derecho de los otros a sostener su propio mundo simbólico.
            En 1992, los indígenas del Perú, en un acto muy ceremonioso que se realizó en el Cuzco, le devolvieron a Juan Pablo II la Biblia, argumentando que antes ellos tenían las tierras y los blancos el Libro, y que ahora ellos tenían el Libro y los blancos la tierra. Como esto se trataba de un pésimo canje, venían a devolverles el Libro para que les restituyeran sus tierras. Sin entender la sutileza de esta lección, el “Santo Padre” hizo votos por otros 500 años de evangelización, hasta acabar con el último pagano, furia redentorista desconocida en la historia humana. Hace poco, Benedicto XVI negó en Brasil que hubiera existido un holocausto indígena en América. Dijo también este monarca de la oscuridad que la evangelización del continente no había sido la imposición de una cultura extraña, sino algo así como un acto caritativo. Sus fundamentos tácitos saltan a la vista: esa gente no tenía alma, y no eran por lo tanto verdaderos seres humanos, conforme al modelo antes comentado. Y Europa había venido a traerles un alma, a humanizarlos, acto por el que deben estar eternamente agradecidos. Curiosamente, fue Hugo Chávez el único mandatario que se atrevió a quitarse la vestimenta occidental y cristiana y replicarle, en nombre de esos pueblos avasallados en todos los campos de la existencia, que no puede venir a América a negar dicho holocausto y hacer la apología de esa barbarie que costó al menos unos 50 millones de vidas, y esto sin contar el enorme daño cultural. Fue como decirle tanto a ese obtuso emperador de almas y cuerpos, así como a  a las buenas conciencias que le rinden pleitesía que el mundo deberá cambiar, dar un giro de 180 grados, si quiere salvarse del abismo al que lo condujo la soberbia cristiana-capitalista, abrirse a los otros, tatuarse la divisa de que lo universal no pasa por la cultura occidental tan sólo, sino que si existe una categoría así debe estar integrada por todas las cosmovisiones creadas por el hombre a lo largo de la historia para llenar la nuez de la existencia. Y ello implica desactivar todas estas máquinas demoledoras de la diferencia, empezando por el cristianismo, la más perfecta y despiadada de todas.
            Cabe aquí también cuestionar la actitud de la izquierda de Nuestra América, que casi siempre se mostró complaciente con estas conductas atroces y retrógradas, por temor a perder electorado. Todo intento de radicalizar el pensamiento parece detenerse ante el bastión inexpugnable de la Iglesia católica. Es cierto que una pequeña parte de la Iglesia, inspirada en el Concilio Vaticano II, asumió un compromiso militante con los indígenas y los pobres, rechazando el tipo de evangelización que comentamos (no la evangelización en sí, sino sus formas más groseras) y la posición del Papa Juan Pablo II, pero bien sabemos que fueron y siguen siendo voces aisladas, ahogadas por el poder eclesiástico, incapaces de retardar siquiera la acción de esta feroz maquinaria, opuesta al pluralismo y los derechos de la diversidad. Desde ya, no se debe desconocer los aportes que realizan en lo social estos sectores minoritarios de la Iglesia, a los que vemos mediar positivamente en varios conflictos sociales, pero cuando ingresamos al campo de los pueblos originarios nadie reconoce como una violación de la libertad de cultos el imponer una religión extraña a cambio de la enseñanza de las primeras letras y una mínima atención sanitaria. O sea, pareciera que ni siquiera a la izquierda bien pensante le preocupa mayormente la destrucción de estos mundos simbólicos que configuran las raíces de nuestra diversidad. Como a su juicio no deben tener mucho valor, bien pueden ser canjeados por un plato de sopa y prendas usadas.  Los misioneros, decía Ticio Escobar, actúan en las fisuras de sociedades heridas y pretenden crear culturas sintéticas, una especie de Frankestein sociocultural.
La historia europea no es la historia universal, sino apenas una parte tardía de ella, dice Edgardo Lander1. Toda otra forma de saber, de explicar el mundo, es calificada de arcaica, primitiva, tradicional, premoderna, aunque se la mira con más benevolencia si se expresa en la lengua dominante y ajustándose a sus categorías conceptuales. Los que se salen de este marco son vistos como pueblos a los que hay que modernizar, salvar, redimir. Las ciencias sociales se suman así a la vieja cruzada asimilacionista romana-cristiana. Se trata ahora de acabar con  las supersticiones y las estructuras políticas y sociales tildadas de arcaicas. Por su propio bien, claro, y como un sacrificio que están dispuestos a realizar por los condenados de la tierra.
            Hay que rechazar por falsa la opción que a menudo se nos plantea, en el sentido de que cuestionar la plena validez en nuestro medio de la ciencia y la técnica de los países desarrollados es una actitud retrógrada. Se trata tan sólo de someterlas a un proceso de legitimación desde la óptica de nuestros valores y necesidades, y sobre todo de nuestra experiencia histórica. Toda transferencia deberá así pasar por el tamiz de la filosofía (cuya función es desentrañar los significados ocultos), de la política (la que deberá interceptar las formas de dependencia solapadas), y de la ética (cuya tarea será prevenir sobre los valores contrarios al ethos social que pueda aparejar). En su afán de expansión, Occidente desarrolló una mecánica determinista del porvenir, basada en una fe ciega del progreso histórico, en un culto al cambio por el cambio mismo, como si lo nuevo fuera un valor en sí, algo siempre superior a lo que desplaza. El cambio, en nuestros contextos, no tiene por qué ajustarse a tiempos e intereses ajenos: lo fundamental es que responda al ritmo y necesidades de los distintos procesos. Como decía Miró Quesada, la razón, la ciencia y la técnica no son panaceas ni piedras filosofales, y no se puede tener fe en ellas como se cree en los mitos. El “ideal de vida racional”, añade, no es sino la decisión inquebrantable de enfrentarse al mundo críticamente, sin aceptar los supuestos que, por el hecho de nacer en una sociedad, nos son impuestos de manera arbitraria. Si se evita mitificar la ciencia y la técnica, se eliminará también el peligro de tomarlas como cosas hechas y perfectas, creadas por otros, cuyas ideas tenemos que seguir a la manera de robots.2
            Pero ¿cómo puede asumir esta tarea tan necesaria una intelectualidad colonizada, que casi no conoce el pensamiento gestado en la región, o lo ha visto muy por encima y con prejuicios, por manejarse con categorías y paradigmas propios de otros contextos culturales?, se preguntaba Darcy Ribeiro. Si en el siglo XIX lo propio era visto como una forma de barbarie que había que extirpar sin miramientos, en el siglo XX se escamoteó el carácter de científicas  a las obras de los mismos fundadores de nuestras ciencias sociales, sin otra aspiración especulativa que agregar una inofensiva glosa al discurso de los pensadores europeos. Mas cualquiera sea la circunstancia, la simple glosa del pensamiento ajeno no puede configurar nunca un pensar propio, y quizás ni siquiera un pensar verdadero. Del mismo modo en que los hombres de mar desprecian la navegación de sirga, todo auténtico pensador debe desafiar el mar abierto, abandonando el “pensamiento de sirga”. La necesidad de justificar el pensamiento propio con la referencia al pensamiento europeo es un vicio inherente al colonialismo pedagógico que imperó siempre en nuestros claustros. Con “deslumbrantes” despliegues de erudición sobre lo ajeno se evita lo único importante: pensar la propia cultura, explorar su tercera dimensión, los alcances de su diversidad, que es el verdadero papel de la filosofía y la antropología, así también como pensar la situación y destino de la propia sociedad, que constituye el principal rol de la sociología y las ciencias políticas.
            La colonialidad del saber de las ciencias sociales llevó a naturalizar la cosmovisión liberal, y a instituir así un economicismo que ha convalidado un modelo civilizatorio único, que torna incluso innecesaria la política, al no plantear alternativas viables. Y lo que sucede con la economía se podría extender al conjunto de los saberes y jergas que conocemos hoy como ciencias sociales, un tipo de discurso asentado sobre una pretendida racionalidad, más falsa que neutra, que nunca intentó legitimarse frente a los otros modos de construir el conocimiento, dialogar con los diversos lenguajes. Se proclama el pluralismo cultural y hasta se muestra a menudo avidez por recibir desde el mundo mal llamado “periférico” propuestas alternativas que inyecten sangre al sistema, pero los discursos que expresan esta diferencias son mirados con recelo y hasta como hijos de la superstición por el pensamiento académico, pues se alejan de los paradigmas que presentan como universales sin que ningún cónclave los haya reconocido como tales, y que se impusieron junto con el capitalismo, al igual que las religiones monoteístas.
            Dicho colonialismo oculto, naturalizado, si no ha perdido sus vínculos con la acción al aceptar el llamado “fin de la Historia”, promueve acciones que nos apartan de las concepciones alternativas, llegando en su entusiasmo a dominar nuestro mismo sentimiento de liberación. El mundo es para él algo frío, sin espíritu, que sólo puede ser aprehendido por los conceptos y mecanismos de la razón occidental. Eso de estar en sintonía con el cosmos, que tanto preocupaba a los pensadores griegos, hoy suena a brujería para “nuestras” ciencias sociales, y sin embargo, todos los pueblos indígenas de América se lo proponen como objetivo vital, y lo expresan con discursos que, a pesar de su claridad meridiana, serán considerados esotéricos y sospechosos, motivando esas sonrisas condescendientes que se destinan al buen salvaje que se esfuerza en “civilizarse” pero no puede.
            Desde la filosofía de Hegel, cuyo idealismo considera a la historia universal como la realización del espíritu universal, el que se identificaría sin más con el espíritu europeo, creció la tendencia de asimilar al otro al estado de naturaleza. La manera occidental de organizar el trabajo, la propiedad, el uso del medio ambiente y de concebir el tiempo dejará pronto de ser considerada tan sólo una visión del mundo confrontada con otras visiones, y será así naturalizada por el capitalismo. El otro pasó a integrar una “periferia” ambigua, ámbito de la miseria y la exclusión, donde aún rigen aunque de mero uso interno y provisorio, pues pronto caerán bajo el rasero de la globalización neoliberal. Si esos valores desean ser conocidos, deberán explicarse en las lenguas europeas dominantes y encorsetarse en las construcciones racionalistas de las ciencias sociales, reacias al pensamiento simbólico como vía válida de conocimiento. Los círculos áulicos están siempre a la pesca de toda palabra fuera de tono, que se relacione con lo sagrado y lo mágico, para desterrar esos lenguajes alternativos al campo de lo no científico y deleznable, e incluso al de la más abyecta superstición. Y si lograra pasar el examen, algo nada fácil, esas cosmovisiones no entrarán en el terreno de la simetría y el diálogo honesto, pues el saber de las ciencias sociales eurocéntricas se autositúa desdeñosamente por encima de los otros saberes del mundo y su forma de expresión. Al proceder así, esta pretendida ciencia, aun cuando dice defender los derechos de los pueblos, termina legitimando la misión civilizadora de Occidente y sirviendo al pensamiento único. Sólo profundizando en las particularidades históricas y buscando entre ellas los nexos que permitirán construir una ciencia social verdaderamente universal, se podrá servir a la causa de la humanidad.
            Es un derecho inalienable de cada cultura construir su propia modernidad, reelaborando sus símbolos y su propia racionalidad, la que no será igual a la occidental por funcionar sobre una escala diferente de valores. Y es también un derecho de cada cultura decidir por sí misma lo que en ese tránsito relegará al cesto de las supersticiones y lo que mantendrá en el ámbito de lo sagrado y lo filosófico. El hombre es un animal simbólico, y su desafío principal como especie fue vencer el vacío, tatuar los lugares y el mundo entero de significados. En esta tarea primordial la razón va a la zaga, porque se trata más bien de imaginar, de poetizar, de aprender a maravillarse del mundo. Lo mágico, ese toque que todos anhelamos para nuestra vida, fue demonizado por tales ciencias sociales, por tratarse de un lenguaje que no entienden, al que no pueden acceder por las limitaciones de su visión. Pero en vez de ir detrás de estos desafíos de la vida –lo que es el destino del Ave de Minerva-, contribuyendo a enriquecer los sentidos, los cuestionan y descalifican.    
La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para medir la modernidad o “progreso” de los sectores dominantes, para instalarlos en el futuro. Un futuro no sólo para ellos, sino también para América y otras partes del mundo que se interesen en su ejemplo. El mismo día en que México traicionaba su propia historia, consumando su boda con el elefante en su afán de ingresar al Primer Mundo, los mayas rechazaron dicho modelo, para no embarcarse en ese regreso a la barbarie liderado por Estados Unidos. Se mostraron así fieles a la gran civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.
En Bolivia se avanza en el proyecto de incorporar de manera transversal a la sabiduría indígena en todos los niveles de la educación formal, a fines de fortalecer la identidad hacia adentro de los grupos étnicos y proyectarla también hacia afuera, para articular su propio pensamiento con otras modernidades. Claro que hay contradicciones, porque no se trata de un campo de rosas. Los aymaras del Movimiento Túpac Catari afirman que el ser en el mundo del indígena sigue siendo un ser en el mundo colonial. Se reconoce, dicen, la diversidad étnica, pero el fin último es “bolivianizar”. Y añaden: Lo esencial no es que una etnia parezca una nación, sino que sea una nación. Pero ¿no implica esto desintegrar al país en regiones que coquetean con la total independencia, sin plantearlo aún así? Este movimiento, que no representa el sentir de las grandes mayorías indígenas, sino de una elite, habla de la nación de nosotros y de la nación de los otros, sin sumarse al conjunto de los movimientos sociales, que promueve un país para todos, sin excluir ni siquiera a quienes siempre los oprimieron, una vez eliminados sus privilegios.
En Ecuador, el Movimiento por la Unidad Plurinacional Pachakutik Nuevo País se formó para convertirse en una plataforma política que reuniera a los distintos movimientos sociales. En 1996 participó en las elecciones para alcaldes, prefectos, concejales, diputados provinciales y nacionales. Sus ejes centrales fueron la oposición al neoliberalismo y la reconstrucción de una alternativa nacional que posibilitara una forma diferente de desarrollo económico, político, social y cultural centrado en el ser humano y la defensa de la vida. Introdujo en el país su condición de movimiento de masas separado de los partidos tradicionales, lo que le permitía cuestionar a éstos y al mismo sistema político, así como exigirles tomar en cuenta las necesidades de la población y sumarse al reto de buscar la unidad en la diversidad. También promovió la democratización del espacio público a través de mecanismos como la rendición de cuentas, la revocatoria del mandato en los cargos electivos y la construcción de una democracia desde las bases organizadas. Buscaba así consolidar la plurinacionalidad de un Estado que no sólo reconociera las distintas culturas, sino que pusiera en vigencia los derechos colectivos y las prácticas territoriales. Estos pueblos sumergidos pasaron así a ser políticamente reconocidos como habitantes del futuro, como una parte eminente del movimiento popular con el que habrá ya que contar. Por su parte, comprendieron que los levantamientos y la movilización reforzaban su identidad y visibilidad política. Ellos representaban las raíces del país, pero no se quedaban en el pasado. Más bien, apoyándose firmemente en éste, se proyectaban con fuerza hacia el futuro, como la parte más activa de una nueva construcción nacional y americana. Otro gran desafío era precisar de qué manera ese movimiento social, con sus organizaciones, debía vincularse con el político, evitando los conflictos y sobre todo la ruptura. Vieron la dificultad de articular las experiencia locales en una estrategia nacional, en políticas válidas y racionales para todos, pero no vacilaron en avanzar por esta senda aún no desbrozada por la teoría política. Sufrieron asimismo, como toda sociedad, las apetencias personales de poder y las alianzas equivocadas, que los llevaron a perder buena parte del prestigio que ganaran con su lucha.
Entre los días 26 y 30 de marzo se realizó en Iximche, Guatemala, la IIIª Cumbre Continental de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas de Abya Yala, bajo el lema “De la resistencia al poder”, con la significativa presencia del canciller de Bolivia. Una joven ecuatoriana, al ver que se discutía una serie de modelos alternativos para transformar la realidad, dijo: “¿Es que de verdad piensan frenar a ese monstruo (el capitalismo) con esas salidas? Nosotros debemos pensar en grande, ése es también nuestro derecho”. Sí, deben pensar, o ya están pensando en grande, con sentido estratégico, pero también urdir como una araña las redes de lo concreto, para no quedarse en las consignas, en la abstracción. Deben articular un movimiento de pinzas entre el gran pensamiento de alcance estratégico y el pequeño pensamiento, viéndolos no como opuestos sino como complementarios. El mundo se transforma a veces desde arriba, en lo estructural, pero más a menudo lo hace desde abajo, en lo concreto. Hay quien propugna la toma del poder, pero otros, imbuidos por la prédica dominante en el Foro Social Mundial, temen echar mano a ese poder sucio. Y no sólo para no manchare, sino porque no quieren imponer nada a nadie, sino más bien no dejarse imponer, conforme al modelo de Chiapas. En Bolivia, dijo alguien, se ha conseguido poder atentando contra los mecanismos de la democracia, no respetándolos. Sí, pero advierten que no todos son indígenas en ese país, que también hay mestizos y blancos, y que deben gobernar para todos, que la verdadera democracia es eso, no defender sólo los intereses de un sector. Es lo que piensa Evo Morales, y con él la mayoría. Se dice entonces que hay que construir un poder diferente, alternativo, que dé cabida a todos, sin privilegios, inclusivo, pues de exclusiones está harto el mundo. Unirse con otros sectores populares oprimidos, contra el aparato político, militar y económico, contra las transnacionales y el imperialismo, para definir un socialismo de cuño propio, diferente al que fracasó en Europa por la tentación autoritaria. Esta posición participativa, aliancista, fue sin duda la triunfante en esa cumbre. Se reivindicó allí el derecho ancestral al territorio, la necesidad de avanzar hacia una autonomía que fortalezca a los pueblos y países sin despedazarlos, de estrechar lazos con los movimientos sociales de todo cuño, y la defensa del medio ambiente como algo sagrado. Estados Unidos, las transnacionales, el BID, el FMI y el Banco Mundial merecieron la condena unánime.
Cabe destacar que el Foro Social Mundial, como alternativa al de Davos, nació en la selva lacandona y no en las grandes capitales de América y sus centros académicos. Los sectores progresistas de Europa pusieron de inmediato sus ojos en el Movimiento Zapatista, así como  en el de los Sin Tierra y luego en Bolivia, como tres interesantes retortas donde se cocina el futuro, la salida de la humanidad de la demencia.
            Esta defensa de las culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es de poner en manifiesto los nuevos avatares de la ya vieja ideología del  crisol de razas, embuste que sirvió y sigue sirviendo para negar la persistencia de tradiciones culturales diferentes que aún luchan por hacerse visibles, reelaborar en términos actuales su matriz simbólica y recuperar su autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices. Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso, añade, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices3. Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México profundo. Una civilización negada y otros textos.
Frente a la apología acrítica del mestizaje (a la que los indígenas llaman mesticismo y consideran una ideología etnocida), Luis Guillermo Lumbreras dice que se apeló al término mestizo por temor a reconocerse como un indígena que asimiló aportes de Occidente, un indio moderno. Lo indígena es visto así como un pasado romántico del que nadie se hace cargo de un modo personal, reconociéndose como tal. Es una cómoda tercera posición, dice, que permite denostar a los invasores europeos de antes, pero no impide programar la existencia como si fueran ahora parte de ellos, del mismo modo en que la exaltación orgullosa de los logros indígenas de antes tampoco impide segregar a los indios actuales. Ser mestizo, entonces, es no tener que cargar con el estigma de los antepasados genocidas ni con lo que significa ser indígena en el presente4. Porque una cosa es admitir la intensidad del mestizaje operado y juzgarlo objetivamente, evaluando lo positivo y negativo del proceso, y otra hacer la exaltación ideológica (no científica) del mestizaje, pues siempre esto se traduce en una incitación a continuar esa presión etnocida que destruye la diversidad cultural. Germán Bockler, refiriéndose al ladino de Guatemala, dice que éste es un ser ficticio, porque su identidad, en esencia, es una identidad negativa. Ser ladino no es ser algo específico, sino únicamente no ser indio.
Otra cara del mesticismo es la apología, también acrítica, del sincretismo, que sirve para legitimar y hasta elogiar la violencia ejercida antes sobre las matrices simbólicas, y que se sigue ejerciendo desde arriba, sobre todo por el cristianismo. Eximiría de ello a la interculturación simétrica que se opera entre las religiones populares, de lo cual Cuba es un buen ejemplo. La defensa de la diversidad cultural ha de llevarnos a ser muy cautos en esto, y a restringir las excepciones a la norma general. Por otra parte, y como lo ha demostrado aquí Rogelio Martínez Furé, la imbricación es por lo común superficial, no profunda. Si se va al fondo del mundo simbólico, hallaremos que el núcleo mantiene su coherencia, y que los préstamos culturales se dan en los aspectos más exteriores del culto.
En cuanto a los afrodescendientes, bien se conoce la deculturación que se produjo por la explotación intensiva de su fuerza de trabajo y la promiscuidad de los barracones o senzalas, que los llevó en muchos casos a convertirse en negros genéricos, sin que esto les permita escapar a la discriminación. En el Nordeste brasileño, Haití y Cuba aún conservan un sentido de pertenencia a una cultura africana particular, a matrices que pueden ser recuperadas y reelaboradas, pero los procesos de reculturación parecen avanzar más bien hacia verdaderas etnogénesis, o sea, a la conformación de matrices nuevas que conjuguen todo su bagaje y lo conviertan en un sustrato que permita más apropiaciones y creaciones, que es la función de las matrices simbólicas. Ello se observa en Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, donde cundió el negrismo, y también en el Caribe, que fue cuna de la Négritude y la Antillanité, movimientos con expresiones políticas, musicales, literarias y sobre todo existenciales. Cabe destacar aquí la acción tesonera de la Casa del Caribe, de Santiago de Cuba, de rescatar la africanía de las culturas de esa región, así como la tendencia de las etnias de raíz africana que se están gestando a sobrepasar su carácter de población con identidad de piel para abrirse a otros sectores de la sociedad, los que comparten gozosos sus valores sin procurar blanquearlos. Un buen ejemplo de esto es lo que sucede con el candombe de Uruguay, cuyos tambores atraen a la población blanca y no soslayan su conciencia de clase.
Suele confundirse lo mestizo con lo híbrido, y se cae así en el elogio de la hibridez. El elogio de la pureza no es bueno, pero peor es el elogio de lo híbrido, pues ello opera como un incentivo a seguir hibridando. El mestizaje ha dado lugar en América y el mundo entero a una gran cantidad de matrices culturales, pero no la hibridación. Lo híbrido no se reproduce, porque no constituye una matriz, y tiende más bien a destruir lo que mezcla, por lo común de un modo ligero e irresponsable, sin reparar en los costos. Actualmente lo híbrido es el caballo de batalla de la cultura de masas y la globalización mediática del capitalismo, que presenta a sus engendros simbólicos como la quinta esencia del pluralismo y la democracia. Hay que centrar más bien la atención en el derecho de las matrices a continuar reproduciendo su particularidad, con los cambios que ella decida incorporar, o sea, a mantener una identidad cultural coherente e interactuar con las demás en un plano igualitario, simétrico. Las matrices culturales pueden por cierto tomar en préstamo los elementos que las seduzcan, y será la dialéctica de lo cotidiano lo que los legitimará o no como propios. Lo híbrido, en cambio, nace por lo general fuera de estas matrices, por obra de operadores ajenos a ellas, guiados sólo por un afán de lucro y servilismo al poder, y es difundido por los medios entre los distintos sectores populares como si se tratara de una forma genuina de su cultura. Pero no es más que un simulacro, y en tanto tal, como ya lo decía Platón, termina sustituyendo al original, al que arrumba en el olvido, junto con sus aspectos éticos, filosóficos y estéticos.    
Para entender mejor los infortunios de la diversidad en Nuestra América, se debe recordar que la negación de Europa realizada por la clase criolla blanca dominante y los mestizos asimilados a ella no fue nunca la negación de la europeidad, y hasta el día de hoy nuestros artistas e intelectuales temen romper con la plena pertenencia a la civilización occidental, prefiriendo ser su furgón de cola antes que alzarse como una civilización nueva. Se quiere, sí, ser americano, pero sin dejar la atalaya de la civilización occidental, como si fuera la única racionalidad posible. Su definición, dice Walter Mignolo, es geopolítica, no cultural ni mucho menos racial. El criollo, añade este autor, sabe que no es europeo pero quiere serlo, pues siente a dicha identidad como la única imagen aceptable de civilización5. Además, aceptando un antiguo mandato, se propone como tarea redentora civilizar al indio y el negro, integrarlo a ese carromato desvencijado que hoy rueda hacia el abismo. Ellos son los verdaderos otros, los que no pueden ser europeos. Para los indios y negros, con la excepción de algunos blancoides o negros blanqueados, la otredad radica en la civilización occidental, que es el poder despótico que los domina. Los revolucionarios haitianos (Toussaint l’Ouverture, Jean-Jacques Dessalines y otros) negaron tanto a Europa como a la europeidad sin hacerse mayores dramas. O sea, los afro-americanos, al igual que los indígenas, ni siquiera se plantean definirse o no como occidentales. Si la conciencia blanca, así como la de los mestizos que optaron por ella, pensaran lo propio como un verdadera civilización, tendrían algo más auténtico en qué apoyarse, y podrían identificarse mejor con sus pueblos y las formas que éstos tienen de construir la realidad y la historia.
Todo pueblo está en el centro de su mundo, y en comprender la universalidad de cada parcela humana y ponerla en valor mediante el desarrollo cultural reside la clave del futuro. En esta diversidad, que hunde sus raíces en las sabidurías ancestrales, radica, como se dijo, la única racionalidad capaz de impedir que los imperios del cielo y de la tierra nos arrastren al abismo.
No es deseable un desarrollo económico que se despegue del desarrollo de la conciencia, o sea, de la cultura. Hundiendo los pies en el pensamiento bolivariano, el ALBA propone como segundo eje anteponer lo social a lo económico, para instaurar un nuevo socialismo de base humana, justa, no autoritaria. No colocar a la máquina por delante, ni al Estado, dice, sino al hombre. El cuarto eje habla de un desarrollo endógeno, por dentro y desde adentro, que no esté pendiente de las inversiones internacionales. El quinto eje se ocupa del plano internacional y reflota el proyecto bolivariano, que de haber tenido éxito entonces nos hubiera asegurado un lugar más digno en el mundo. Desde lo más profundo de la cultura se señala así a los enemigos de nuestros pueblos, encabezados por Estados Unidos y su panamericanismo, cuya expresión actual es el ALCA. Para terminar de ser fiel a este ideario arraigado en la sangre de la América profunda, le falta sumar al  quinto eje la decisión de definirnos frente al mundo como una civilización nueva.
            Los pueblos de la América profunda no representan por lo tanto un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino, como vimos, las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos otros saberes, así como a sus modos de articularse y exponerse, sin que tengan que someterse a las jergas occidentales de moda ni a categorías ajenas. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada con la sociedad de consumo y la rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la producción y la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran bonitamente hacia arriba pero arrasan a los de abajo, tanto en lo social como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un ser productivo, porque quienes no producen o producen poco (los ancianos, los niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los otros. Más aún, las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que no producen, más que a la juventud productora, porque sin su sabiduría no es posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la explotación y la pérdida de libertad.
La cultura de Nuestra América es más cercana a la occidental que otras culturas del mundo, pero esto no debe confundirnos, ya que no somos en realidad parte de Occidente aunque buena parte de nuestra herencia provenga de él, y no lo seremos por más esfuerzos de entrega y mimetismo que realicen las burguesías nacionales y elites intelectuales, pues los pueblos seguirán siendo fieles a sí mismos, y lo único que se logrará con ello es ahondar la brecha interna.
            En los días que corren, el desarrollo científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad no hace falta destruir la base territorial de la economía, arrodillándose ante la globalización y los organismos internacionales de crédito (pues eso es deificar al capital y los beneficios de las corporaciones y caminar hacia la ruina), como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo es definirnos como civilización y actuar como tal, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya larga y sangrienta aventura de la especie con una racionalidad fundada en la solidaridad y no en el más crudo individualismo. La modernidad y la comunidad no se oponen. La modernidad de su comunidad –a la que llamaremos propia o paralela, no periférica- es lo único que permitirá a las matrices culturales liberarse de la opresión y conquistar un lugar digno en el mundo.
           

                                                                           NOTAS

1         Cfr. Edgardo Lander, “Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos”, en La colonialidad el saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, CLACSO, 2005; p. 11-40.
2         Cfr. Francisco Miró Quesada, “Ciencia y  técnica: ideas o mitoides”, en América Latina en sus ideas, Coordinación e introducción por Leopoldo Zea, México, Siglo XXI Editores- UNESCO, 1986; p. 94.
3         Cfr. Darcy Ribeiro, “Los indios y el Estado nacional”, en América Latina: El desafío del Tercer Milenio, varios autores, coordinación y prólogo de Adolfo Colombres, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1993,; p. 71.
4         Cfr.Luis Guillermo Lumbreras, “Cultura, tecnología y modelos alternativos de desarrollo”, en Amerindia hacia el Tercer Milenio, México, INI, 1991; p. 39.
5         Cfr. Walter Mignolo, “La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”, en La colonialidad del saber: eurocentrtismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas,  Buenos Aires, CLACSO, 2005; pp. 69-70.


                        Conferencia leída en el Vº Congreso Mundial sobre Cultura y Desarrollo,
                        La Habana, Cuba, junio de 2007.



FOLKLORE, CULTURA POPULAR Y MODERNIDAD

   
Quienes profundizan en las dialécticas de la cultura saben que hoy el concepto de folklore no es sólo insuficiente como categoría de análisis, sino cada vez más limitado el campo en el que puede desplegar su instrumental con cierta dignidad. Es que resulta difícil hablar a conciencia de folklore cuando ya ha dejado prácticamente de existir eso que Robert Redfield caracterizara como “sociedad folk”: La sociedad folk, decía este autor, es pequeña, aislada, iletrada y homogénea, con un fuerte sentido de solidaridad de grupo. Hoy no es ya tan pequeña como antes, los caminos y los medios de comunicación la sacaron del aislamiento, y las campañas de alfabetización le quitaron el carácter de iletrada, por más que no haya incorporado masivamente la lectoescritura a su vida cotidiana. Es también menos homogénea que antes, por la creciente división en clases, y si bien las redes solidarias siguen funcionando en ella, no lo hacen con la cohesión y eficacia de antaño. Apunta Redfield que la cultura de la sociedad folk es tradicional, con lo que soslaya las búsquedas que las comunidades realizan para construir su propia modernidad. Señala, por último, que es espontánea, o sea, no consciente, desprovista de sentido crítico, lo que hace preciso que otras personas la estudien, la objetiven, y esas personas provienen por cierto de las clases dominantes, las que toman así el control de su mundo simbólico. Hoy se da una continuidad espacial que va del centro urbano a las zonas más apartadas de lo rural, pasando por los barrios populares, las villas de emergencia y territorios agrícolas bastante poblados y ya incorporados a la economía de exportación. Y así como se urbaniza el área rural, se ruraliza la periferia urbana, pues los campesinos que migran a la ciudad llevan a menudo su cultura como un patrimonio irrenunciable que los ayudará a sobrevivir en la multitud, y reproducen en ella el esplendor de sus fiestas. También hay gente que migra de la ciudad al campo y asume plenamente la cultura campesina, participando en sus rituales, en un intento de retomar el sentido de comunidad y apropiarse de su ética. El quiebre del concepto de folklore allana el camino a la cultura popular, la que puede ser tradicional o actual, anónima o autoral y oral o escrita.
A pesar de la crisis de las vanguardias, se mantiene firme el consenso de que la cultura ilustrada debe cuestionar de un modo permanente sus propios presupuestos, agotándose en la búsqueda incesante de nuevas posibilidades, aun al riesgo de traicionar sus mejores logros y entrar en una fase de decadencia. Dicha búsqueda es vista como indicador de creatividad y salud espiritual de un artista en particular y del grupo al que pertenece. Pero curiosamente, este consenso se pierde cuando pasamos al terreno de la cultura popular, pues aquí no rige la teoría estética, sino la ley férrea del folklore. En un principio, antes de caer bajo la égida del positivismo (lo que ocurrió alrededor de 1880), se trataba de un intento romántico de apresar “el alma del pueblo”, concebida como un ente estático y no dinámico, conforme a los patrones del sustancialismo filosófico que nutría entonces al nacionalismo burgués. Como secuela de ello, hasta el día de hoy existen críticos, intelectuales y hasta antropólogos convencidos de que los artistas populares deben no sólo ser fieles a su tradición, sino también conservarla (o sea, repetirla) ciegamente, pues de lo contrario la estarían corrompiendo, cediendo a la aculturación. De acuerdo a este criterio, todo desarrollo evolutivo se traduciría en una lamentable pérdida de identidad. La repetición no es vista como fosilización de un espíritu, sino como saludable signo de permanencia, de “resistencia” frente a una modernidad que rinde culto al cambio por el cambio mismo. Tan curiosa teoría, que exalta la creatividad de los muertos y condena la de los vivos, muestra la vigencia del culturalismo norteamericano y toda la antropología colonialista, que niega la existencia en las sociedades colonizadas de potencias endógenas capaces de conducir a un cambio evolutivo, por considerar que ellas están fuera del tiempo lineal de la Historia. Respecto a los tarahumaras de México, escribía Antonin Artaud: “Las verdaderas tradiciones no progresan, ya que representan el punto más avanzado de toda verdad. Y el único progreso realizable consiste en conservar la forma y la fuerza de dichas tradiciones” 1. Una afirmación semejante halaga a la poesía, pero no a la verdad científica, ya que incluso los mitos más perdurables precisan enriquecerse con nuevos sentidos para no perder vigencia, como surge del análisis diacrónico de la religiosidad indígena y popular.
            Lo que torna a este pensamiento especialmente pernicioso es su marcada tendencia a cristalizar en políticas culturales que proclaman la inmovilidad del arte subalterno y salen al cruce de todo intento renovador. Inducir a los artistas populares a que se limiten a realizar fieles remedos de las creaciones de sus antepasados es no sólo ahondar su dependencia, sino también pretender abolir su creatividad, reduciéndola a una habilidad manual. Resulta por demás absurdo responder al temor de que la aculturación termine destruyendo las culturas populares con el congelamiento histórico de éstas, pues difícilmente habrá progreso social con estancamiento cultural, y esas estructuras fósiles terminarán siendo arrasadas por la dinámica de la sociedad dominante. La pérdida de fe en las posibilidades de la propia cultura para mejorar la situación personal y asegurar una vida digna, lleva a los pueblos a volverle la espalda, y al desidentificarse de ella renuncian a su historia, buscando la salvación en el proceso aculturativo.
            La sociedad dominante, acaso preocupada por la desaparición de las grandes memorias colectivas que vertebran la vida social y su reemplazo por una memoria fragmentada, sin unidad ni puentes firmes entre sí, parece buscar consuelo en el congelamiento de la cultura subalterna, como si sustraerla al cambio fuera preservarla (y preservarse) del cataclismo. Pero al congelar las formas, las malas prácticas del folklore quiebran los nexos con la vida, porque la vida –tal como decía Henri Focillon- es forma, y la forma no es más que el modo en que acontece la vida. Si la forma, por otra parte, atrae a los significados, una forma museificada no puede capturar los significados flotantes del momento actual, sino los desechos de la historia.
Cabe señalar además que por lo general el folklore no se preocupó en devolver a los pueblos relevados, y a menudo ni siquiera a sus mismos “informantes”, los frutos de sus investigaciones, suponiendo que a éstos no les interesaban, o que sería de todos modos un gesto inútil, ante lo irremediable de su destino. Nunca comprendió que justamente en dicho fatalismo, y no en las oscuras determinaciones de la Historia, con su mito del Progreso, está inscrito el decreto condenatorio, pues de apoyarse esa dinámica que lleva al pueblo a reelaborar conscientemente su cultura, retroalimentándola con la devolución, asistiríamos a un sorprendente florecimiento. El folklore muestra asimismo la tendencia a abolir su dimensión de profundidad y limar hasta la caricatura y el grotesco sus aristas contestatarias. En las fiestas populares, no se exaltan los aspectos lúdicos, “paganos” y críticos del orden social, sino los piadosos, los que más respetan el orden existente, toda forma de sometimiento a los símbolos e instituciones con los que esos pueblos fueron sometidos.       
Ocurre asimismo que el folklore, al igual que la etnografía, precisa de cierta cosificación para apuntalarse como ciencia, pues la movilidad extrema de su objeto lo invalidaría como tal, convirtiéndolo en un pobre registro de un fenómeno fugaz. La cultura popular, entendida como un proceso dinámico y autogestionado, desplaza al folklore, recuperando el control de sus obras, con miras a mejorar la calidad de vida del grupo social en todos los órdenes, y no tan sólo en el cultural. Es que la cultura, para las sociedades subalternas, no puede apartarse del proyecto liberador, por lo que fosilizar lo que lleva ya siglos de estancamiento constituye un detestable mecanismo de dominación. Descongelarlo, por el contrario, es la mejor forma de descongelar la historia y el imaginario social, abriendo así nuevos rumbos a la cultura. Y desde ya, este proceso no puede darse dentro de las prácticas del folklore, sino sólo de la cultura popular, que implica, como se dijo, una toma del control del propio acervo simbólico, una autogestión fundada en la participación social, la conciencia crítica y la voluntad de recuperación histórica. 
Eduardo Galeano definía a la cultura popular como un complejo sistema de símbolos de identidad que el pueblo preserva y crea. Para Rodolfo Stavenhagen es la cultura de las clases subalternas, o sea, una cultura de clase, aunque no deja de reconocer la amplitud y ambigüedad del concepto. Mario Margulis la caracteriza como la cultura de los de abajo, creada por ellos mismos en respuesta a sus propias necesidades, y por lo general sin medios técnicos. Es sobre todo una cultura solidaria, pues sus productores y consumidores son los mismos individuos, quienes la crean y ejercen. En lo que respecta a la ausencia o escasez de medios técnicos, que Margulis parece considerar un atributo de ella, cabe señalar que el acceso, ocasional o prolongado, a una alta tecnología, no le quita a una cultura el carácter de popular, si las obras son producidas por miembros del grupo social y circulan también por su ámbito. Negarlo sería obstaculizar a dichas culturas el camino de su liberación, pues para avanzar por él apelan a menudo a las mismas tecnologías complejas de la cultura dominante. Vemos así con creciente frecuencia a los artistas populares publicar discos compactos y hasta grabar y fotografiar sus rituales con cámaras digitales, sin que a nadie se le ocurra pensar que por eso pierden su identidad. Es preciso entonces cuidarse de las definiciones negativas de lo popular, que destacan su carácter marginal, excluido, para empezar a verlo en términos positivos, profundizando en la diferencia que lo singulariza. O sea, analizarlo como un conjunto de valores que se disponen en una escala jerárquica (jerarquía que determina su propia racionalidad), y también como una sensibilidad social que orienta la percepción y sentimientos del grupo.
            La cultura popular, más que una síntesis, es una suma, porque en todo país hallaremos varias culturas colocadas en una situación subalterna por una o más culturas dominantes. En América encontramos distintas culturas campesinas regionales, culturas populares urbanas, culturas populares de inmigración y las neoafricanas. Todas son igualmente legítimas, en cuanto caras perfectamente definidas de una sociedad plural. Se suele incluir también en dicho concepto a los grupos indígenas, pero si bien éstos se hallan sujetos asimismo a una situación subalterna, presentan particularidades que conviene estudiar por separado.
            Los prejuicios metropolitanos de superioridad llevan a la cultura dominante a ver lo diferente como inferior, lo que le cierra los ojos a la belleza de los otros, y con ella a lo que la sociedad tiene de particular. Su cacareado universalismo termina así convertido en un provincianismo elitista y necio. Bajo esta óptica, lo que se aparta de sus cánones raramente será considerado una auténtica cultura. En consecuencia, el arte popular no es para ella arte sino artesanía, y no puede invadir el espacio que se consagra al verdadero arte.
Lo popular no debe interpretarse como una especificidad en sí, puesto que alude tan sólo a una condición subalterna, que por fuerza pertenece a un proceso de dominación. La particularidad, la identidad alterna, no brota de esta condición, sino de la misma matriz simbólica. La condición subalterna, entonces, no dice nada sobre una cultura en sí, pero da cuenta de una situación que la afecta profundamente, pues busca corromper su sistema simbólico. Se podría decir, en este sentido, que la cultura dominada padece una enfermedad que inhibe su desarrollo y la empuja hacia la decadencia y la desintegración.
Tal dialéctica, por otra parte, se superpone a otra aún más esencial: la que diferencia lo propio de lo ajeno, o sea, el campo de pertenencia y el campo de referencia. Tal dialéctica es hoy menoscabada o directamente negada por el pensamiento posmoderno, para el que no hay pertenencias válidas en el punto de partida, pues todo sería referencia. Se dice que el hombre no es un árbol para poseer raíces, sino que tiene alas y vuela por el mundo, comiendo lo que más le apetece y eligiendo lo que quiere ser. Pero esta filosofía de las mariposas ignora que mientras ellas andan de flor en flor por los cuidados prados ajenos una manga de langostas depreda el único territorio que en verdad les pertenece, aquel en que crecieron y se formaron, sin que siquiera se den cuenta.
La condición subalterna no debe en consecuencia internalizarse como si fuera un atributo que determina la identidad. La percepción de este hecho no ha de ser otra cosa que la conciencia de una dominación, la que debe cristalizar en estrategias para ponerle fin y permitir así el florecimiento de su producción simbólica. Los movimientos reculturantes, de recuperación de la historia y la identidad, buscan romper con esta condición subalterna, para que la cultura no se avergüence frente a quienes la oprimen o intentan oprimirla y les oponga otra visión del mundo y el arte plena de sentido.
Como se dijo, la producción simbólica de los sectores subalternos es llamada por lo común “artesanía”, de un modo global e indistinto, por lo que tal categoría deviene un verdadero cajón de sastre, donde los objetos pierden toda individualidad y contexto al destinárselos a un folk market sin sentido crítico, que desconoce sus significados profundos, por lo que su consumo se torna puramente utilitario y decorativo. Es cierto que a veces desde el folklore se intenta alguna contextualización de las obras, pero ésta casi nunca sobrepasa el descriptivismo más superficial, y sus juicios de valor se reducen a exaltaciones románticas que nos remiten a entidades metafísicas, al espíritu eterno, inmóvil, del pueblo y la nación, ante la incapacidad de tales exégetas de echar mano a los instrumentos de la teoría del arte. Desde el dorado reducto del folklore, la burguesía ejerce así el control de la producción simbólica popular.
            Por eso el arte popular, entendido como un proceso dinámico y autogestionado, debe vaciar ese cajón de sastre para poder situar luego cada obra en el lugar que le corresponde. Al recuperar el control de su producción simbólica, los sectores subalternos activarán los procesos de conciencia en torno a ella, distinguiendo y promoviendo a los artistas que se planteen mayores exigencias. En muchos sectores campesinos, y en especial en los pueblos indígenas, suele darse el caso de que la abrumadora mayoría consagra algunas horas por día a realizar artesanías, como una forma de subsistencia tras haber sufrido el despojo de la tierra fértil y sus recursos naturales. Si esas sociedades tuvieran otros medios de vida, el número de artesanos disminuiría enormemente, o éstos trabajarían sólo para producir los objetos de uso cotidiano prescritos por la tradición, como utensilios domésticos, prendas de vestir y en especial los objetos rituales, que suelen carecer de valor de cambio. Y entre ellos, habría unos pocos individuos que realizarían una verdadera opción por la creación artística, produciendo objetos muy elaborados que les darán un prestigio especial dentro y fuera de su comunidad.
            Cabe preguntarse con qué criterios se habrán de separar, dentro de estos conjuntos heterogéneos, a las obras de arte de las piezas de artesanía, y en consecuencia a los artistas de los artesanos. Para evitar el odioso papel de determinar desde la atalaya ilustrada de quienes no pertenecen a una cultura qué es artesanía y qué verdadero arte popular, lo mejor es abrir un debate interno entre los que realizan estas prácticas, para esclarecer y consensuar aspectos teóricos y permitir así que cada cual decida lo que quiere ser y hacer. Para unos no se tratará de desplegar la creatividad sino de un simple medio de subsistencia, mientras que otros, sí, harán de esta actividad un acto de servicio a su cultura y una razón de vida. Plantear tal diferenciación entre los sectores populares implica, por otra parte, instituir políticas diferentes para uno y otro grupo, que apoyen la creatividad con una adecuada capacitación y comercialización, a fin de asegurar al artista un ingreso no menor al que percibiría realizando artesanías en serie. Muchos verdaderos artistas populares destinan una parte menor de su tiempo a producir objetos más creativos, fuera de serie, que en tanto tales no tienen una ubicación clara en el mercado, mientras consagran la mayor parte de sus energías a realizar las obras de escaso valor artístico que le demanda el mercado, pragmatismo en el que caen también los artistas del sector ilustrado. El mercado puede llegar a pagar un precio mayor por las obras más creativas, pero rara vez el precio que tendría que pagar para que el artista popular pueda olvidarse de la producción en serie de objetos de escaso valor. Cabe interpretar esto como un serio obstáculo a la creatividad, que incide en la reproducción de la condición subalterna.
            Los sectores ilustrados que se rebelan contra los cánones de la cultura dominante y se muestran abiertos a las prácticas artísticas subalternas, como una forma de enriquecer su propio acervo simbólico y sus medios técnicos, deben acudir en apoyo de los artistas populares, para permitirles acceder a los espacios de exhibición y expresión que gozan de prestigio. Para ello resulta de especial importancia la redacción de textos críticos que contextualicen debidamente dichas obras, subrayando sus aspectos estéticos y valores antropológicos, lo que contribuirá asimismo a su valoración económica. Deberán crearse también galerías de arte popular que funcionen en base a exposiciones bien presentadas, con catálogos y textos críticos, las que podrán vender luego como obras de trastienda los sobrantes de esas exposiciones, junto con obras nuevas provenientes de la misma práctica o del mismo artista. Tales galerías se diferenciarán así de las tiendas artesanales, donde los objetos se venden por lo común sin referencia alguna. Los programas de apoyo deberían proporcionar también a estas tiendas algunos elementos teóricos que les permitan dar una contextualización mínima a los objetos que venden, y sobre todo separarlos del kitsch, como expresión de un arte de masas que no es un arte y ni siquiera artesanía, sino un burdo remedo, un simulacro. Contextualizar teóricamente dichas obras es la mejor forma de propiciar un diálogo real, una interculturación simétrica que beneficie a ambas partes del proceso. El racismo y la discriminación social se alimentan no sólo de intereses económicos y políticos concretos, sino también de estereotipos, de ideas adquiridas que la gente no revisa hasta que se enfrenta a hechos que desnudan su inconsistencia. Y el arte popular es a menudo uno de esos hechos deslumbrantes que llevan a los sectores dominados a ganar adeptos para su causa, a la vez que debilita las “razones” del opresor. El reconocimiento del valor estético de las obras hace de pronto visible a un pueblo que no sólo mantiene en la opresión su compromiso con la belleza y el sentido, sino que busca también el triunfo de la verdad, la libertad y la justicia. Verdad estética y verdad política parecen coincidir en el arte popular, pues ambas se perfilan claramente en una actitud vital no intelectualizada ni ideologizada, como un sentimiento visceral enraizado en una experiencia histórica común y una imagen compartida del mundo.  
La conservación, entonces, no puede ser nunca la política a seguir en el ámbito de las culturas subalternas. Además, ésta constituye hoy un mal método de resistencia, por ser estático y no dinámico, o sea, por rehuir esa ofensiva cultural que caracteriza a la descolonización, a todo intento de romper la condición subalterna. La conservación podrá mantener la validez de una forma, pero al riesgo de estereotiparla, de fosilizarla o al menos de restarle vitalidad. La asimetría entre dos o más sistemas simbólicos no se eliminará nunca deteniendo la marcha del más rezagado, sino más bien con la actitud contraria, que pasa por imprimirle un fuerte impulso nivelador. Claro que ésta no puede consistir en producir el mismo tipo de obras que el sector dominante, adoptando su canon estético, sino obras diferentes en lo formal y conceptual pero a la vez capaces de situarse en un nivel semejante de calidad.
            La apuesta de la cultura popular debe ser al cambio, pero no a un cambio aculturativo, pues tal avance es ficticio, desde que no hace más que privarla de sus restos de autonomía y desdibujar sus rasgos de identidad.  Estará así abandonando el cauce de su propia historia para situarse en otra historia y asumir los ejes simbólicos y patrones estéticos ajenos como si fueran propios. Este hacerse cargo de una historia y hasta de una problemática ajenas como si fueran propias es la más lamentable prueba de sumisión, de renunciar al desarrollo de las propias posibilidades, tal como lo señalara Marta Traba. O sea, por la vía del desarrollo aculturativo no se logrará nunca una descolonización del mundo simbólico, sino que, por el contrario, se profundizará la dependencia. Por llevar a la pérdida de identidad y a la sumisión tanto en lo que hace a los contenidos como a los patrones estéticos, resulta a la postre más perniciosa que la actitud conservadora.
El único cambio que se concilia con la descolonización y hasta se identifica con ella es el evolutivo, que pasa por la exploración de los recursos de la propia cultura para potenciarlos y producir así, desde su matriz simbólica, obras más avanzadas en lo conceptual y también más elaboradas en lo formal. Este proceso implica sobre todo una innovación, aunque probablemente tendrá que apelar también a los préstamos culturales (o sea, a la adopción selectiva y adaptación de elementos ajenos), especialmente en el campo de los medios de producción artística. Suelen incorporarse asimismo los símbolos ajenos, pero no sin resignificarlos y hasta invertir su sentido, para poner en evidencia su función colonizadora o recuperarlos desde otra mirada. Si no opera una verdadera adopción selectiva, no estaremos ante un préstamo cultural, sino probablemente ante una incorporación acrítica, descuidada, o, peor aún, ante una aceptación fascinada y pasiva del orden de valores dominante, lo que ha sido en el Tercer Mundo la forma más miserable de colonialismo cultural, que podría denominarse autocolonialismo si no fuera que este camino no se emprende si no existe un sistema de poder que lo aliente o induzca de algún modo a ello, premiando la deserción de la propia cultura.
El desarrollo evolutivo de la cultura popular no debe entretenerse con lo híbrido, como quien juega a entrar y salir de la modernidad dominante, pues la descolonización exige fundamentalmente cierto esfuerzo de depuración, así como para revitalizar un cultivo se elimina la maleza que lo asfixia. Como plan de trabajo compartido, o participativo, para descolonizar la cultura popular y allanarle así el camino a su propia modernidad, se proponen las siguientes medidas: 1º) Denunciar los aspectos de la tradición que de hecho han venido sirviendo a la dependencia cultural, para tratar luego de desalienarlos; 2º) Redimensionar creativamente en el contexto actual los aspectos de la tradición que se consideren positivos para la construcción de nuevos modelos; 3º) Criticar y combatir los elementos culturales introducidos en tiempos recientes por el sistema dominante que se consideren contrarios al proyecto popular; 4º) Activar la innovación dentro del propio proceso e incorporar por adopción selectiva elementos nuevos que puedan contribuir al desarrollo de la propia cultura; 5º) Asumir plenamente el control de la propia imagen y de los resortes de la cultura, para ser los primeros beneficiarios de ella y sus únicos administradores.
                        El desarrollo de la cultura popular no puede soslayar en modo alguno la confrontación crítica con otras prácticas, y no sólo con las dominantes, sino también con las de otros sectores populares y grupos étnicos que viven en la región, e incluso en otros países. Sólo tal confrontación puede darles plena conciencia de su identidad, y estimular a la vez el proceso creativo. Toda matriz simbólica, mientras no se halla seriamente afectada por un proceso de aculturación, está en condiciones de reinterpretar y rearticular los elementos que recibe. Claro que hay casos en los que la excesiva confrontación puede resultar perjudicial, como ocurre con los grupos cuya matriz simbólica se encuentra confundida por un proceso de aculturación. En tales casos, antes de librarse a una activa interacción es preciso devolver coherencia a dicha matriz, fortalecerla mediante la recuperación de la memoria, el rescate cultural y el análisis crítico.
En Nuevos ritos, nuevos mitos, libro editado originariamente en Turín en 1965, Gillo Dorfles considera ya como una de las características del kitsch su condición de ser un sustituto de las obras de arte, un seudo-arte o sucedáneo. Baudrillard, coincidiendo con él, escribe que el kitsch produce pseudo-objetos, es decir, objetos como simulación, copia, estereotipo, pobreza o ausencia de significado real. A la estética de la belleza y la originalidad, el kitsch opone la estética de la simulación2. Lo que en el arte ilustrado suele traducirse en una reproducción infinita de la obra en un formato reducido y transportable (piénsese en la Venus de Milo), en el arte subalterno este sustituto reúne los atributos del disfraz, pues la reproducción industrial o artesanal se propone como auténtica y trata de ser vendida como tal, o sea, como objeto producido en una determinada esfera simbólica. Este mecanismo de falsificación confunde en primer lugar al receptor-comprador del objeto puesto en venta (no olvidemos que la cultura de masas es esencialmente mercantil), y luego al mismo productor, cuando éste imita la imitación, por no tener suficiente conciencia de su práctica artística o creer que eso es lo que más se vende.
            Esta idea del kitsch como falsificación pesa más en el ámbito de lo subalterno que el tan discutido problema del mal (o buen) gusto, pues los juicios de ese tipo que se expresen estarán invalidados por realizarse desde otro sistema simbólico, lo que implica la ausencia de un código compartido en el proceso de comunicación. Se quiere decir con ello que desde la óptica de la clase dominante una obra de arte popular o indígena puede ser considerada de buen o mal gusto, pero que tal juicio no la compromete realmente, por hacerse desde otros cánones, desde una estética distinta. En un reportaje reciente, Dorfles reconoce que el elogio o condena del arte de otras civilizaciones es algo completamente arbitrario. Más que de kitsch, dice, se trataría en estos casos de una cuestión de diversidad cultural, con lo que niega expresamente la transculturalidad del concepto3. Lo que más afecta a los sectores subalternos no es tanto la valoración negativa que se haga de sus obras desde afuera de su sistema simbólico, sino la intromisión en éste y en su estética de elementos de la cultura de masas que degradan su sentido y arrastran a un arte que, más allá de sus altos o bajos valores estéticos, se presenta como noble y original, a esa ciénaga que ha dado en llamarse kitsch, que es el ámbito de lo carente de valor. O sea que si bien por un lado el arte, llevado por su propia dinámica, degenera en kitsch, como lo advertía Baudrillard ya en 1970, por el otro el kitsch, operando desde el folk-market, corrompe al arte subalterno, por lo que para éste no es un problema vinculado a su propia dinámica, y menos una opción, sino una forma de dominación económica y de colonialismo estético.
            La industria cultural fue ya duramente criticada por la Escuela de Frankfurt, por reducir el arte a su menor grado de comunicación simbólica, y en tanto promotora de la cultura de masas, el kitsch y lo híbrido. Umberto Eco llamó “apocalípticos” a quienes detentan esta línea de pensamiento, y también “elitistas”, dando así a entender que toda persona con un verdadero sentido democrático debe defender a la cultura de masas, pues ésta permitiría a las clases populares el disfrute de bienes culturales que antes no estaban a su alcance. Pero al igual que la Escuela de Frankfurt, Eco confunde cultura de masas con los medios de comunicación y las industrias culturales, como si todo lo que éstos tocaran se convirtiese en aquélla. De aceptar dicha tesitura, atacar a la cultura de masas sería oponerse a la democratización de la cultura por vía mediática, democratización que –como el mismo Eco lo reconoce- no equivale a igualitarismo y soberanía popular, pues el pueblo consume en definitiva productos de la sociedad burguesa y teñidos con su ideología, creyéndolos expresiones de su propia cultura. El temor a la difusión y reproducción excesivas es, sí, de carácter elitista, pero la crítica que se hace desde la cultura popular a la (pseudo)cultura de masas no se alimenta en absoluto en este temor, sino en sus propios contenidos, definiéndola sólo por ellos y no por los medios por los que circula, pues a menudo estos mismos medios sirven para transmitir otras formas de cultura. Tampoco se le critica que el pensamiento sea compendiado en fórmulas, el arte antologado con estereotipos y comunicado en pequeñas dosis, sino la visión pasiva, acrítica y conservadora del mundo que alienta, la abolición de la dimensión de profundidad para allanar el camino a la “lógica” de la mercancía. Esta “lógica”, impuesta por el discurso publicitario, además de uniformar la sensibilidad introduce nuevos modelos perceptivos, un lenguaje que es en verdad una ausencia de lenguaje, un simulacro de comunicación que invade principalmente el ámbito de las culturas subalternas, penetrando y desorganizando sus sistemas simbólicos, hasta el punto de que en ciertos contextos los términos cultura popular y cultura de masas parecen designar un mismo objeto, lo que consuma el triunfo del simulacro. Simulacro que actúa primero sobre lo real, remedándolo, y mata luego la dimensión de lo real, paso necesario para que el simulacro se erija en “realidad”, en una copia que no puede ser cuestionada desde un original, pues éste dejó de existir. Ahora sí el kitsch podrá presentarse impunemente como obra de arte, sin más recaudo que el de remedar los modos expresivos que tradicionalmente se utilizaron para crear una obra de arte. Es la publicidad con sus luces y técnicas de manipulación sensorial, y no ya la naturaleza intrínseca y valor de la obra, la que le otorgará el aura.
            Y ya que se vinculó lo híbrido con el kitsch, es preciso detenerse en la caracterización de aquél, desde que no puede definirse simplemente como un producto cultural mestizo. Se trata más bien de una mezcla anodina, estéril, infame, realizada o promovida no por las culturas populares, sino por la cultura de masas y los medios puestos a su servicio. Si una cultura popular toma elementos de otras culturas y los legitima como propios mediante un proceso selectivo y adaptativo, incorporándolos así a su sistema simbólico, no se convierte por eso en una híbrida, ni el nuevo producto puede ser llamado así, pues bajo dicho patrón todas las culturas del mundo serían híbridas. La hibridez, entonces, estaría dada por una falta de conciencia del proceso histórico-cultural al que se pertenece o en el que se actúa, una deriva que sólo puede conducir al kitsch y la rendición ante la cultura de masas. Aun más, se podría definir a lo híbrido como un accionar realizado o inducido por la cultura de masas para destruir la base solidaria y compartida de la cultura popular, alejarla de su proceso histórico y apropiarse de sus elementos, previa resignificación, con fines comerciales. El kitsch, así impuesto por la cultura de masas, promueve esa caótica mezcla de estilos que para Nietzsche representaba la barbarie, y coadyuva a lo que Castoriadis llamara “el ascenso de la insignificancia”.      
            La del folk-market es una producción en serie orientada no hacia los gustos de unos pocos viajeros exquisitos o al menos capaces de comprender al otro, sino hacia una industria turística que, como observa Lombardi Satriani, está inmersa en la cultura de masas4. Pero como se dijo, esa masa no es por desgracia una consumidora pasiva, que se limita a comprar las genuinas creaciones de una cultura, sino que, por el contrario, genera y regula el folk-market al exigir a la producción subalterna que incluya temas, elementos y valores de su pobre visión del mundo, y preste además una utilidad en su sistema, que resulte funcional dentro de él. O sea, la cultura subalterna tiene que producir no lo que la representa de verdad, sino los objetos que el mercado necesita, añadiéndole algún elemento de su propia identidad, el que para resultar visible a gente que no sabe captar la diferencia y menos aún dialogar con ella, debe estereotiparse al máximo.
            Claro que no se puede descartar la vía inversa, o sea la apropiación por parte de las culturas populares de elementos de la cultura de masas para hacer obras que sólo una mirada simplista puede calificar de híbridas, pues entrañan a menudo una sana crítica, mediante los recursos de la risa, de la modernidad dominante, con lo que la imagen dirigida a descomponer su imaginario es devuelta al emisor, para desnudar sus propósitos y obligarlo a mirarse en el espejo de su propia necedad. Por cierto, tal apropiación implica una resignificación y una refuncionalización. Quien busca estupidizar, banalizar, cae así ridiculizado por una devolución retocada, intervenida, que lo pone en evidencia. Esto es un capítulo innegable de la guerra de imaginarios, pero no se debe perder de vista que la relación de fuerzas sigue siendo altamente desfavorable a la cultura popular. La intensidad del bombardeo mediático produce en esta última un daño mucho mayor de lo que puede ganar tomando elementos de la cultura de masas para revertir su sentido y alimentar de tal forma una conciencia de identidad por efecto de contraste, o sea, del rechazo a ese modelo.
Mientras la modernidad occidental se viste de kitsch, identificándose en forma creciente con la “estética” de los medios de comunicación, las culturas populares elaboran como pueden su propia modernidad y muchas de ellas pasan ya a la ofensiva con el apoyo de artistas e intelectuales comprometidos con su destino, como un frente insoslayable de una guerra que busca detener ese Apocalipsis que se ve ahora más real que cuando Umberto Eco escribió su tan célebre como incauto libro.
En la medida en que la modernidad aparece estrechamente ligada a las incesantes búsquedas de las vanguardias europeas y sus emuladores entre las elites del Tercer Mundo, se la tiende a ubicar en la esfera de lo ajeno, de lo dominante, y como contrapuesta al ámbito de lo propio, que estaría representado por una tradición a la que se pretende inmovilizar, como un modo desesperado de defenderla de un cambio que es sólo visto en términos de descomposición, de corrupción de una esencia noble y secular. Se habla de modernización, como proceso que nace no de una evolución interna, sino de una exigencia externa, de una imposición de tipo colonial o neocolonial. No obstante, poco se habla de la otra modernidad, la propia, entendida como un esfuerzo que lleva a los grupos subalternos no a plegarse al discurso y la estética dominantes, sino a darles una respuesta dialéctica desde sus propias necesidades simbólicas. Se quiere decir con ello que la modernidad de una cultura subalterna pertenece también a la esfera de lo propio, y hasta puede jugar un papel más destacado que la misma tradición en el proceso de identificación, pues hay partes de esta última sobre las que los pueblos perdieron todo control y se tornaron poderosos instrumentos de dominación, mientras que elementos relativamente nuevos, que reelaboran o no el substrato tradicional, se legitiman como altamente valiosos y articulan de manera efectiva el imaginario actual.
            Hablar de modernidad en el ámbito subalterno no implica asumir el discurso filosófico occidental que dio origen a este movimiento. La modernidad propia no puede, por lo pronto, entregarse a ese antitradicionalismo acrítico, vesánico, al que se libró la modernidad occidental llevada por la superstición del Progreso, sino que abrevará en la tradición para tomar de ella todo lo posible. Tampoco atacará a la comunidad, puesto que se presentará como un nuevo comunitarismo tamizado por la crítica, a fines de activar su potencial revolucionario. No se inclinará ante la Razón imperial, única, sino que indagará en su propia racionalidad y la jerarquía de valores que la sostiene. En consecuencia, no caerá en el dogmatismo y la intolerancia, ni se tornará cómplice de la “racionalidad” consumista. No desterritorializará el pensamiento y la creación artística, sino que, por el contrario, obrará desde el lugar antropológico, desde el espacio recuperado. Ninguna fiebre rupturista le cerrará los ojos al pasado ni le impedirá pisar con fuerza el presente. Tampoco destruirá al individuo so pretexto de exaltar su libertad, arrojándolo en los abismos de la insignificancia. No negará la base social del estilo, sino que buscará insertar la creación en el proceso histórico de la cultura, estableciendo anclajes visibles con él.
            Al rechazar la inmovilidad que le proponen o imponen a menudo los sectores dominantes, la modernidad en el ámbito de lo subalterno podría homologarse con el concepto de descolonización simbólica. Avanzar, reelaborar el propio imaginario, no es perder identidad, como tampoco la permanencia a cualquier precio es lo que más fortalece a la cultura popular. Si ésta se fosiliza, expulsa, incita a la fuga, mientras que si se enriquece convoca, aglutina y se proyecta con fuerza hacia el futuro. Por lo tanto, la reelaboración de sus tradiciones es el único camino que permitirá a los sectores subalternos, en este mundo tan cambiante, potenciar su identidad. La tradición no puede ser usada para negar el futuro, sino como una forma de buscar el propio futuro, un nuevo orden que guarde cierta coherencia con sus raíces y su proceso histórico. Si se detiene en el tiempo, la cultura dominante le tomará ventaja, y esgrimirá luego la distancia evolutiva entre ambas como argumento para legitimar su pretendida superioridad. Por el contrario, cuando se revoluciona a partir de sus tradiciones, suele dar por tierra con las legitimaciones simbólicas de la dominación, al potenciar su espíritu.

           Ponencia leída en el Vº Congreso Mundial de Cultura y Desarrollo, La Habana,  
             junio de 2005
 
NOTAS

1         Antonin Artaud, “Los ritos de los reyes de la Atlántida”, en Los Tarahumara, Barcelona, Tusquets Editores, 1985.
2         Cf. Jean Baudrillard, La société de consommation, Paris, Folio, 1997; pp. 165-168. La edición original de esta obra data de 1970.
3         Página/12, Buenos Aires, 16/2/2003
4         Luigi M. Lombardi Satriani, Apropiación y destrucción de las culturas subalternas, México, Editorial Nueva Imagen, 1978; p. 173.

 

 

 

HACIA UNA TEORÍA INTERCULTURAL DE LA LITERATURA

I


Se podría decir que nuestra literatura, y especialmente a partir del "boom", es lo que más ha contribuido a prefigurar la idea de que América es una civilización diferente y en proceso de emergencia. Resulta extraño que esto se haya logrado con leyes del juego ajenas, o sea, casi sin cuestionar la concepción occidental de la misma, que terminó de definirse, con el sentido que hoy se le atribuye, recién hacia 1800, en Francia y Alemania. Lo que funda el concepto occidental de literatura es el paso de lo oral a lo escrito y de lo sagrado a lo profano, así como el creciente olvido de todo lo que entraña la palabra viva, que aún apasiona al resto del mundo. O sea, la misma pretensión de autonomía frente a lo religioso y otras funciones sociales que se halla en la base del concepto de arte. En el mundo periférico, en cambio, esto no constituye un objetivo, porque lo sagrado desempeña un rol distinto al que tuvo el Cristianismo en la Europa del Medioevo. Así, por ejemplo, la literatura guaraní es casi enteramente sagrada, y si renegara de dicha dimensión quedaría poco de ella, y justamente lo más prescindible. Cabe señalar además que no hay una frontera clara entre lo sagrado y lo profano, y menos aún en las sociedades tradicionales, por lo que la pretensión de autonomía, además de carecer de universalidad, no resulta fecunda ni siquiera para el mismo Occidente. Es que toda literatura sagrada es en alguna medida profana, por cuanto añade al mito original elementos que hacen a las circunstancias existenciales del autor o intérprete, lo que va desde El cantar de los cantares y San Juan de la Cruz a las plegarias indígenas. Siempre la palabra sagrada, para llegar a los fieles, establece lazos con lo cotidiano, con personas concretas y las situaciones por las que atraviesa la sociedad.
            La oralidad constituye el mejor resguardo de los mitos; es decir, de los relatos fundamentales de la cultura. Y en cuanto expresión del mito, el rito no puede ser ajeno a la literatura. Por el contrario, toda palabra viva se da siempre en una situación ritualizada que la escritura elimina al incorporar el relato a su esfera, como si careciera de valor, sin ver que tal mutilación es algo todavía más grave que reducir un film a su banda sonora. Es que el mayor poder de sugestión del relato reside con frecuencia en este ritual que favorece a la palabra, al crearle un marco propicio, y también al evitarle el desgaste que significa tener que describir pobremente cosas que pueden ser mostradas con una alta expresividad, lo que le permite concentrarse en su función nombradora. Podemos recurrir nuevamente al ejemplo del cine, donde las palabras se usan con mesura y síntesis, al verse relevadas por la imagen del papel descriptivo.
            El relato oral existió en todos los tiempos y en todos los pueblos, y constituye por lo tanto un patrón verdaderamente universal, lo que no puede decirse del relato escrito. Es que la narración y la poesía nacieron milenios antes que las primeras formas de escritura, y cuando ésta surgió, se utilizó para otros fines o tan sólo para guiar el ritual del relato y el canto, como una partitura. En ese lejano comienzo la palabra debe entenderse como el verbo descarnado, el esqueleto del mundo simbólico, que al nombrar crea el ser de las cosas. En el Pop Wuj leemos que no había nada dotado de existencia, que se irguiera sobre el agua en reposo, y que llegó entonces la palabra: Tepeu y Gucumatz hablaron en la oscuridad. O sea, la palabra no esperó para existir que existiera el hombre, pues sin ella ¿cómo se hubiera creado el mundo y al mismo hombre que lo habita? Es el viento de la palabra, con su tono imperativo, el que engendra el universo. Hágase la luz, dijo el Dios del Génesis, y por cierto hubo luz.
            Para los guaraníes, todo es palabra. La identificación es tan plena, que se habla de palabra-alma (Ñe'eng). La función fundamental del alma es la de transferir al hombre el don del lenguaje. La palabra es la manifestación del alma que no muere, del alma original o alma humana de naturaleza divina, que se diferencia del alma animal, ligada a la carne y la sangre, a la vida sensual. En la noche originaria, antes de que la Tierra existiera, Ñamandú Ru Eté, el padre verdadero, desplegó ya en la soledad el fundamento de la palabra futura. La palabra queda así definida como la esencia de lo humano, algo que circula por el esqueleto y lo mantiene erguido. Esta celebración del lenguaje alcanza en el ayvu pöra un alto valor metafórico, un grado tal de belleza, que llevó a Roa Bastos a situar a los himnos guaraníticos, así como a los cantos agónicos de los axés, entre las mejores expresiones de la poesía paraguaya contemporánea.
            Cuando Occidente construye el concepto de literatura sobre la escritura alfabética, el etnocentrismo establece su dominio sobre un milenario arte narrativo y lírico que se sostenía en la palabra viva y sus complejos recursos semánticos y estéticos, desplazándolo hacia ese plano subalterno en el que aún se debaten las literaturas indígenas y populares. La literatura comparada, que tendría que haber tendido puentes sólidos entre esta concepción y las prácticas que se daban en otros ámbitos en relación al lenguaje, no alcanzó resultados reveladores, quizás por haber descartado en su misma base metodológica (establecida en 1951 por Marius F. Guyard) los contextos sociales y las situaciones de dominación, y también por haberse movido preferentemente en el ámbito de las literaturas escritas reconocidas por Occidente. Por su parte, Angel Rama acusa a la “ciudad letrada” y la concepción de la modernidad en que se sustenta la misma de haber museificado a la oralidad en América Latina, y, junto con ella, la alteridad en que se nutre.
            El textualismo, que alcanzaría en Francia su más alta expresión, difundiéndose desde allí a ciertas élites de los países de América, que lo asumieron como una ideología de la escritura, configura la antípoda de la narración oral ritualizada. Diría que se cierra con él un largo proceso de desritualización iniciado con las primeras formas de escritura, y que se aceleró con la invención de la imprenta. El relato perdió aquí lo último que le restaba, y que constituía su principal patrimonio: lo estrictamente narrativo, la historia que se cuenta, la que pasa a ser tan sólo un pretexto, o pre-texto. Ya todo sucederá en el plano del lenguaje, sin una auténtica correlación objetiva. Se cayó por esta vía, al decir de Julio Cortázar, en la masturbación verbal de desordenar el diccionario, sin ver que el lenguaje que cuenta no es el que se complace en sí mismo, considerando todo un mérito el decir poco o nada en un texto, sino el que abre ventanas a la realidad. Es que tanto el formalismo como el estructuralismo y la semiótica que alientan esta visión de la literatura, responden en realidad a modelos decimonónicos que muestran ya en Occidente señales de agotamiento, mientras crece el asedio de la epistemología. En la deconstrucción que ésta realiza del saber se ha constatado que la diferencia entre la escritura de ficción (artística o poética) y la de las ciencias sociales e incluso naturales, es mínima. Las tres tendrían un estatuto similar, en la medida en que operan sobre la base de metáforas. O sea, Europa retornaría por este camino, aunque con nuevos lenguajes, hacia la concepción anterior a la que ella misma definiera alrededor del año 1800.
            Ello nos devuelve a la palabra, a la necesidad de crear -especialmente en Nuestra América y el resto del mundo- una ciencia literaria que incluya a la oralidad y las literaturas indígenas y populares. Esta deberá comenzar cuestionando la pretendida universalidad de la concepción occidental, que estuvo desde el principio al servicio de una hegemonía, para abrirse sin prejuicios hacia otras literaturas escritas, y sobre todo al sistema de la oralidad, lo que implica fundarse en el lenguaje en sí y no en el texto impreso. El desafío pasa entonces por construir un sistema comprensivo de ambos sistemas, y que establezca entre ellos una relación  simétrica, es decir, no jerárquica, a través de un diálogo enriquecedor. Para lograr esto, es preciso apelar al auxilio de otras disciplinas, como la antropología, la filosofía, la sociología, la lingüística, la historia y la teoría de la comunicación.
            Deberá asimismo esta ciencia dar un mayor relieve a la historia que se narra (elemento de verdadera universalidad), con sus contenidos humanos, éticos, políticos y sociales. No se trata por cierto de restar importancia a la preocupación por la forma, que en mayor o menor medida está presente en la literatura popular, sino de afirmar la idea de que la mejor literatura, la más necesaria, es la que cuenta bien (o sea, con un buen  despliegue de recursos formales) una buena historia. Este criterio vendrá a acortar la brecha entre las bellas letras y la literatura popular, favoreciendo un diálogo provechoso para ambas. Las plegarias de los mbyá-guaraní y los cantos agónicos de los cazadores axé nos dicen mucho, y lo dicen con belleza, con forma. Nuestros pueblos perciben que donde falta belleza formal falta eficacia, concepción que vincula estrechamente la función estética a la religiosa y demás funciones sociales.
            La literatura existe en tanto esfuerzo por decir lo que el lenguaje corriente no suele decir, o para expresarlo con una eficacia mayor. Literatura sería entonces el conjunto de obras creadas por una sociedad, tanto en prosa como en verso, y hablaremos de literatura popular cuando estas obras pertenezcan a los sectores subalternos de dicha sociedad. La literatura popular puede ser tanto anónima como autoral, oral como escrita y  tradicional como moderna.
            En la concepción occidental, si no hay belleza en la expresión no hay literatura, pero ocurre que los sectores populares rara vez se proponen hacer literatura, desde que no persiguen la belleza como un valor separado de la función social de la narración y la poesía. En consecuencia, la caracterización del hecho literario popular será en la mayor parte de los casos realizada desde afuera del sistema y conforme a criterios que le son en gran medida ajenos, pero no por esto inaplicables. Porque resulta perfectamente lícito incorporar al concepto de literatura discursos escritos y orales creados fuera de sus convenciones, como de hecho se viene haciendo, siempre que se evite el reduccionismo fácil en lo que respecta a los géneros, y no se homologuen las leyes de la oralidad con las de la escritura. Lo grave es que dicha incorporación no se realice comúnmente en términos de igualdad, de coexistencia e intercambio en similares condiciones, sino dentro de un sistema jerarquizado, donde las creaciones populares son tildadas de "folklóricas" y confinadas a otro plano, algo que no puede codearse con la bellas letras, que son las letras de los que ejercen (o pretenden ejercer) el monopolio de la palabra.
            La literatura subalterna tendría en América cinco grandes vertientes: 1) Las literaturas indígenas, cuyos mitos suelen alcanzar un mayor grado de originalidad que los cuentos; 2) La literatura de los sectores campesinos de raíz mestiza, que constituiría el llamado "folklore literario" en sentido estricto; 3)  La literatura de los sectores afroamericanos, que ha tenido hasta ahora un muy escaso acceso a la escritura; 4) La literatura popular urbana, que hoy se debate en una tan dramática como compleja interacción dialéctica con la cultura de masas, la que tiende a apropiarse de sus contenidos y desvirtuarlos; 5) La literatura, tanto oral como escrita, que se deriva de procesos migratorios hacia países de otra lengua, y que sería el caso de la producida por los chicanos y los "nuyoricanos" (portorriqueños de New York).
            El problema de la incorporación de las literaturas indígenas lleva a trabajar al menos en cuatro líneas. La primera sería la literatura de tradición oral de estos pueblos, narrada o cantada en su lengua y con la totalidad de los elementos que definen el estilo social y aportan unidades semánticas no verbales. La segunda está dada por el tránsito de los relatos y cantos de tradición oral a la escritura, lo que obliga a distinguir los casos en que dicho tránsito fue realizado por personas ajenas al grupo de los que fue obra de miembros del mismo, y a preguntarse si se utilizó la lengua materna o una segunda lengua. La tercera línea sería la creación literaria escrita en lengua indígena, actualmente en emergencia, y que reclama un sitio en la literatura de América Latina que vaya más allá de contar sus mitos y cuentos a los niños mediante adaptaciones estereotipadas. Una última línea de trabajo serían las creaciones literarias escritas en los idiomas coloniales (español, portugués, inglés) por miembros de dichas minorías, quienes se apoderan así de lenguas de gran difusión para poder publicar sus obras y encontrar un público lector que de otro modo no tendrían, por pertenecer a pueblos ágrafos o que carecen de la práctica de la lectura. Africa y Asia optaron por esta línea, no sin desatar encendidas polémicas en el seno de las sociedades nacionales y hasta en los mismos grupos tribales. Por otra parte, no se trata sólo de realizar un buen traspaso de la oralidad a la escritura y los nuevos medios -lo que se ha dado en llamar oralidad mediatizada-, sino de retroalimentar el sistema de la oralidad con la devolución de todo lo que se registró y publicó por los diferentes medios, como parte de un proceso de reculturación y apuntalamiento de su propia lengua, la que deberá jugar un rol fundamental en la alfabetización.
            Es que, como señala el escritor zapoteco Víctor de la Cruz, la literatura india contemporánea se plantea en primer término el problema del alfabeto. Los escritores comienzan a escribir utilizando las letras del alfabeto latino, pero adaptándolas o combinándolas para adecuarlas a los fonemas de su lengua materna y formar así un alfabeto práctico. Pero ocurre a menudo que éste no se encuentra uniformado, y surgen criterios disímiles al respecto que se disputan la primacía y hasta producen confusiones en el sentido, ya que a los serios desacuerdos sobre cómo resolver un problema lingüístico se suman las variantes dialectales de una misma lengua. Tales dificultades llevan en la mayor parte de los casos a utilizar la lengua colonial, donde los criterios, sí, son uniformes (1). Sucede así que muchos alfabetizados pueden leer sin problema el español, pero tropiezan al leer textos en su propia lengua,
por falta de costumbre. Mas ocurre asimismo, como contrapartida, que los grupos indígenas con mayor dominio de la lecto-escritura en su lengua la están usando no sólo para escribir cuentos y poesías, sino también ensayos científicos y textos oficiales. Esta es sin duda la mejor vía para lograr que dichas lenguas dejen de ser vistas como "dialectos" sin posibilidad de escribirse (2).
            La entusiasta aceptación por Occidente de las ventajas de la escritura impidió, hasta épocas muy recientes, comprender la magnitud de sus limitaciones, y produjo una desvalorización apresurada y acrítica de la oralidad, cuyas sutilezas técnicas recién están siendo estudiadas en toda su complejidad. Pero el vehículo fundamental de la cultura no es la escritura, sino la lengua. Ella, de por sí, ha sido capaz de permitir la transmisión cultural durante siglos y milenios. El lenguaje es un fenómeno principalmente oral, pues de las miles de lenguas que se hablaron a lo largo de la historia de la humanidad, sólo l06 se plasmaron por escrito en un grado suficiente como para generar una literatura de este tipo, y la mayoría de ellas no llegó a la escritura. De las tres mil lenguas que hoy existen, nos dice Walter Ong (otras fuentes posteriores duplican y hasta triplican esta cifra), sólo 78 poseen una literatura escrita (3).
            O sea, el desafío pasa entonces por construir una teoría verdaderamente universal (es decir, intercultural) de la literatura, un sistema comprensivo de todos los sistemas, ya sean centrales o periféricos, y basados tanto en la escritura como en la oralidad. Tal sistema ha de establecer relaciones simétricas en su interior (es decir, no jerarquizadas), y no entender la diversidad como una yuxtaposición conformista y despreocupada de lo diferente, sino como un esfuerzo real por establecer un diálogo enriquecedor entre las prácticas que lo conforman. Al fin de cuentas, los poetas y narradores orales recibieron siempre influencias estilísticas y ejes temáticos del ámbito de la escritura, así como ésta los recibió de la oralidad, en un intercambio por lo común fecundo.
            Al definir esta nueva concepción no se debe privilegiar a la América mestiza como eje de un proyecto de identidad, como hizo el criollismo, para tomar en cuenta todas las prácticas lingüísticas de las diferentes matrices simbólicas que aún mantienen un resto de autonomía. Es que una teoría que se pretenda realmente científica y universal debe abolir el ámbito de lo subalterno, pues mantenerlo bajo cualquier máscara sería no sólo renovar a conciencia las formas de una vieja dominación, sino también desconocer el rol de la literatura en el proyecto de identidad de todos los pueblos del mundo que, después de sobrevivir siglos en la noche de la marginalidad, buscan hoy su rostro en un espejo fragmentado.


II


Salvo raras excepciones, se podría decir que durante la Colonia y el siglo XIX la literatura que se produjo en la región opacó nuestra identidad, al sobreponerle lentes distorsionantes, como la asimilación de lo propio a la barbarie y de lo ajeno a la civilización. Así, incluso hasta la mitad del siglo XX, los parámetros de creación y valoración partieron de Europa, salvando algunas excepciones, como sería el caso sorprendente del modernismo brasileño. Con el desarrollo de la conciencia política, a partir de los años '50, la literatura se va desfolklorizando, para definirse como una fundación mítica del modo de ser americano. Así como Europa partió siempre del presupuesto de la superioridad de su cultura, nosotros partimos del presupuesto de la insuficiencia de la nuestra, y quisimos suplir ese hipotético vacío con reverencias, con miradas extrañadas, exotistas, como si fuéramos viajeros europeos de paso y no nativos de este suelo. Así se vio al indio, al mestizo, al gaucho, desde afuera, con ojos ajenos. Se tejieron versiones románticas de los mismos, como La cautiva de Esteban Echeverría, Tabaré de Zorrilla de San Martín, Cumandá de José de León Mera y El guaraní de José de Alençar. En estos dos últimos, salta la influencia del Attala de Chateaubriand. Mientras los plásticos pintaban al indio como un héroe griego, ajustándose a las leyes de la Academia, también la literatura se complació con indios nobles y valientes, colmados de virtudes cristianas y occidentales, porque todo lo bueno debía identificarse a la postre con lo occidental y cristiano. La dignidad del que resiste, de quien defiende a ultranza su cultura e identidad frente a la civilización occidental, no era siquiera concebible. Para ser verdaderamente noble, el indio debía someterse de buen grado a los valores de la civilización, como se patentiza no sólo en la obra de los autores antes mencionados, sino también en Clorinda Mato de Turner y otros que continuaron la corriente indianista. El realismo socialista daría luego cuenta de esa visión romántica, impulsando el crecimiento del regionalismo y el indigenismo. Dichas corrientes significaron desde ya un avance, pero no el logro de la meta. Es que el realismo socialista, al fin de cuentas, es más una degradación maniquea del realismo burgués que la superación del mismo. Al confundir sus esquemas con verdaderos paradigmas fue incapaz de ir más allá de la falsificación del lenguaje del campesino, del indígena, del obrero y el minero, mutilando ese plano interior que constituye a menudo el único patrimonio de los oprimidos. Si es la palabra lo que humaniza al hombre, despojar al otro de su palabra, hablar por él, es deshumanizarlo. Así, en Huasipungo y otros libros de Jorge Icaza no se ve la humanidad del indio, sino más bien su bestialidad. Mostrándolo como un animal, Icaza quiere despertar la compasión del lector, sin comprender que lo verdaderamente movilizador es la visión de una dignidad pisoteada, de una humanidad humillada, lo que sí resulta patente en la obra de José María Arguedas, y especialmente en una novela como Los ríos profundos (1958), que marca a nuestro juicio la culminación del indigenismo literario. El siguiente paso será ya una literatura india moderna, o de autores no indígenas que trabajen con estas culturas fuera del cauce del realismo, y sobre todo del realismo socialista, esa estética que, al decir de Ivanovici, pecó por generosidad, llegando a ser en última instancia una retórica vacía, cuando no una ideología reaccionaria (4).
            La cuestión no es sólo abordar lo popular como un tema, sino penetrar en sus sistemas simbólicos y mentalidades para reconstruir desde lo profundo de esa conciencia nuestra realidad en tanto "otros" culturales, es decir, nuestra alteridad. Y más allá de los mecanismos psicológicos con los que nuestros pueblos arman su visión del mundo y de Occidente, están los múltiples géneros de la literatura popular y los distintos estilos narrativos y poéticos, los que casi siempre fueron desdeñados por la otra literatura. Por eso abunda una literatura de mestizos y sobre mestizos, pero falta aún una auténtica literatura mestiza que pueda conjugar las vertientes narrativas occidentales más vigorosas con los estilos populares de narración, con todos los recursos técnicos que éstos despliegan.
            Un antecedente temprano dentro de esta línea tan poco recorrida fue Macunaíma, la ya célebre novela de Mário de Andrade, que se publicó en 1928. Mário y Oswald de Andrade, como usstedes saben, lideraron el movimiento modernista brasileño en el plano literario, el que supo sortear el servilismo a las mitologías grecolatinas en que cayó el modernismo hispanoamericano, más allá de los toques de sabor local. Mário de Andrade basa su obra en serias investigaciones sobre las mitologías amazónicas, en estudios folklóricos y también en los mitos urbanos y los que elaboran los campesinos en la ciudad. El resultado es un bricolage narrativo que conjuga tres estilos: uno solemne, épico-lírico, propio de la leyenda; otro de crónica, cómico y desenvuelto; y un último de parodia. Obra de una gran humanidad y un intenso humor que no se queda en simple juego, desde que conforma una alegoría crítica del Brasil, país que había abandonado, o quería abandonar entonces, la posibilidad de construir una civilización tropical para emprender rumbos europeizantes. Novela construida con adobes de decires indios, tejas de arcaísmos mestizos y la cal de las erudiciones del autor. Obras mayores de la literatura mundial se construyeron con este procedimiento, como el mismo Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y, en otro plano, Don Quijote de Cervantes, el El Decamerón de Bocaccio y los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Es que la risa que sustenta a las mismas constituye el recurso popular por excelencia, el arma más eficaz para demoler las almidonadas torres de la opresión.
            El fatalismo de signo negativo que tiñe la visión de la naturaleza respecto al hombre que la puebla en obras como La vorágine de José Eustasio Rivera (1924), Anaconda (1921) de Horacio Quiroga y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, para citar sólo algunas, resultará revertido (es decir, convertido en algo positivo, en la expresión de una identidad que se valoriza y proyecta) por Mário de Andrade y otros escritores que le sucedieron. Este proceso de reversión arranca en verdad en las últimas décadas del siglo XIX, en obras como el Martín Fierro de José Hernández, quien rescató al gaucho, aunque ni siquiera llegó a vislumbrar la humanidad del indio. En la literatura argentina, este mérito correspondió curiosamente a un refinado aristócrata como Lucio V. Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles. Ambas obras se ocupan así de mostrar que tanto la pampa del gaucho como la del indio no eran desiertos, sino un ámbito de seres que pensaban de un modo diferente al de la intelectualidad de Buenos Aires, cegada por la dialéctica civilización / barbarie. En Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, tal reversión es aún más patente, por lo que se podría decir que esta obra completa el proceso.
            El trabajo con el paradigma y el mito encuentra un amplio lugar en la producción de Miguel Angel Asturias, y en especial en Hombres de maíz (1949), que se construye sobre los textos de la antigüedad kiché. También en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, editado en 1955, toman formas paradigmáticas las voces secretas de los Altos de Jalisco. En 1956 se publica la que bien podría constituir la obra cumbre de nuestra literatura: Gran Sertón: veredas, de Joao Guimaraes Rosa, considerada como el punto de partida de la nueva literatura brasileña. Por su énfasis en los mitos, en los paradigmas culturales del sertón, significó una gran vuelta de tuerca al regionalismo, un regionalismo transfigurado, universalizado, que se dio en llamar "suprarregionalismo". Esta vertiente se prolonga en otras obras importantes, como Cien años de soledad (1967), de García Márquez, Yo el Supremo (1974) de Roa Bastos, e incluso en la producción de Manuel Scorza, autor mal incluido por algunos críticos en la corriente del realismo socialista. Redoble por Rancas, así como la saga que esta novela inaugura, no peca de esquemática y maniquea. Por el contrario, conjuga muy bien la dimensión de la lucha, la mejor tradición del realismo, con el mundo mágico, mostrando a este último como algo positivo desde un espíritu revolucionario americano, que no se contrapone a la realidad sino que la ilumina.
            Los estudios de Angel Rama, y en especial su libro Transculturación narrativa en América Latina, muestran una preocupación recurrente por nuestra modernidad literaria, la que a su juicio se logró gracias a la conquista de una autonomía crítica, la que permitió reunir una serie de obras sin una relación discursiva evidente entre sí en un “sistema literario latinoamericano”, que hizo más visible la identidad de la región, hasta el punto de que hoy cuesta pensar, por ejemplo, en el  Perú sin recurrir a Ciro Alegría, José María Arguedas y otros autores que abrieron al mundo el dolor y la belleza de los Andes.
            Esta literatura de mitos, de paradigmas, no sólo se refiere al área rural. También la ciudad fue convertida en un espacio arquetípico. Obras como El juguete rabioso (1926) y Los siete locos (1929) de Roberto Arlt marcan acaso el despegue de dicha actitud, que se afirma en obras como el Adán Buenosayres (1949) de Leopoldo Marechal, en La vida breve (1950) y todo el ciclo de Santa María de Juan Carlos Onetti, en Sobre héroes y tumbas (1961) de Ernesto Sábato, Rayuela (1963) de Julio Cortázar y Tres Tristes Tigres (1965) de Guillermo Cabrera Infante, así como en algunas novelas de Carlos Fuentes, José Donoso y otros.
            Las concesiones al ensayo, la filosofía, la historia y la teoría del arte a la que se libró esta literatura urbana de la época del "boom" son en buena medida eliminadas por el llamado "post-boom", que prefiere regresar a las raíces del género novelístico, para lo cual toma otra vez el ejemplo de la mejor narrativa norteamericana, y también del buen cine de este país. Si bien la sujeción a lo real maravilloso es aquí menor, se recupera el coloquialismo, el sabor popular del lenguaje, y también los mitos y las leyendas.
            Se diría que algún sexto sentido permitió a la literatura norteamericana mantenerse en gran medida al margen de las vanguardias que en Europa sacralizaban el texto, para seguir cultivando un vigoroso sentido de la narración, que actuó como fermento no sólo del "boom" de la literatura latinoamericana, sino también del "post-boom". Frente a la exaltación de lo puramente lingüístico se alzan como robles las figuras de William Faulkner, Ernest Hemingway, Erskine Caldwell, John Dos Pasos y tantos otros, que nos recuerdan que la literatura no puede agotarse en una pura pirotecnia verbal, sino que debe dar cuenta del mundo, de su realidad, y también, por qué no, construir la realidad. El "boom" no sólo sirvió para que escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y algunos otros vendieran más libros. Sirvió, sobre todo, para mostrar que a pesar de la diversidad, del aparente caos, había elementos convergentes, un común denominador irrefutable. No es por eso gratuito afirmar que lo que hoy llamamos América, o cultura americana, es en buena medida producto de la fuerza de la palabra, que en un momento determinado supo desplegar nuestros paradigmas, nuestros distintos sistemas simbólicos y los nexos que los unen, dándoles una coherencia antes no visualizada.
            Podríamos decir entonces, para terminar, que la literatura de Nuestra América arranca del mito, sigue con el distanciamiento del mismo por el corte que realiza el colonialismo, y luego, en la medida en que se descoloniza, avanza nuevamente hacia una progresiva reinstauración del mito, lenguaje que permite ir de la realidad visible a la invisible. El mito, así, no es mera ficción, sustitución de la realidad, sino la revelación más profunda de la misma, es decir, su fundamento. En la medida en que no lo pierda de vista, nuestra literatura será un buen puntal, y también una manifestación clara, de la emergencia civilizatoria de la región.


NOTAS


1)       Cf. Víctor de la Cruz, "Literatura indígena: el caso de los zapotecos del Istmo", en Situación actual y perspectivas de la literatura en lenguas indígenas, de Carlos Montemayor (Coordinador), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,l993; p. l4l.
2)  Cf .Juan Gregorio Regino,"Escritores en lenguas indígenas", en ibidem; p. l24.
3)       Cfr. Walter Ong, Oralidad y  escritura. Tecnologías de la palabra, México, FCE, l980;
      p. 17
4)       Cfr. Víctor Ivanovici, "Por una teoría del texto", en La Bufanda del Sol, Nº 11-12,
      Quito, junio de 1977.


(Ponencia presentada en la Feria del Libro de Porto Alegre, julio de 2003)


ANTROPOLOGÍA VISUAL: DEL CINE-OJO AL 
DOCUMENTAL SOCIAL         
                                                                                      

Se podría decir que la antropología visual es una antropología de la mirada, pero no de cualquier mirada, sino de la que recae sobre el otro, y también de la que se vuelve sobre la proia sociedad tras haber recorrido los caminos de la diferencia. Si toda persona, en definitiva, no es más que una cierta mirada sobre el mundo, un modo especial de ver las cosas, cabe indagar el sustrato antropológico de esa mirada, para saber hasta qué punto está teñida (y deformada) por la ideología, el etnocentrismo, el subjetivismo, los estereotipos y otras enfermedades de la percepción que a su vez afectan a la sensibilidad. Cabe también indagar, saliéndonos ya del sujeto que mira, el papel de la imagen visual en la formación de identidades colectivas, cómo es visto el oprimido por el ojo dominante y cómo participa aquél en la producción de la imagen. La cuestión no reside tanto en el medio que se utilice, sino en la forma en que se lo utiliza, en analizar qué selecciona la mirada, cómo se estructura el relato y todo el proceso de producción audiovisual, y qué destino se le da finalmente al producto, pues esto último será la prueba de fuego de la intención de fondo de los realizadores. Pero la antropología visual no es algo que quede reducido al cine antropológico, pues todo film puede ser sometido a esta mirada y el gran arte debe pasar por esta prueba, es decir, estar orientado antropológicamente.
Al parecer, el antecedente más remoto de cine etnográfico data de 1895, cuando Félix Régnault, un antropólogo francés, decidió apelar a esta técnica pa­ra hacer un estudio comparado del comportamiento humano, y filmó en París a una mujer ualof que fabricaba cerámica en la Exposición Etnográfica del África Occidental. Hacia 1900, Regnault propone que todos los museos coleccionen “artefactos en movimiento” del comportamiento humano para el estudio intercultural de los movimientos corporales y su exhibición. Entre los antecesores, cabe citar al alemán Karl Weule, quien entre los años 1906-1908 utilizó una cámara fabricada en Dresden para hacer registros de campo en Tanganika, así como las filmaciones del antropólogo norteamericano Franz Boas. Pasos más fir­mes serían Le voyage du "Snark" dans les mers du Sud, roda­da en 1912 por el capitán Martin Johnson, y Tiempos mayas y La voz de la raza, filmadas ese mismo año por el mexicano Carlos Martínez Arredondo.
Poco tiempo después comenzará a moverse Robert Joseph Flaherty por los hielos del Ártico, en la larga y complicada gesta de lo que sería el primer documen­tal tratado como obra de arte: Nanouk of the North (1920–1921), conocido entre nosotros como Nanuk, el esquimal. Fla­herty no era etnógrafo ni se proponía hacer etnografía. Tam­poco filmar un "documental". Tal palabra fue usada por pri­mera vez en 1926 por John Grierson –un sociólogo escocés que personalmente dirigió un solo film: Drifters, sobre los pes­cadores del Mar del Norte (1929)– para nombrar toda elabora­ción creativa de la realidad y separarla de las simples descripciones de viaje, los noticiosos y filmes de actualidades. Lo que Flaherty deseaba era hacer del cine un documento vivo y no sólo un espectáculo regido por imperativos industriales que le quitaban autenticidad, convirtiéndolo en una mera máscara de lo real. Pensaba en un cine sin actores contratados para simular pasiones y situaciones, sin ambientes falsificados. Los mismos hombres del lugar, con su vida y costumbres, y el paisaje real, con sus plantas y animales, debían ser las "estrellas" del film. Pasó por eso un año con los esquimales antes de ponerse a ro­dar. Su método es la observación participante. Nanouk partici­pa en la película, proponiendo escenas y detalles, asistiendo a las precarias proyecciones realizadas por Flaherty del material revelado y reflexionando sobre lo visto. Si consideramos que se trata del comienzo de este tipo de cine, con la falta de referen­cias que esto implica, la experiencia sorprende, pues recurre a métodos verdaderamente revolucionarios, como la puesta en escena documental para reconstruir dramáticamente la realidad con sus actores naturales y crear así un testimonio poético de ella. Como apoyo al hilo argumental, utiliza la narración verbal, o sea, mensajes escritos para el espectador que son claves de interpretación. Ante Nanuk, Flaherty es en cierta forma un romántico que huye de la civilización, cuyo método y propósitos soslayan el trasfondo político de la situación colonial. Con respecto a Moana of the South Seas (1923–1925), declaró que no le interesaba la decadencia de esos pueblos como consecuencia de la dominación blanca. Su fin era mostrar su originalidad y majestuosidad, "antes de que los blancos anularan no solamente su personali­dad, sino a los propios pueblos, ya en vías de desaparición"1. Su actitud ratifica tal condena, considerándola fatal, inevita­ble. No se trataba de ayudar a estas sociedades a sobrevivir, sino de rezarle un responso. Vemos entonces que, al igual que la antropolo­gía, el cine antropológico es desde sus comienzos connivente con el colonialismo. Si bien en Moana Flaherty luchó contra la pretensión de Hollywood de acomodar el drama vivo al con­vencional, entrando en la realidad con una forma dramática preconcebida, no deja de ser un neo–rousseauniano que busca la simplicidad de antaño, lo no contaminado que debe morir.
Al ruso Dziga Vertov, tenido por Rouch como otro padre del cine etnográfico, tampoco le interesó nunca la etnografía, ni abordó contextos culturales con códigos diferentes. Pa­ra él, toda la realidad era extraña, y la cámara debía ser un ojo abierto a lo desconocido. Fue el pionero del nuevo cine sovié­tico, en el que aparecerían luego figuras como las de Kuleshov, Pudovkin, Eisenstein y Duvzhenko, con obras que llevarían a Arnold Hauser a declarar que el cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene logros en su favor2. Vertov se propuso concretar el caro sueño de suprimir toda intermediación ideo­lógica entre la realidad y el espectador, y también fundir o acercar en la medida de lo posible los lenguajes estético y científico, aplicando un método científico–experimental al mundo visible para explicarlo. Su trabajo, con todo, fue muy personal. Sus impulsos y desplantes estéticos tienen esa arro­gancia de las vanguardias de la época, y en especial del futuris­mo, lo que lo lleva a la exaltación de la máquina y el movimiento mecánico, que simbolizaban la dinámica del Progreso. Propone una cámara de objetividad absoluta, que sea un reflejo directo de la realidad, y para esto rechaza los elementos dramáticos tomados del teatro (actores, guión –al que sustituye por un mero plan de rodaje–, estudios cinematográficos, escenografía, dirección). La estilización provendrá de la calidad de la imagen y el ángulo de la toma. También hay que liberar al cine  de sus tributos a la literatura y la música, a las que considera asimismo desviaciones, para realzar su propio ritmo, su lengua­je específico, que se consigue investigando la máxima expresi­vidad por medio de la selección de los ángulos adecuados fren­te a la realidad bruta, y sobre todo por el montaje, que empie­za durante la observación inicial directa, sigue durante la filma­ción y termina después de la misma. Comprende que la correla­ción de las imágenes cinematográficas, base del ritmo, es una unidad compleja formada por una suma de diferentes correla­ciones (de planos, de los ángulos de la toma, de los movimien­tos en el interior de las imágenes, de las luces y sombras y las velocidades del rodaje). Con esta invención, la cámara y su vi­sión dejan de contar demasiado; lo importante es la construc­ción de segundo grado que se puede plasmar a partir de tal vi­sión. Y esto no es ya la realidad pura, sino la elaboración plás­tica que un sujeto (artista) realiza de ella. Se trata de un lenguaje estético, sí, pero de una estética de lo real, que llamó cine–ojo (kinoki). Rompe por cierto lanzas con el cine industrial, al igual que Flaherty, negándole el carácter de auténtico arte. Ese "arte" será incendiado por la revolución que él propugna.
Vertov apeló a todos los medios de rodaje al alcance de la cámara, considerándolos procedimientos normales y no tru­cos. Al rechazar el cine industrial dio por cierto un gran golpe a la ideología, pero ésta volvió a introducirse en la obra por el arti­ficio del montaje, porque todo empleo de una técnica para lo­grar un efecto especial está subrayando algo, privilegiando a un elemento de la realidad sobre otro, procediendo por selec­ción, y ésta siempre, en mayor o menor grado, es subjetiva, valorativa, ideológica y, en cuanto tal, priva al ojo de su pretendida neutralidad. No obs­tante, al prescindir de la experiencia y los juicios personales para permitir que el ojo funde la realidad, dio un importante paso metodológico hacia el cine etnográfico.
Se puede decir, como resumen, que Vertov acciona la cá­mara con la esperanza de que pase algo interesante ante ella, o de volverlo luego interesante gracias a la magia del monta­je. Su método es así distinto al de Flaherty, quien, en virtud de la convivencia y concertación previas, sabe lo que va a suce­der cuando accione la cámara y desea que suceda eso y no otra cosa. Lo espontáneo tiene poco lugar en su esquema.
En lo analizado hasta aquí, vemos que el cine etnográfico es un desprendimiento del cine documental en cuanto arte de lo real, y no un mero intento de aplicar dicha técnica al regis­tro de la investigación científica. Esto último se desarrollará luego de las búsquedas de Vertov y Flaherty  bajo el im­pulso de los jóvenes etnólogos que seguían a Marcel Mauss. Lo artístico será echado entonces a un segundo plano, como sub­jetivismo deformante de la observación científica. Se procura­rá retratar con los menores recursos formales posibles la realidad del otro. El montaje, base del arte cinematográfico, pierde sen­tido, así como la noción de ritmo, por las distorsiones que im­plican del tiempo (y orden) cronológico y la duraron real. Lo puramente científico parece conducir a lo tedioso, al cerrarse a lo expresivo. Quedarán así abiertos dos caminos que nunca terminarán de encontrarse pese a los intentos de síntesis. Los antropólogos "serios" menospreciarán a los buenos filmes etnográficos por sus concesio­nes al estilo, y los artistas negarán a los registros científicos la calidad de cine.
Claudine de France distingue entre el cine etnográfico documental en el que la investigación etnográfica es anterior a la descripción fílmica de sus resultados, al que llama cine explicativo o documental, y los casos en que la cámara forma parte del proceso de investigación, al que llama cine de exploración etnográfica.3 Este último caso viene signado por la incertidumbre, pues no existe un guión previo y la cámara no sabe aún con certeza qué significa lo que está registrando. Tampoco adónde conducirá la escena, ya que no tiene el control del proceso ni puede intervenir en él sin interrumpir o modificar la experiencia. Su intención no es además comunicativa, pues el uso que se dará a la imagen dependerá de los resultados.
El llamado cine observacional se desarrolla a partir del direct cinema. Se basa en la observación, no en la participación, y quiere ser un registro fiel sobre la base del sonido sincrónico. Descarta las luces, la dirección, la actuación y la planificación, buscando registrar la vida cotidiana en su espontaneidad, sin  modificarla ni manipularla. No acepta por eso el montaje ni los primeros planos. Recomienda usar planos largos o medios, y en lo posible una cámara fija, a la que se debe situar en el punto de observación privilegiado, a fin de no parcializar la realidad. Quiere presentar el acontecimiento completo y sin cuñas de subjetividad que alteren las dimensiones del espacio y la duración de la escena. Rechaza asimismo toda intervención del antropólogo. También las reconstrucciones y toda intención dramática, al esforzarse en lograr una objetividad y neutralidad máximas, sin la mediación de la palabra y la interpretación. Esta última queda completamente vedada. Señalan unos que la filmación ininterrumpida, sin movimientos de cámara ni montaje posterior, nos da una visión más exacta de lo sucedido que una filmación artística, pero otros replican que esto es falso, porque olvida la mediación de la imagen audiovisual, toma al cine como un instrumento independiente del lenguaje y de la posición del investigador respecto a la técnica que utiliza, así también como de su ideología, que determina su mirada sobre el mundo. Además, la cámara no es un instrumento objetivo, en tanto opera un proceso de selección (enfoque, cuadro, ángulo). El cine observacional es tedioso, no ayuda a significar, a reparar en los detalles. Para eso se precisa el primer plano, y el ritmo necesita la alternancia de planos. El dato audiovisual crudo además no basta a la antropología, pues éste se torna relevante cuando es interpretado dentro de un contexto etnográfico, y el cine observacional niega la interpretación teórica de la imagen. Este método suele usarse en el registro de espectáculos artísticos, pero a mi juicio es insuficiente para mostrar la calidad artística de los mismos, y debe complementarse con otro que trabaje los planos y detalles.
El direct cinema nace en Estados Unidos en los años 60, impulsado por Richard Leacock, antiguo colaborador de Flaherty. Acepta el montaje y el acercamiento de la cámara a la acción en diversos planos, pero elimina la mayor parte de los recursos de edición del documental clásico, evitando todo lo que sea ajeno a la escena filmada, como los comentarios en off, la música y los sonidos ajenos a  la situación, las reconstrucciones, las puestas en escena documentales y las entrevistas dirigidas. La cámara debe estar lo más ausente que se pueda de la acción, limitarse a registrarla casi de un modo desapercibido, si es posible como una mosca en la pared de una habitación.
Quizás el llamado cine etnográfico se hubiera acabado cha­poteando en los pantanos de un racismo no del todo conscien­te y cegado por los resplandores de lo exótico, de no ser por la tan polémica como monumental figura de Jean Rouch, cu­yas búsquedas y hallazgos en el terreno estrictamente cinema­tográfico han convencido más que sus planteos conceptuales, en los que se vislumbra un gran ausente: el colonialis­mo. Es que Rouch, al igual que Flaherty, rechaza la historia. Sólo cree en el drama individual, en lo anecdótico, en el deta­lle aislado de su contexto y su duración. Su manifestación de que el cine debe testimoniar con grave­dad y nobleza los momentos supremos de los hombres y las civilizaciones no lo llevó a menudo a escoger los personajes adecuados, los que fuesen una fiel expresión de la concien­cia de un pueblo, capaces de unir los aspectos más profundos de su tradición cultural a una voluntad de liberar a dicha tradi­ción de sus rémoras retardatarias y el colonialismo que la destruye. Bajo el cine–trance y la alegría de filmar Rouch no se pregunta con frecuencia lo que hace y por qué o para qué lo hace. Lo importante es remontar los milenios, reencontrar la noche inmemorial poblada de muertos, sumergirse en el agua vivificante de los mitos que se creían perdidos para siempre, y una vez adentro escribir con los ojos, con las orejas, con el cuerpo, sobre esa realidad a la vez invisible y presente. Confía en la improvisación de los actores, como la Comedia del Arte. No quiere imponer un sistema de pensamiento, aunque muchas veces impone un texto desmesurado. Él es el ojo tierno de Flaherty munido del ojo y la oreja mecánicos de Vertov. Si bien la cámara participa en los ritos, los pueblos no participan realmente en el film con poder de decisión. Aún el colonizado no llega a ser sujeto cinematográ­fico, es decir, con plena intervención en los mecanismos y objetivos de la experiencia fílmica, por lo que no puede some­ter a ésta a sus puntos de vista ni ponerla al servicio de su proyecto. Hablará poco o nada pues la palabra corresponde al antropólogo–narrador, que se siente más capacitado para con­tarlo todo, y en especial lo no propuesto ni aceptado de antemano por los actores.
Rouch se respalda en lo antropológico como si la mera aplicación de ciertos lentes y métodos "científicos" pudiera bastar para tranquilizar la conciencia y asegurar resultados dig­nos. Su concepto de la antropología no difiere mucho del de sus colegas que asesoraban a la administración colonial, pues ambos convierten al colonizado en mero objeto de estudio o acción transformadora, y al observador externo en el úni­co capaz de comprender la realidad. Durante esos años felices y prolíficos Rouch no intuyó las enormes posibilidades que abre la autopercepción consciente, o prefirió no explorar ese cami­no para no malquistarse con el poder colonial. Sólo mucho tiempo después llegará a hablar de un cine–diálogo perma­nente, que concibe como la más interesante perspectiva del ci­ne antropológico. El conocimiento, declara entonces, no debe ser más un secreto robado a los "salvajes" para terminar devorado en los templos occidentales del saber. Tal cine resultará de una búsqueda sin fin, donde etnógrafos y etnografiados se compro­metan a marchar juntos en el camino de lo que llamó antropología compartida. Esta conciencia de que el oprimi­do no puede quedar reducido a la condición de objeto de co­nocimiento, sino que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho conocimiento, es realmente la única forma de destruir la relación colonial. Por esta vía será a la vez dador y receptor, objeto y sujeto, rompiendo la base dual, positivista y jerárqui­ca propia de todo colonialismo. Al ceder sus armas, la antropo­logía se descoloniza y desmistifica, y diría que también se autodestruye en cuanto ciencia del otro, pues la reflexión sobre sí pasa a ocupar el sitio más destacado. Por esta senda nos acer­camos a lo que en otro libro definí como "antropología social de apoyo”4, que no es una antropología aplicada, sino una acción de apoyo a otra acción, desde que no hay en ella una ra­zón científica ni política situada por encima de la razón del oprimido. Éste propone los fines, que son su proyecto social, y el antropólogo, junto a otros especialistas, pone a su dispo­sición las "armas milagrosas" de su ciencia, que en adelante se­rán sus medios–para–el–fin, o partes sustanciales de ellos. Esta crítica a la obra de Rouch se propone extraer de ella una enseñanza útil y no invalidar su carácter monu­mental. La endeblez de su conciencia política y las profundas grietas en su rigor antropológico (que lo tuvo) debilitan pero no niegan sus logros formales en el terreno documental. Sus realizaciones son de un gran aliento, marcadas por continuas búsquedas técnicas, estéticas y antropológicas, que aunque a menudo no interpreten bien o solucionen mal los problemas que plantea este tipo de cine, tienen al menos la virtud de ir trayéndolos al tapete, hasta el punto de que se podría escri­bir sobre la historia y vicisitudes de esta rama del documental a partir de una crítica a Rouch. Le faltó valentía en su diálogo con la realidad, o total consecuencia con sus postulados, pe­ro salió airoso de muchas escaramuzas libradas contra sus pro­pios condicionamientos culturales. Es que su gran confianza en la improvisación, que heredó de Vertov, no lo condujo por lo general a tierra firme, sirviéndole más bien para justificar su oportunismo, dándole vías de escape. En Chronique d'un été (1960) prueba, quizás sin percatarse, la observación conjunta como al­ternativa a la cámara participante, el diálogo real frente a los artilugios del soliloquio del cineasta–demiurgo, que somete a los grupos a una idea preconcebida del film, pero al regresar al África engaveta esta experiencia para restaurar la odiosa duali­dad etnógrafo–etnografiado, perdiendo la oportunidad de abrir un diálogo profundo y sincero entre la civilización francesa y esas naciones sólo parcialmente liberadas del dominio colonial, pues quedaban ahora bajo una dependencia neocolonial. Algo que fuese el enfrentamiento de dos visiones del mundo, y no sólo una charla inteligente sobre temas dispersos.
Además de impulsar al cine etnográfico hacia su madurez y definir su campo específico, Rouch, retomando la propuesta de Vertov (cuya búsqueda era la verdad del cine y no el cine de la verdad), realizó asimismo un sustancial aporte al cine argumental francés, al llevar a una expresión más acabada al cinéma–verité (visto como versión francesa del cine directo norteamericano, aunque más abreva en el kino-pradva  de Vertov, que en ruso quiere decir justamente cine-verdad) en Chronique d'un été. Este film pasó a ser una piedra de toque de la nouvelle va­gue, movimiento que había empezado a manifestarse en 1958, con una nueva gramática cinematográfica que reniega de las an­tiguas técnicas narrativas. Con una metodología propia del cine etnográfico, que intenta, con el refuerzo de Edgar Morin, sinte­tizar los puntos de vista de Flaherty y Vertov, Rouch da un pa­so decisivo para acercar el argumental al documental, cruce de coordenadas que permitiría alcanzar ese notable florecimiento fácil de apreciar en Godard, y también en Truffaut y Chabrol.
El cinéma-verité no pretende ser fiel a la realidad, pues reconoce la distancia entre el acontecimiento filmado y su representación. Renuncia a tratar el dato audiovisual independientemente del modo narrativo. El cine, dice Rouch, construye su verdad, que es una verdad cinematográfica. Los personajes actúan para la cámara, representando su propia realidad. La cámara no se esconde: participa. El film etnográfico es una ficción que reposa sobre un conocimiento antropológico, aunque no teme a la subjetividad (la ve como una forma de llegar al espectador y conmover) y apela, abusando incluso en algunos casos, a la interpretación, limitando la libertad del espectador de elaborar la suya. El tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado, recortado, del arte. La mirada de la cámara, dice, es ya una mirada teórica, porque se basa en un método.
La participación de la cámara en las sendas de una antropología compartida llevó a Rouch a darse cuenta de que los personajes filmados forman realmente parte del proceso de investigación y de construcción del relato y aceptarlos como tales. Pero esta antropología compartida, ¿no seguirá escamoteando la visión desde adentro, al sobreimprimirle una mirada exterior que viene teñida por el prestigio del antropólogo documentalista? El cine que precisan los grupos oprimidos es justamente aquel que dé cuenta desde adentro de su cosmovisión, profundizando en sus rasgos culturales espe­cíficos para incitar así a su recuperación y reconocimiento en un contexto plural, fundado en el respeto mutuo, de modo que su alteridad deje de ser la "razón" (o el pretexto) del colonialismo, es decir, de la explo­tación y la estigmatización. La cultura será presentada así co­mo una contribución al patrimonio cultural de la humanidad. Pero tampoco ha de redu­cirse a lo cultural. Debe ser también capaz de impulsar en lo social un proceso de conciencia dirigido a forta­lecer su identidad como clase o pueblo oprimido, punto en el que la conciencia étnica se une a la social.
Se puede decir que la visión desde afuera de las luchas sociales y las realidades culturales ajenas está condenada a muerte por la mar­cha de la historia, desde que lo verdaderamente revolucionario es reconocer el derecho del oprimido a elaborar su imagen y decir su palabra, y no usarlo para ilustrar puntos de vista ajenos. Porque el camino a la descolonización pasa por la autopercepción cons­ciente, por la revalorización profunda de lo vivido, y el cine antropológico, al igual que lo que llamamos antropología, no sólo comienza por casa (como decía Malinowski en su ya céle­bre prólogo al libro de Jomo Kenyatta sobre los kikuyu), sino que se acaba (al menos como tal) cuando los de casa toman conciencia de sí y el control absoluto de su imagen. La desmis­tificación lo convertirá en cine a secas, y sólo se podrá llamarlo antropológico en función de la naturaleza de la mirada que lo funda o del diálo­go intercultural que establece, o como todo lo que es serio y profundiza en la condición humana podría ser llamado antropológico, ya en un sentido más filosófico del término. Por di­cho camino se logrará eliminar totalmente el etnocentrismo, así como aquel odioso dualismo entre dadores y receptores de civilización y la manipulación ideológica.
En los años 80 aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparle la palabra y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un “purisno” reaccionario. Pero la marcha de la Historia terminaría convirtiendo en una autopista lo que entonces era apenas un discutido sendero. El Movimiento de Documentalistas, formado en Argentina y extendido al mundo mal llamado “periférico” a través del Festival de los Tres Continentes (América, África y Asia), señala en sus manifiestos la necesidad de apoyar a los movimientos sociales en su afán de esclarecer las situaciones confusas. Como nadie puede poseer toda la verdad al respecto, no queda más que extraerla de los mismos acontecimientos, en un trabajo realizado junto al pueblo que lucha. El papel (o deber) del documentalista, tal como quedó confirmado en el curso de la misma acción, es antes que nada cuidarse de usurpar el protagonismo a los trabajadores ocupados y desocupados en el terreno de la comunicación y de la producción documental. Había más bien que traspasarles las herramientas necesarias para que produjeran su imagen y difundieran sus propios mensajes sin depender de otros sectores o instituciones, y ni siquiera de los mismos documentalistas que los ayudan. Instituyeron así como principio básico no establecer ninguna relación con los usurpadores del protagonismo social en la comunicación. Recomiendan también no hacer ya registros sobre la lucha, sino en la lucha. No ser un camarógrafo de las manifestaciones, sino un manifestante con cámara. No hacer documentales sobre los desocupados, sino con ellos, poniendo los medios a su servicio. Al tomar así partido por la autogestión y la independencia política, afirman la idea de que los distintos sectores populares deben ser sujetos plenos de su propia historia, sin tutelas paternalistas. Señalan asimismo que no hay imágenes libres si éstas se incorporan al mercado de las imágenes dominado por los grandes grupos económicos, si la producción y reproducción de imágenes son mercancías sometidas a las leyes del capitalismo. El documentalista no debe dejarse absorber por las redes mediáticas que neutralizan los mensajes, sino ser un activista de la imagen que actúa desde vías alternativas. Ponen como ejemplo el movimiento zapatista de Chiapas, que desde 1994 utiliza el correo electrónico, así como videos, audios y fotografías de circulación mundial, lo que lo salvó de ser aniquilado por el ejército mexicano. Recomienda por último romper con el mito de la objetividad periodística, afirmando que el documentalista debe tomar partido contra la opresión y no ponerse una máscara aséptica.
Como se puede observar, el Movimiento asume un marcado perfil militante en las luchas sociales, tratando de ser cada vez más radical en sus planteos. Pero si bien esto resulta necesario para enfrentarse a un capitalismo que se muestra cada vez más salvaje y dispuesto a todo, incluso a un ecocidio generalizado que pone en peligro la subsistencia del planeta, con tal de incrementar y no sólo de perpetuar sus ya altos beneficios, creo que no se puede exigir a todos los que tomen una cámara para acercarse al otro que adopten una actitud semejante, ya sea este otro un grupo étnico oprimido o un sector social explotado o marginado. Hay otros temas válidos aunque no encaren frontalmente la dimensión política, y la libertad de elegirlos no puede ser cercenada al realizador, sobre todo si se acepta que estamos en el terreno del arte y no ante un mero instrumento de comunicación social. El compromiso político puede en ciertos casos ser reemplazado por el ético, el que pasa tanto por la mirada crítica y el ponerse al lado del que recibe los golpes, como por el hecho de dar verdaderamente la palabra al otro, sin imponerle los temas y menos aún un tipo de discurso que resulte ajeno a su mentalidad y lenguaje. Cualquier aproximación honesta mostrará, por más que no se ponga énfasis alguno en ello, la justicia de una causa, la dimensión exacta de ese pedazo de humanidad que la opresión niega y humilla. A veces basta con mostrar en todo su esplendor la belleza negada de los otros, la profundidad de su pensamiento, pues ello se alzará como un faro ante los que se ocupan de vaciar al mundo de sentido. No hay que olvidar que la poesía no es una forma de huida o connivencia, sino también un arma cargada de futuro, y más en un tiempo en el que cualquier viaje a la profundidad se presenta como subversivo.


NOTAS

1         Cfr. Jean Mitry, Historia del cine experimental, Valencia, Fernando Torres Editor, 1984; pp. 185-186.
2         Cfr. Arnold Hauser, Historia social del arte y la literatura, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1964 (3ª ed.); Tomo II, p. 495.
3         Cfr. Claudine de France, Cinéma et anthropologie, Paris, Foundation de la Maison des Sciences de l’ Homme, 1989.
4         Adolfo Colombres, La hora del “bárbaro”. Bases para una antropología social de apoyo, México, Premia Editora, 1982.


           (Publicado en la revista Cine Cubano, La Habana, julio 2008.




LENGUA E IDENTIDAD EN LA AMÉRICA HISPANOHABLANTE


 La celebración en Rosario del Congreso de la Lengua Española agitó hasta el encono del conflicto una cuestión que nunca dejó de tener una importancia fundamental, pero que rara vez entraba en los temarios de las grandes discusiones de la cultura. El proceso globalizador, cuya lengua es el inglés, parece jaquear seriamente a la lengua de Castilla, por más que ésta se encuentre entre las más habladas del mundo. Es que si bien ella no enfrenta ningún peligro de extinción, se siente bastardeada, colonizada o penetrada por el inglés, que abarrota su léxico de palabras extrañas, las que no sólo entran como neologismos técnicos, pues a menudo palabras de existencia secular son desplazadas por su homóloga inglesa, como llamar “Art Galery” a una galería del arte, “outlet” a los descartes y “sale” a la liquidación de mercancías.
            El español es la lengua de Cervantes y del Siglo de Oro, cuyo esplendor se mantiene vivo en muchas zonas de Nuestra América como una parte irrenunciable de nuestra herencia, pero también, por desgracia, de los herederos de la España Negra, clerical, etnocida y esclavista, que fue y sigue siendo usada para dominar, excluir y recluir al otro en el círculo de la “barbarie”. Asumir esta dualidad implica defender por un lado a los hijos de Cervantes de los asaltos de la nueva barbarie que avasalla el mundo, y por el otro, sin llegar al parricidio, poner con energía las cosas en su lugar, ayudando a que las “minorías” tengan su lugar en el conccierto social. Mal pueden tenerlo si de entrada se les pide de un modo expreso o tácito que olviden su lengua.
            En lo que se refiere al español como lengua agredida, no me opondría, como ciertos sectores intelectuales, a una ley de defensa de esta lengua en la esfera pública, pero esa ley, como llegué a proponerlo alguna vez en la Cámara de Diputados de la Nación, no tendría que referirse sólo a “la lengua”, sino a “las lenguas”, o sea, a la defensa de todas las lenguas que se hablan en el país. Porque a nadie se le escapa que esas otras lenguas, en su mayoría indígenas pero también criollas, están en una situación muy crítica, y ese mismo español que reclama tónicos contra los males que vienen de afuera las empuja cada día a su desaparición, sin dedicar siquiera unos minutos a esos actos de contrición que tanto gustan a la conciencia cristiana, aun sabiendo que no se dejará de pecar.
            Señalan los estudios de la UNESCO que casi el 60% de la humanidad habla alguno de los ocho idiomas de mayor difusión, mientras que, en el otro extremo del arco, el 96% de las lenguas hoy existentes son habladas apenas por el 4% de la población mundial. Esto último ha llevado a algunos expertos a vaticinar que en el curso del siglo XXI se extinguirán el 95% de las lenguas que hoy existen. Algo más cauteloso, el Atlas de Idiomas en Peligro de ese organismo pone en riesgo de extinción al 68% de las lenguas, cifra algo menor pero igualmente alarmante. Es que son pocas las que alcanzan hoy los cien mil hablantes, el umbral mínimo que han fijado los lingüistas para que una lengua sobreviva.
            Se puede responder a este cuadro sombrío que la extinción de las lenguas no obedece a un ciclo natural, como el que tienen los seres biológicos, sino que es el resultado de una fuerte discriminación, de la estigmatización de una determinada identidad y de la presión escolar y social. A fin de salvar a sus hijos del estigma, a menudo los padres optan por el recurso dramático de no transmitirles su lengua, para que tengan la lengua dominante como primera e incluso única, sacrificando con ello todos los contenidos emocionales y los saberes que conlleva. Por eso, sin atacar a fondo la discriminación las lenguas seguirán en peligro de extinguirse, y muchas se extinguirán en un plazo no muy largo. Cabe destacar también que junto con ellas se perderán todos los elementos de la cultura que no pueden ser transferidos a la lengua dominante. Por otra parte, si alguien sepulta su lengua para eludir una discriminación, se cuidará también de practicar costumbres vistas como exóticas por la sociedad dominante, para no ser señalado como un "primitivo".
            Se sabe que la lengua es un indicativo sustancial de la identidad, y más aún el habla, porque ésta termina de anclar al individuo en un territorio y una historia. Toda sociedad se funda en un lenguaje, y su derecho a él es inalienable, hasta el punto de que debería figurar entre los primeros derechos humanos. Los inconvenientes que se quieran endilgar al bilingüismo en la práctica social no pueden ser jamás un pretexto para tornarse cómplice de la extinción de una lengua dominada e imponer como única la lengua dominante, tal cual se vino haciendo hasta ahora. Nadie puede arrogarse desde afuera la facultad de decidir, y ni siquiera de cuestionar, algo que compromete tan hondamente el destino de un pueblo. La lengua determina la estructura misma del pensamiento: se piensa porque se habla, y no al revés. Aun más, se piensa conforme se habla. Quien pierde sus propias estructuras de pensamiento y de aprehensión simbólica del mundo ha perdido ya el alma de su cultura, por más que se empeñe en conservar algunas costumbres y ropajes.
            En el caso de bilingüismo, es forzoso avanzar hacia una complementación no antagónica de los sistemas lingüísticos, como una forma de apuntalar el fortalecimiento y no la extinción de nuestras lenguas. Esto puede ser visto como una utopía, pero se trata de una utopía realizable, como lo pusieron ya de manifiesto varios ejemplos. En México los indígenas han apelado a la informática para resolver una serie de cuestiones prácticas que impiden a sus lenguas convertirse en un vehículo eficaz en el mundo moderno, y no ya tan sólo en el ámbito de lo cotidiano y sentimental. El quechua, el aymara y el guaraní han pasado al cine y la TV, y hay emisoras que transmiten programas en muchas otras lenguas amerindias y criollas.
            Sin este salto hacia la vida contemporánea, las lenguas americanas no pueden tener su futuro asegurado. El problema más urgente que se les presenta es su autodeterminación (es decir, desplegarse sobre su propio horizonte), como una forma de salvar el largo congelamiento provocado por el proceso aculturativo y devolverles la dinámica que hoy precisan para resolver las complejas situaciones comunicativas que se les plantean. Muchos pueblos del continente vienen desarrollando desde hace años grandes esfuerzos de modernización lingüística, aunque todavía en forma dispersa y sin todo el apoyo oficial que el tema merece.
            La emergencia de nuestras lenguas no puede darse ya en un marco de monolingüismo, cosa que ningún grupo étnico reclama. Sí, el bilingüismo es necesario, pero éste ha de ser encarado con precauciones, para evitar que se convierta en la primera etapa en la extinción de las lenguas dominadas, como ya en 1954 advertía Rosemblat. Tal bilingüismo no dejará a la deriva a la lengua dominada, sino que la privilegiará en todos los campos, para apuntalar su real emergencia. Es decir, la lengua dominada no debe seguir siendo un mero instrumento de aproximación conceptual, sino materia de estudio y un objeto central del proceso de desarrollo. Sólo por esta vía se podrá llegar a ese bilingüismo perfecto que constituye la solución. Si alguien se expresa mal en la lengua dominante será discriminado, y si habla mal su propia lengua estará poniendo de manifiesto que la situación colonial permanece, y que tal bilingüismo puede ser tan sólo de transición.
            El guaraní goza en el Paraguay de un gran reconocimiento, que alcanza incluso a los más altos niveles de la sociedad. La nueva Constitución lo oficializó, pero no bastó esto para darle una validez institucional ni generalizar su uso en la prensa escrita ni en los medios audiovisuales. Algo similar ha pasado con el quechua y el aymara en Perú y Bolivia, aunque la situación se irá modificando a medida que dichas etnias alcancen una mayor visibilidad política y fortalezcan su presencia cultural en la vida del país. Como señala Esteban E. Mosonyi, resulta prioritario que estas lenguas puedan pronto moverse cómodamente en el ámbito de la programación escolar, de la ciencia y la tecnología elementales, del periodismo básico, de los textos jurídicos más corrientes. Pero hasta el día de hoy, para abordar tales terrenos el hablante de quechua o aymara utiliza un español quechuizado o aymarizado, mientras que el hablante de guaraní apela al yopará, una lengua mezclada.
            El desafío es grande, pues el tiempo se acorta y las viejas trabas coloniales impiden a los grupos amerindios producir todas las respuestas necesarias. Esto debe ser asumido como un problema nacional, y brindar un franco apoyo a las etnias en la tarea de descolonizar su idioma, generando a partir de su propio horizonte lingüístico los neologismos que precisa, para no colmarlo de vocablos ajenos que vengan a poner de manifiesto su impotencia expresiva.
            La oficialización plantea en lo inmediato el problema de definir una lengua estandarizada, que pueda contar con un diccionario y una gramática unitaria. Cada una de las 37 variantes dialectales que tendría el quechua, por ejemplo, puede mantener plena vigencia en su propio territorio, sin realizar mayores sacrificios en aras de una lengua general, pero el desarrollo literario y científico precisa, sí, de ella, aunque para esto se tenga que recurrir a una convención erudita, como lo fue el latín de iglesia, el árabe clásico, el hebreo rabínico y el chino clásico, entre otros casos que nos presenta la historia, que permitieron sortear una compleja fragmentación lingüística e imprimir a sus culturas básicas una dimensión civilizatoria universal. Podría haber tranquilamente una rica literatura en quechua con suficientes lectores, puesto que son varios millones los hablantes de este idioma que han accedido a la escritura, siempre que se alcance una lengua literaria uniformada y se la enseñe en las escuelas de la región.
            Esto último sería tarea de las academias de la lengua que algunos pueblos indígenas han creado. O sea, conciliar por un lado los dialectos al menos en el terreno de la escritura, y acuñar por el otro neologismos dentro del propio sistema de la lengua, para nombrar la multitud de elementos nuevos que se designan hasta ahora con palabras tomadas de la lengua dominante. La academia puede legitimarlos como válidos, por más que tales neologismos no se usen todavía en ningún ámbito territorial específico y queden reducidos a la esfera de una convención literaria. En el caso del quechua, existen ya varias academias desplegadas en los distintos países de su área de influencia, las que podrían abordar un trabajo conjunto, bajo la égida de la Academia de la Lengua Quechua del Qosqo. Esto sería parte del autodesarrollo lingüístico de los pueblos, con miras a alcanzar su propia modernidad y evitar el naufragio de la lengua por la incorporación excesiva de vocablos tomados del idioma dominante. En todo esto resulta de fundamental importancia una clara voluntad política, tanto de la sociedad nacional como de los mismos grupos étnicos, los que a menudo, movidos por la desesperanza, se dejan despojar pasivamente de su lengua y hasta se fugan de su propia identidad.
            Este problema que se plantea como una necesidad de las lenguas amerindias que buscan su descolonización, puede no serlo en el caso de las lenguas criollas, como observa Mosonyi, pues son sistemas por naturaleza abiertos a otras lenguas, desde que constituyen productos mestizos o de fusión. Así, por ejemplo, cuando el papiamento no dispone de un lexema específico puede tomarlo directamente del español (su otra matriz), sin que eso lo degrade. El créole haitiano y el papiamento de Curaçao se están convirtiendo en la lengua más importante de sus respectivos ámbitos, aunque sin desplazar al francés y el holandés.
            Por lo pronto, y en apoyo a la emergencia de nuestras lenguas, es preciso encarar de inmediato la tan escamoteada cuestión de su reconocimiento legal a nivel nacional o regional, e incluso también local, pues las lenguas muy minoritarias (las pertenecientes a las microetnias) tienen asimismo derecho a ser admitidas en la estructura jurídico-institucional del Estado, de igual modo que el más miserable de los ciudadanos posee el derecho a un documento de identidad que acredite su condición de tal.
            Dicho reconocimiento no debe quedarse en lo meramente declarativo, sino implicar un deber del Estado de instrumentar la educación indígena y de otras minorías lingüísticas en los territorios que se especifiquen como ámbitos de aplicación de la ley, lo que hasta ahora suele ser optativo. En las regiones declaradas interétnicas, la educación debe ser intercultural también para los miembros de la sociedad nacional. Enseñar a éstos los fundamentos de las otras culturas con las que se confronta, sus valores y relatos, es educarlos para el diálogo interétnico y la no discriminación. El reconocimiento legal de las lenguas contemplará también la validez del uso de ella en los ámbitos administrativo y judicial, así como el apoyo con recursos genuinos al desarrollo cultural de dichos pueblos, por que no puede existir un verdadero desarrollo lingüístico, un proceso de descolonización de las lenguas, sin un concomitante proceso de desarrollo cultural, que permita a los grupos producir su propia modernidad, como alternativa válida, oponible a la de la sociedad dominante.
            En la dinámica social de la liberación, el concepto de "lenguas en extinción" debe ser abolido, pues tal muerte no ocurrirá si nos proponemos impedirlo, utilizando todos los recursos a nuestro alcance, y sobre todo los resortes educativos. Un plan coherente de salvamento las convertirá en poco tiempo en lenguas en emergencia. Quienes hablan categóricamente de "lenguas en extinción" suelen ser los que no sólo no hacen nada para impedirlo, sino también los que incluso apuran su muerte, recortando los espacios sociales en los que esas lenguas son empleadas, como las escuelas que prohíben a los indígenas expresarse en ellas incluso fuera del aula. A menudo, tal actitud proviene del cientificismo extremo, que sólo asume el compromiso de estudiar esas lenguas antes de que se extingan, sin plantearse siquiera la posibilidad de ayudarlas a sobrevivir.
            Al ya viejo problema de la colonización de las lenguas se suman hoy otros, como el del empobrecimiento generalizado del lenguaje, pues el inglés que domina ni el español dominado son ya las lenguas de Shakespeare y de Quevedo, sino pobres formas dialectales que se van vaciando de contenido a medida que asciende la insignificancia. Ya en l96l George Steiner alertaba sobre el acelerado empobrecimiento del lenguaje, así como sobre la forma en que la cultura de masas iba destruyendo la cultura literaria. A su juicio, la palabra configuraba ya un medio de intercambio tan perverso como el dinero, formando parte del fetichismo de la mercancía, como secuela de la publicidad y otras manipulaciones ideológicas. En los 43 años que pasaron desde entonces, en los que s dio una sorprendente revolución en los medios de difusión, el problema no hizo más que agravarse, hasta el extremo de que la comunicación sólo puede hacerse ya efectiva dentro de un lenguaje disminuido y corrupto.
            En esta era de la palabra devaluada, adocenada, domesticada, se torna necesario recuperar ese valor mágico, numinoso, que aún poseen los “lenguajes en vías de extinción”, claves capaces de salvar al mundo de la desertificación del sentido. Es que una palabra vaciada de sentido no puede tener ya vínculos con la acción, o sólo sirve para poner trabas a todo acto capaz de transformar la realidad, como se ve con harta frecuencia.
            Por eso, defender a las lenguas oprimidas es hoy defender al Homo sapiens, a ese bípedo insatisfecho que, en su afán de conocer el mundo, inventó millones de palabras para dar cuenta de los más sutiles matices al inteligir la realidad o expresar un sentimiento. El Homo consumens, por el contrario, no experimenta ningún deseo de profundizar, de saber, ni posee sentimientos especiales que transmitir y menos aún las palabras para hacerlo. Por el contrario, hizo de su renuncia al lenguaje una llave mágica que le abrirá las puertas de una felicidad tan pobre como ilusoria. Es que la cultura de masas, dice Baudrillard, excluye de plano la cultura y el saber. Y sin saber, ¿puede haber Homo sapiens?
            Nos sentimos a menudo inclinados a vivir tal especie de mutación antropológica como una gran tragedia, sin advertir que esta última se trata, como ya lo señalara Steiner, de un género reaccionario por su derrotismo. En efecto, la tragedia se despliega sobre la ceniza de las cosas, como una consolación por el verbo y la metafísica. Occidente nos ha imbuido de un profundo sentimiento trágico, algo poco cultivado por otras civilizaciones, las que frente a la desigualdad de las fuerzas militares optaron por abroquelarse en su fuerza moral, en una resistencia cultural que les permitió sobrevivir sin cantar su propia muerte con una lira y entregar luego el alma.
            En el espíritu de la tragedia subyace el fatalismo, la aceptación de que las cosas son así por disposición divina, o del destino. Así pensamos hoy que la globalización y el neocapitalismo salvaje son la condición inevitable de estos tiempos, algo que los sencillos humanos no podemos revertir. Pero no es así. Estamos ante una agresión a nuestros más arraigados modos de vida, a los fundamentos mismos de nuestras culturas, y lo que hay que hacer es enfrentar a esos frágiles tinglados, donde no imperan las luces de lo sagrado, la intensidad de los símbolos verdaderos ni las conquistas morales que alcanzó la humanidad al cabo de más de tres millones de años de evolución. Se trata de una regresión enmascarada con los destellos de una ciencia y una técnica autistas que van a la deriva, cada vez más ajenas a toda ética y despreocupadas del bienestar de los pueblos.
            Es preciso recordar que la función del lenguaje, antes que expresar el pensamiento y reproducir la compleja actividad del espíritu, es jugar un papel pragmático activo en el comportamiento humano, y sobre todo ético. En la defensa del ethos social, la palabra ha de extremar sus recaudos para no hacerse cómplice, por acción u omisión, del ascenso del consumo como gran mito de la aldea global.


 HACIA UNA REVOLUCIÓN EPISTEMOLÓGICA

Las ciencias sociales frente a los saberes ancestrales de las otras culturas


            En 1991, en un encuentro internacional realizado en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Darcy Ribeiro afirmó que América Latina se hallaba en vías de ser recolonizada, pues estaba naciendo un nuevo orden mundial, y si no comprendíamos esto y luchábamos por el lugar que nos correspondía en él, perderíamos todo rol protagónico. A su juicio, los intelectuales de la región no comprendían esto, pues ni siquiera se interesaban mayormente por el tema, y de hecho habían renunciado ya a definir un proyecto latinoamericano. Pero ¿cómo puede asumir el destino de América –se preguntaba Ribeiro- una intelectualidad colonizada, enferma, que casi no conoce el pensamiento gestado en la región, o lo ha observado muy por encima y con prejuicios, por manejarse con categorías y paradigmas producidos en otros contextos culturales?

Más de un cuarto de siglo transcurrió desde entonces, y sigue en pie la urgencia de reabrir la discusión y extremar la crítica en torno al papel de los científicos sociales, y los intelectuales en general, frente a los vientos de una globalización neoliberal que no sólo borra la memoria de los pueblos, sino que destruye los más caros valores desarrollados por la especie humana en su ya larga historia. Las ciencias sociales no pueden, bajo ningún concepto, ser usadas en vano, como si fueran un arte por el arte mismo, lo que implica sostener la palabra con los actos. En todo momento ha de tener presente que los objetos de estudio son también sujetos históricos y de conocimiento, y antes que eso, seres humanos que padecen injusticias y sostienen reivindicaciones. En el acto de pensar una realidad concreta, se deberá en primer término someter las categorías de análisis a la prueba de la verdad, para no incorporar mecánicamente, sin adecuaciones, el pensamiento generado en otros contextos socio-culturales. Porque pensar es criticar las fuentes, enfrentarse al dogma, superar los estereotipos y lugares comunes. Deberá buscar así las vías de salida del modelo que se impone mundialmente, proponer alternativas y afirmar el lugar de lo propio en nuestro proceso civilizatorio. Para esto tendrá que profundizar en su cultura, nutrirse con sus elementos y tomarlos especialmente en cuenta en sus construcciones. Por último, deberá perder el temor a elaborar proyectos sociales, aun cuando éstos puedan ser tildados de utópicos o contrarios a la corriente.

Cabe destacar que ya en los orígenes de la sociología (en Durkheim, por ejemplo) estaba la idea de que ella debía constituirse en un saber reflexivo capaz de brindar a la sociedad los instrumentos para que pueda operar sobre sí misma con un sentido transformador. Poner como objetivo de las ciencias sociales la búsqueda desinteresada de la verdad sería librarla al cientificismo. Ponerlas por completo al servicio del poder es también desnaturalizarlas, reducirlas a la condición de meras técnicas distanciadas de lo ético. Debemos entender que las ciencias sociales conforman en verdad una parte privilegiada de la cultura, cuya función es alimentar los procesos simbólicos, indagando en su origen y particularidad.

Señala Edgardo Lander, apuntando a la colonialidad del saber de las ciencias sociales, que las alternativas a las propuestas neoliberales y al modelo de vida que propugnan no pueden buscarse en otros modelos o teorías en el campo de la economía, ya que la economía misma, tal como hoy se la entiende, asume en lo fundamental la cosmovisión liberal. O sea, su construcción ha sido naturalizada por la vía de la imposición, hasta tornarla invisible. De este modo, el economicismo sirve hoy para convalidar un modelo civilizatorio único, que torna incluso innecesaria a la política, al no haber alternativas posibles que se consideren viables y ni siquiera racionales. Y lo que sucede con la economía se podría extender al conjunto de los saberes y jergas que conocemos hoy como ciencias sociales, un tipo de discurso montado por el positivismo sobre una pretendida racionalidad, más falsa que neutra, que muy poco intentó legitimarse frente a los otros modos de construir el conocimiento y dialogar con ellos.

Se proclama el pluralismo cultural y hasta se muestra a menudo avidez por recibir desde el mundo mal llamado “periférico” propuestas alternativas que inyecten sangre nueva a los sistemas anquilosados, pero los discursos que expresan esta diferencia son mirados con recelo y hasta como hijos de la superstición, por alejarse de los paradigmas académicos, que se presentan como universales sin que ningún cónclave intercultural los haya aceptado como tales, y que se impusieron junto con el capitalismo, al igual que las religiones monoteístas. Además, si esos valores aspiran a ser reconocidos y divulgados, deberán expresarse en las lenguas europeas dominantes y encorsetarse en las construcciones racionalistas de las ciencias sociales, reacias al pensamiento simbólico, basado en los sentidos, los paradigmas y las vastas redes de significados que sostienen a toda cultura, como vía válida de conocimiento. Los círculos áulicos están siempre a la pesca de toda palabra fuera de tono, que se relacione con lo sagrado, lo mágico y lo poético, para desterrar esos lenguajes alternativos al campo de lo no científico. Y si lograran pasar el examen, algo nada fácil, esos sistemas simbólicos no entrarán en el terreno de la simetría y el diálogo honesto, pues el saber de las ciencias sociales eurocéntricas se autositúa desdeñosamente por encima de los otros saberes del mundo y su forma de expresión, del mismo modo en que los misioneros cristianos aún consideran a su dios como el único verdadero, viendo en toda otras deidad un embuste del demonio para apartarlos de la fe. Al proceder así, esta ciencia, aun cuando dice defender los derechos de los pueblos, termina legitimando la misión civilizadora de Occidente y sirviendo al pensamiento único por una vía elíptica. Sólo profundizando en las particularidades históricas y buscando entre ellas los nexos que permitirán construir una ciencia social transcultural, es decir, verdaderamente universal, se podrá servir a la causa de la libertad y de una humanidad que hoy parece correr hacia el Apocalipsis, por un irracionalismo extremo disfrazado de racionalidad económica.

Se ha definido a la filosofía, por su base etimológica griega, como amor a la sabiduría, y los mismos griegos entendían que ésta no pertenecía sólo a los filósofos reconocidos como tales, sino a todo ser humano pensante. Hoy, en el tiempo en el que se empiezan a reconocer los derechos de la naturaleza y alcanzó un gran desarrollo la etología y la botánica, se podría añadir que no sólo los vertebrados superiores, sino también los minúsculos pájaros e insectos y hasta las plantas tienen mucho que enseñarnos sobre la vida. Y que a menudo los humildes, esos “pobres de la Tierra” a los que se refería José Martí, suelen ser más sabios que los eruditos, que ven en toda magia no una forma poética de encantar el mundo, sino una mera superstición.

El campo científico, inventado por Franz Boas y Bronislaw Malinowski, impuso a la disciplina antropológica la idea de que el investigador debe recoger, él mismo, los datos a analizar. Esta observación desde afuera se basa en una falsa pretensión de neutralidad, porque hoy se sabe que el objetivismo imparcial no existe. La observación participante vino a enriquecer el método, al establecer la necesidad de mirar la realidad tanto desde afuera como desde adentro. Tal confrontación de ambos puntos de vista deriva hacia una crítica a la mirada que se proclama científica y en base a esto se reserva la última verdad. Nace así la antropología reflexiva, que objetiva la relación subjetiva del investigador con su objeto de conocimiento. En el análisis político, se confronta la visión del que domina y responde a sus intereses y prejuicios de clase o grupo social, y la visión del oprimido o colonizado que padece esa política. ¿Dónde reside la verdad? O en otros términos, ¿quién tiene la primacía de la interpretación? A nuestro juicio la víctima, por más que su lenguaje se presente sin toda la elocuencia y contundencia que esperamos, y no en los productos de un intelectualismo elusivo y prescindente, al que Pierre Bourdieu consideraba un objetivismo ingenuo, por ignorar que se trata de un rol construido. En efecto, nadie está exento del etnocentrismo, al que bien se podría llamar el determinismo de la subjetividad. Reconocer esto, extiende un acta de defunción a la etnografía exótica o exotizante, y también a la que soslaya la situación colonial.

Establecer una simetría entre las ciencias humanas occidentales y los otros saberes no legitimados por ella implica que puede ser tan válido citar a Kant como a los dogon y los guaraníes, pueblos cuya concepción del mundo son profundamente filosóficas y hasta desestabilizadoras de muchas concepciones. Sus armas principales son las metáforas y la poesía, que calan hondo, y no esas descripciones lineales y tediosas a las que son adictos muchos científicos sociales. Los grandes antropólogos y sociólogos dejan atrás los parámetros elementales que se exigen a las tesis académicas y las jergas con las que a menudo se oculta la pobreza de conceptos, para navegar en aguas profundas. Clifford Geertz considera a la antropología una ciencia más interpretativa que explicativa o descriptiva, y para interpretar no cabe más que recurrir a un lenguaje analógico, acercándose así a los grandes paradigmas; es decir, al mito y la poesía. Porque todo texto escrito, al igual que la palabra viva, respaldada por un cuerpo, preferida por los otros saberes, más que una realidad pretendidamente objetiva reflejan una sensibilidad, un modo de sentir la vida, el mundo y la propia cultura. Muestran también la relación de las palabras y las cosas, la que, como se sabe, está lejos de ser transparente. Trabajar entonces desde la escritura no es imponer una subjetividad, sino acercarse al lenguaje de la filosofía y de los saberes de los otros, los que casi siempre apelan al poder de la metáfora, y no a una tediosa linealidad. Además, este lenguaje simbólico no se opone al analítico, sino que más bien lo complementa, a la vez que evita sellar la clave única, o última, de las cosas. Más bien gira a su alrededor, para enriquecerlas y no para acabar con sus encantos y misterios. Cuánto mejor esto que esas monografías ilegibles que tanto deploraba Maurice Godelier, las que a veces no pasaban ser meras fichas.

Al pensamiento de la modernidad dominante le entusiasmaron siempre las teorías de vanguardia, hasta que Sousa Santos, al desarrollar su concepto de Epistemología del Sur, incitó a instrumentar teorías de retaguardia, que acompañen de cerca la labor de transformación de los movimientos sociales, sin apelar a un intelectualismo para ellos ajeno y hasta vacío de realidad. Es decir, pensar con, en vez de pensar sobre. Un presupuesto de la Epistemología del Sur es un diálogo horizontal entre los distintos saberes, que incluye al científico como uno más, no como el superior. Las teorías de retaguardia, sostiene Sousa Santos, son tan intelectuales como emocionales, pues se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y piensan el Sur global desde adentro y desde abajo. La acumulación capitalista implica para ellas oponer el individualismo a la comunidad; la competencia salvaje a la reciprocidad; la rentabilidad insaciable a la complementariedad y la solidaridad que propone el socialismo del siglo XXI.

El eurocentrismo representa apenas un quinto de la humanidad, y sin embargo se arroga el derecho de juzgar e interpretar desde su óptica al resto del mundo, estableciendo un universalismo que no se tomó el trabajo de confrontar sus principios con los de las otras civilizaciones y culturas, y que a menudo se muestra indulgente y contemplativo a fines de seducir, y hasta compra las conciencias “periféricas” con prebendas académicas y económicas, con tal de ser aceptado como propio.

En su Sociología de las Ausencias, Sousa Santos afirma que todo lo que no existe en el campo social y cultural fue activamente producido como no existente, o sea, puesto como una alternativa no creíble a lo existente, que es lo dominante. Su propuesta epistemológica apunta a transformar a los objetos imposibles en objetos posibles, y a los objetos ausentes en objetos presentes. Hay varias maneras de producir ausencias, dice, y lo que las une es una racionalidad monocultural. La primera de ella, y que aquí nos atañe de un modo especial, es la monocultura del saber y del rigor del saber, que impone cánones exclusivos para la producción de conocimientos o de creación artística, de modo que no existe lo que el canon no legitima.

La Sociología de las Emergencias, que se contrapone a la anterior, consiste en la investigació0n de las alternativas que caben en el horizonte de las posibilidades concretas. Debe proceder a una ampliación simbólica de los saberes, prácticas y agentes, de modo que se identifiquen en ellos las tendencias del futuro. Actúa tanto sobre las posibilidades (potencialidad) como sobre las capacidades (potencia). Y lo que resulta relevante, es que sustituye a la mecánica del progreso por una axiología del cuidado.

La Epistemología del Sur es el reclamo de nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y el colonialismo. El Sur global no es un concepto geográfico, aunque la mayoría habite en el Hemisferio Sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global y de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, las minorías étnicas o religiosas y las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay también un Norte global en los países del Sur, a lo que llama el Sur Imperial.

La Epistemología del Sur conlleva la complementación de todos los saberes. El conocimiento llamado científico es un saber más, y no hay por otra parte un solo conocimiento científico, pues todos, en mayor o menor grado lo son, en la medida en que aporten al Buen Vivir, ese fundamento filosófico generado por la civilización andina. Creer en la verdad de los otros saberes no debe ser entonces visto como la negación de la ciencia occidental, sino como la instauración de una plataforma de interdependencia entre los conocimientos aceptados como científicos por Occidente y esos “saberes subyugados” a los que se refería Foucault. Es justamente la deconstrucción del saber dominante lo que permitirá reconstruir y salvaguardar esas sabidurías ancestrales de las que hoy depende el futuro del planeta Tierra. Es que los sistemas simbólicos no son sólo instrumentos de conocimiento, sino también instrumentos de dominación, como ya lo señalara Marx.

Ninguna cultura agota la sabiduría, por lo que la interculturalidad debe por fuerza poner en un plano de igualdad a los otros saberes si pretende ser tal. Los arduos debates de los procesos constitucionales de Bolivia y Ecuador dejaron todo esto a la luz, y son las normativas originadas en esos otros saberes menospreciados los que más asombraron al mundo, como la consagración del Sumaj Kausay y de los Derechos de la Naturaleza, más que los retoques al Derecho Romano que domina nuestro horizonte jurídico con su racionalismo extremo. Porque cuando la Constitución de Ecuador habla de los derechos de la Pachamama realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Tierra Madre, a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos. En tales debates quedó claro que la plurinacionalidad no debe entenderse como la negación de la nación, sino como el reconocimiento de que ella es diversa y se halla aún en proceso de construcción.

Entendemos además que la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, aprobada en octubre de 2001, difícilmente podrá instrumentarse sin el establecimiento de un verdadero diálogo intercultural, como expresión de un pluralismo que está en su misma base (Art. 2). Por definición, dicho pluralismo precisa, para ser tal, desarrollarse sobre un plano simétrico, de igualdad. O sea, las ciencias sociales deben aceptar la plena validez en su propio campo de los saberes de las otras culturas y civilizaciones, los que puedan así ser citados sin objeciones en los trabajos académicos, y en el mismo nivel. Lo que los distingue radicalmente es que mientras las primeras se conforman con la suma de teorías y pensamientos de autores específicos, con su nombre y apellido, que se juegan el prestigio en lo que dicen, los saberes de los otros pueblos son por lo general colectivos y a veces hasta milenarios, y quienes los esgrimen no son autores, sino intérpretes de un legado ancestral transmitido por tradición oral, cuya fuerza radica no en la trayectoria de un autor, sino en formar parte de un sistema simbólico compartido a menudo por millones de personas, como en el caso de la India y China o el pensamiento andino. Pero ello, en vez de consagrar su prestigio con la pátina de los siglos, suele ser causa de menosprecio y de su exclusión del campo académico, fundado en la escritura, lo que impide la concertación de conceptos, objetivos y políticas que afiancen a nivel mundial la diversidad cultural, tal como lo pide el Art. 12, inc. b, de la mencionada Declaración.





                                           Adolfo Colombres
                                          Buenos Aires, julio de 2018





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